viernes, 15 de enero de 2010

La tienda de antigüedades

Una carretera recta es jalonada a ambos lados por un polígono industrial que ella misma divide en dos mitades; muchos vehículos de todo tipo la atraviesan cada día pero muy pocos de sus ocupantes saben que tras hileras de naves comerciales y fábricas de las que ya hace tiempo pasó su esplendor se encuentra una pequeña ciudad con una majestuosa iglesia de la que destacan hermosos esgrafiados, un animado núcleo peatonal en su casco histórico y un bullicioso mercado semanal, entre otros muchos encantos.

Una enorme cumbre protege la villa con su exuberante manto verde, el cual solo palidece ante las intermitentes nevadas que se posan en la cima y por los rocosos salientes que apenas invitan a arraigar en ellos a algún árbol despistado de sus hermanos.

Este es, por ello, un lugar de paso de quienes se dirigen de la gran urbe al gran pulmón boscoso que la ampara de males mayores y que renueva constantemente la polución que la cubre a perpetuidad.


A pie de carretera se encuentran también esporádicos comercios, los cuales sobreviven con más pena que gloria en un ambiente desarraigado y hostil: solamente acuden a ellos lugareños y paseantes que bajan del núcleo o foráneos despistados con un punto de curiosidad por saber qué esconden sus sórdidas paredes.


Samuel era de esta última clase de seres, pues cada sitio que visitaba estaba convencido que tenía algo interesante que mostrar.


Viajaba normalmente solo, acompañado de su inseparable cámara fotográfica con la que inmortalizaba todos los paisajes y monumentos que captaban su atención, que no eran pocos.


Iba como tantos otros a pasar un día de campo y como su coche andaba ya escaso de combustible, decidió parar en una gasolinera cercana para repostar y estirar las piernas.


Cuando llegó a ella observó que la cola en el único surtidor que había era importante, así que decidió aparcar el coche en un descampado próximo a ella y esperar a que la tempestad vehicular amainase; el depósito estaba en la reserva y no quería exponerse a quedarse tirado a mitad de trayecto, pues no sabía cuando saldría a su paso otra estación de servicio.


Tras cerrar el coche con el llavero automático, se dirigió con paso decidido a la acera paralela a la carretera que había abandonado temporalmente: era la del lado montaña, pues observó que en la del extremo opuesto había industrias en construcción y algún que otro concesionario de vehículos, mientras que por donde él iba parecía que había tiendas más añejas con variado sabor comercial.


Pasó por delante de una serrería, varias tiendas de muebles y una ferretería y cuando se disponía a preguntar a un transeúnte el modo de llegar al centro histórico de la población que, seguro, sería de su agrado, reparó en un vetusto edificio esquinero en el que un curioso comercio abría su extraña mirada a las dos calles que lo rodeaban. Un rótulo desgastado con letras góticas albergaba su impersonal nombre: “Tienda de antigüedades”.


Junto al afán de conocer vastos parajes y contemplar vestigios históricos que han permanecido incólumes al paso de los siglos, a Samuel le gustaba también contemplar utensilios y enseres más mundanos realizados por la mano del hombre de todas las épocas y condición, por lo que aquel cartel le hizo pensar que aquella sería una jornada provechosa para su pasión por la historia.


Antes de zambullirse de lleno en aquel mar de reliquias, paseó su aguda mirada por el escaparate; en él había en formación militar una miríada de radios antiguas, figuras de cerámica de edad inclasificable y una variopinta colección de enseres que sería muy largo enumerar.


Con ánimos renovados por la sola contemplación de todo aquello, agarró la empuñadura de la puerta de cristal y tiró con decisión hacia sí: a partir de ese momento el tiempo se detenía en quien sabe qué momento o, dependiendo del objeto hallado, podría viajar gracias a él a otra época; tal es el encanto de lo antiguo.


Una vez dentro, una campanilla accionada tras su acceso al local rasgó el hondo silencio que lo cubría por completo.


Todos aquellos artilugios sumaban centenares, quizá miles de años; hablaban con el sepultado lenguaje del olvido.


Estrechos pasillos se abrían aquí y allá, no sabiendo qué derrotero tomar.


Mientras pensaba en ello reparó en una gran figura que se cernía sobre su derecha; con un punto de aprensión la miró y cuando se disponía a dirigirle la palabra descubrió que no era más que un maniquí, aunque de gran realismo.


Se trataba de una portentosa recreación de un árabe de raza negra: una túnica azul celeste rodeaba un cuerpo vigoroso y un turbante amarillo cubría su cabeza; una de sus manos empuñaba un alfanje de tal forma que parecía que en cualquier momento fuera a descargar sobre cualquier enemigo un golpe mortal.


Pero lo que más le sorprendió fue su mirada: fría, calculadora, salvaje; era la realidad personificada en sus grandes ojos, tanto que se clavaron en él como cuchillos y la punta de los mismos comenzaban a hacer en su cuerpo una mella incluso física, tal era su poderoso influjo.


Una voz inesperada rompió las cadenas del inesperado hechizo, haciendo que volviera de nuevo al mundo real.


- ¡Adelante!, ¡adelante!, ¡pase sin miedo, querido amigo! - quien así hablaba era un anciano que andaba algo encorvado y que lucía una larga barba grisácea; si el arco de su curvatura se destensara aún más, hubiera sin duda barrido la fina capa de polvo que cubría el suelo por doquier.


Espero no haberle sobresaltado - continuó diciendo -, me encontraba en la trastienda repasando un pedido y, aunque por fortuna mi oído es excelente, al escuchar el timbre de la entrada he acudido todo lo rápido que mis pobres piernas me han permitido.


- No se preocupe - respondió el aún sorprendido Samuel, soy forastero y un irresistible impulso me ha impelido a entrar en este fascinante lugar.

- ¡Excelente!- replicó el hombre con unos centelleantes ojillos vivos que rasgaban el ambiente con su inquietante visión, o eso le parecía a Samuel -.

Pero no se quede ahí, permítame que le acompañe por mis humildes dominios y que le enseñe algunas antiguallas más viejas e interesantes que mi propia persona.


Por cierto, veo que ha conocido a uno de mis guardianes, es impresionante, ¿verdad? Y mientras decía esto señalaba al muñeco que tanto había sorprendido al visitante.


Su porte es asombroso -dijo Samuel -, parece que de un momento a otro se pueda poner a hablar o caminar.


Sus palabras me halagan - contestó el anticuario -, pues he de decirle que es fruto de mi propia creación y no uno más de los antiguos objetos aquí expuestos.


Dicho esto emplazó a su acompañante a seguirle para mostrarle el resto de la tienda.


Pasaron entre destartalados relojes, variados cuadros y muebles rococó; una de las cosas que llamaron la atención de Samuel fue un busto de Beethoven, pues era un gran aficionado a la música.


Cuando se hallaron en una sección de añejos juguetes de hojalata, el anciano habló de nuevo, mientras se dirigían ya a la parte posterior del comercio.


- Venga y admire mi otro guardián, por el momento el ultimo de mi colección - y mientras lo decía le mostró otra figura a escala humana, vestida como un personaje del lejano oeste y un revólver en su diestra a punto para disparar. El realismo era patente, como en el otro, mas en contraposición al rostro fiero del primero, en este se intuía una infinita tristeza; si hubiera podido llorar lo habría hecho, aunque fueran lágrimas de cartón-piedra.


Custodia la puerta de emergencia, como el primero que ha visto hace lo propio con la principal - y así era, pues se hallaba junto a una salida de socorro -; tengo entre manos otra creación para ponerla en la parte posterior, así todos los puntos de acceso quedarán cubiertos debidamente.


Samuel supuso que los muñecos eran una protección más simbólica que real, acordes a la atmósfera del lugar; una tienda así es un sabroso anzuelo para ladrones de cierta enjundia pero sin duda serían más efectivos para evitar posibles robos medios más plausibles como alarmas, cámaras de video o vigilantes de los que vio que carecía el recinto, al menos en apariencia.


Mientras pensaba esto, miró su reloj de pulsera y comprobó que ya se iba haciendo tarde, por lo que decidió marcharse ya de allí; seguramente la cola de repostaje habría ya desaparecido y más tarde comería algo en algún bar de carretera.


- ¡De ninguna manera! - objetó su interlocutor al comunicarle sus planes -, permita que le invite a comer conmigo pues, modestia aparte, no solo se me da bien el mundo de las antigüedades sino también el culinario. Es usted mi invitado - terció con un tono que no admitía ninguna réplica.


Era sábado y, pensándolo bien, aún disponía de todo el día de domingo para realizar la excursión prevista; así que por unas horas que perdiese no pasaría nada: se marcharía al atardecer para acampar en algún lugar tranquilo en el que reposar.


En verdad pasó una velada agradable, la comida - aunque copiosa debido a la prodigalidad de su anfitrión -, fue excelente.


- ¿Le gustan las infusiones? - dijo el viejo anticuario mientras saboreaba con deleite un habano y sin esperar respuesta por parte de Samuel se dirigió al piso superior, allí donde vivía la mayor parte del tiempo que no viajaba por el mundo buscando objetos y recorriendo exóticos países.


Samuel se quedó solo en el salón anexo a la trastienda donde habían comido; sus paredes, en contraposición a los atestados pasillos de la tienda, se encontraban casi desnudas; su única mácula era algún que otro cuadro de ambiente marinero y un gran carillón en una esquina que rezaba el inevitable Tempus fugit. Del resto no había nada digno de mención. O sí; fijándose bien, tras un secreter de épocas pretéritas sobresalía una especie de mesita acristalada en su parte superior, la cual contenía varias condecoraciones de guerra y algunas enseñas.

A Samuel le recorrió un frío escalofrío por el espinazo, pues bien reconoció en ellas algunas cruces de hierro del ejército alemán, junto a inquietantes esvásticas y repulsivas calaveras de las SS de Hitler.

Aquel pequeño y ambivalente tesoro imprevisto le dio que pensar: o no era más que una sección más de la tienda en sí o el dueño de la misma era un nazi convencido.


Un ruido a sus espaldas le extrajo de su repentina abstracción, el anticuario bajaba torpemente los escalones con una bandeja con dos tazas humeantes, así que se dispuso de nuevo a tomar asiento.


- Veo que ha tenido ocasión de ver mi colección de enseñas y estandartes del tercer Reich. No se preocupe por ello, pues el motivo que posea tantos es que fui obligado a luchar en la División Azul contra la extinta URSS y pasé en el frente de Leningrado casi los cuatro largos años que duró el terrible asedio; no se imagina las penurias que pasamos mis camaradas y yo durante la guerra, pues para la Wehrmacht los soldados españoles éramos escoria que solo servía de carne de cañón.


Muchos miles de compatriotas cayeron para no levantarse más en el frío invierno ruso; todas aquellas desoladas estepas no son más que un enorme y glacial camposanto.


Como ve es un crucial momento de la historia el que me tocó vivir en primera persona, así que no me fue difícil conseguir todos estos pequeños trofeos.


¿Sabe? - continuó hablando pero en una especie de murmullo -, lo que más me impactó fue cómo los cuerpos, aún mucho tiempo después de muertos, gracias a las bajas temperaturas se mantenían incólumes y parecía como si aquellos fueran a despertar de un largo sueño de un momento a otro.


Era horrible, en mitad de aquel desierto nevado, mirar a los ojos de un compañero muerto y cuyos párpados congelados no podían cerrarse; era una gélida mirada que te paralizaba el corazón.


Samuel le escuchaba con atención, pues era un apasionado de la segunda guerra mundial y tener frente a él una muestra viva de la misma que le contara con pelos y señales las vivencias en el frente oriental era algo maravilloso. Sólo por ello ya merecía la pena haber aplazado un día su marcha.


Pero tenga, aquí tiene lo que le he preparado - dijo el anticuario mientras le alargaba una de las tazas -; es un té oriental sazonado con variadas especias que seguro que será de su agrado. Tómeselo sin miedo, pues frío pierde la mayoría de sus vigorizantes efectos.


El joven hizo caso de su consejo y se lo bebió en tres grandes sorbos, su scontenido era en verdad reconfortante y sabroso, de lo mejor que había probado nunca.


El anticuario lo miraba con atención y una vez que hubo apurado también su vaso siguió hablando.


En el frente ruso conocí a un oficial alemán que había luchado en el Afrika Korps del mariscal Rommel y, tras la pérdida de túnez fue destinado a Rusia con los restos de su división acorazada; pues bien - continuó diciendo - no se imagina las maravillas que me contó del antiguo Egipto, numerosos arqueólogos acompañaban al ejército para cuando cayera el Cairo y hacer aflorar numerosos restos y desentrañar los misterios de las pirámides pero todo eso se truncó en la derrota del Alamein.


No obstante… Disculpe, ¿no se encuentra bien?


Samuel estaba pálido en exceso y sudaba gotas frías que le caían en cascada por las sienes.


- No es nada, quizá es una digestión pesada o una bajada de tensión; en seguida estaré mejor, continúe por favor - dijo con un débil tono de voz -.

- Como quiera, pues como le iba diciendo, aunque no consiguió entrar en la capital, un guía árabe del lugar le proporcionó por una buena cantidad de oro una especie de elixir que prolongaba la vida de forma exponencial, aunque no eterna.

El oficial, curtido en innumerables batallas y acostumbrado a tratar con personas de la más variada calaña, no se fiaba del todo, por lo que decidió antes probarlo en caballos moribundos e incluso en compañeros heridos.


El resultado no fue el esperado, más no le desagradó del todo y decidió compartir con unos pocos el secreto, entre ellos yo mismo.


Tras la guerra viajé personalmente a la tierra de los faraones con la excusa de realizar expediciones arqueológicas y añadí al brebaje unas especias de suma importancia para el éxito final, ¿comprende?


Más Samuel no comprendía nada, cada vez se encontraba peor y una fina película nublaba su visión: ante él el encorvado anciano se transformaba a ojos vista en un fornido ser, del cual emanaba una mirada tan poderosa que imponía respeto.


El té que le he preparado difiere en algún que otro ingrediente del mío - dijo el anticuario -, no es otro que aquel que me suministró el oficial alemán. Tras probarlo en animales y personas descubrió que no morían pero pagaban un alto precio por ello: quedaban en una especie de estado catatónico del que ya no podían liberarse, quedando su conciencia a la voluble merced de quien la quisiera moldear y estando sus miembros tan aletargados que no podrían dar un solo paso…


Samuel tragó saliva trabajosamente y con un esfuerzo sobrehumano alargó los brazos a la bandeja que estaba sobre la mesa, su vano intento únicamente hizo que las tazas cayeran al suelo y se hicieran añicos en un gran estruendo que resonó por toda la estancia.


Tengo grandes cantidades, no se apure - dijo el anciano -, respecto a mí, tranquilo que le cuidaré bien y nunca le abandonaré y - añadió con una gran sonrisa -, permita decirle que tras mucho buscar yo sí que encontré el elixir de la vida, como la ración que acabo de ingerir.


Samuel en ese instante perdió toda percepción de la realidad, un agarrotamiento súbito paralizó todo su cuerpo y un alarido de espanto pugnó por salir de su muda garganta. Ya no pudo reaccionar.


El domingo la tienda permaneció cerrada por inventario, más al día siguiente un venerable anciano abría como siempre a la misma hora la persiana que guardaba tantos objetos misteriosos; el perspicaz que se adentrara en aquel reinado de polvo y olvido tras varias veces, descubriría que junto a las dos figuras acostumbradas, junto a una de las puertas laterales se había añadido recientemente otro de los guardianes figurados del comercio: un soldado alemán, ametralladora en ristre, mirando a un horizonte indeterminado con ojos de espanto.


Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)

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