La taza de café negro humeante simulaba formas macabras.
Como venidos de otro mundo, diminutos puntos negros me recorrían las manos.
Permanecí inmóvil, durante al menos cinco minutos, contemplándolas expectante y dispuesto a arrancarme la piel si fuese necesario.
Al cabo de unos segundos cesa y puedo sentirme más tranquilo.
El insistente zumbido que siento en el oído izquierdo varias veces al día también reduce su intensidad.
Hay determinados momentos en los que creo que acabaré por enloquecer.
Los ataques pueden darme en cualquier parte. En el baño, en la cocina, bajando por las escaleras que me conducen al mundo exterior, en el supermercado o en el trabajo al que pos suerte ya no acudiría más.
Porque cuando me sucedía en el trabajo era otra cosa. Allí todos me conocían más o menos, o al menos creían conocerme. Resultaba imposible pasar desapercibido. No era como estar ante los estantes de fruta en un gran supermercado. Nadie tenía por qué fijarse necesariamente en un tipo delgaducho que tiene toda su atención completamente centrada en las sandías. Podía tratarse de un tipo al que simplemente le gustaba contemplar la fruta antes de poder escoger la pieza perfecta.
Pero allí, en mi puesto de trabajo de la empresa de seguros, era otra cosa. No podía quedarme paralizado mirando al vacío cuando estaba hablando con un cliente. No podía permanecer de pie ante la máquina del café mientras algún compañero me hablaba sobre temas triviales como sí a mi alguna vez me hubiesen interesado lo mas mínimo. No podía permanecer más de lo debido en los pasos de cebra mientras que, como buen ciudadano que siempre he sido, dejo a una señora mayor con su carro de la compra cruzar la calle a paso tortuga.
Había determinadas cosas que nunca se podían hacer en un lugar como el que habitamos los humanos. No a la vista de otros, no ante el escrutinio de miradas indiscretas. Había cosas que no quedaba más remedio que llevar en la más absoluta intimidad.
Por eso no tuve más remedio que fingir una tremenda depresión para poder permanecer el mayor tiempo posible en casa. Al menos, mientras fuese de día.
Aunque no sabía con certeza hasta que punto esa depresión era fingida o no. Tal vez, llegue a sentirla de forma tan real que acabo por manifestarse. Porque lo cierto es, que desde que empecé a caminar cabizbajo por los pasillos de las oficinas, a dejar de comer y a dejar de hablar, lo sentí como una manifestación de mi cuerpo. En realidad, no tenía ganas de hablar, ni de comer, no quería ser nadie. Me llegó a molestar incluso que alguien se atreviese a dirigirme la palabra. Las voces humanas me llegaban extrañamente retardadas, como venidas de otro mundo, de criaturas extraterrestres que me eran completamente desconocidas. Otros que no eran yo. Seres odiosos y blasfemos, con sus voces de serpiente y su curiosidad.
Comencé a despreciar todo lo que me rodeaba. Comencé a convertirme en un extraño incluso para mí mismo. A no disfrutar con nada, a no ser capaz de llenar mi alma con nada perteneciente a este mundo. A necesitar mucho más que todo lo que las trivialidades de la vida podrían llegar a ofrecerme. Me convertí en el insaciable, en el perturbado, en el completo desconocido.
La camarera se apoya en la barra del bar exhausta mirando la hora. Absorta en sus pensamientos, en sus preocupaciones. El hijo que no llegaba a casa a la hora, las facturas que no podía pagar, su precioso gato enfermo…
Siempre me había llamado la atención aquella hermosa mujer de negros y profundos ojos. Había algo melancólico en su mirada, era vieja y joven a la vez. Parecía haber sido arrancada del tiempo.
En alguna ocasión la había seguido hasta su casa al amanecer.
Me escondía detrás del contenedor de basura enfrente de la cafetería y la seguía como un gato en celo.
Era la única mujer sobre la tierra a la que no me habría importado poseer.
Deseaba besarla. Deseaba besar su cuello.
Vivía a unos diez minutos de la cafetería, en un bloque de edificios bastante viejos y corrompidos por el paso del tiempo.
Lo cierto es que el barrio no era precisamente de gente adinerada sino más bien todo lo contrario. Estaba seguro de que en la mayor parte de aquellos pequeños pisos vivía la peor gente de la ciudad.
Estaba obsesionado con ella desde hacía ya algún tiempo.
Dese la primera vez que la vi. Una de aquellas primeras noches en las que empecé a no poder dormir demasiado bien, divisé una de las pocas cafeterías que había abiertas desde el otro lado de la calle. Tan iluminada, con su enorme cartel en colores chillones.
Nunca había demasiada gente. Algún otro hombre solitario como yo y de vez en cuando prostitutas que pasaban a tomar un bocado después del trabajo.
Y siempre aquella camarera. Trabajando de noche sin poder apenas ver a su hijo.
No tenía otra forma de ganarse la vida, era lo único que sabía hacer.
A su edad ya nadie quería contratarla en otros bares. No tenía más remedio que permanecer en aquel. Por eso su jefe se había aprovechado y le había cambiado al turno de noche hacía unos cuantos años. No pudo negarse, no le dejó ninguna opción.
Me parecía de una tremenda crueldad haberle hecho aquello. El ser humano algunas veces es despreciable.
A veces me descubría a mi mismo pensado en ella de forma lasciva.
No podía evitarlo. Como si se me hubiese metido en la cabeza.
Nunca me atreví a hablar con ella. Pero un tipo solitario como yo que también acudía cada noche a aquel bar, sí hablaba con ella. Procuraba sentarme cerca y no me perdía ni una palabra de sus conversaciones. Hablaban de la vida, de sus problemas. Dos desgraciados que se habían hecho amigos en un bar sucio y destartalado.
El tipo fumaba un cigarrillo tras otro mientras le hablaba de su esposa, y de su hijo homosexual del cuál no quería saber nada.
Aquella noche había permanecido solo un rato charlando con ella pues tenía que ir al hospital.
Al parecer su mujer había tenido una embolia. Pero el pasó primero por el bar a pedirle consejo a aquella dulce camarera. Parecía su confesor.
No sé muy bien porque demonios tenía que pedirle consejo en un tema como aquel. Pero estaban tremendamente separados de forma emocional y aquel tipo no tenía ni idea de cómo comportarse.
Había amado a una mujer una vez, pero de eso hacía ya mucho tiempo.
Después de haber estado con ella, no me había vuelto a interesar por ninguna otra. Como sí a ella se lo hubiese dado todo, como sí dentro de mí ya no hubiese quedado nada más que ofrecer, nada más que alguien pudiese querer.
Era tan despreciable para mi mismo, que de ningún modo podría quererme nadie.
Al tener esa idea tan arraigada dentro de mí, al igual que con la depresión, acabó formado parte de dí de forma inevitable.
Rompiendo el silencio logré penetrar en su mente.
Para ella, fue un chillido desgarrador que le hizo salir de su ensimismamiento. Para mi fue muy sencillo, solo tuve que alzar la voz. Nunca antes lo había hecho. Nunca me había atrevido a defenderme. Era el sumiso, dejaba que me dominase. Que fuese ella la que tomase todas y cada una de las decisiones. Me había convertido en el débil, en un patético instrumento. Hasta que me cansé.
Me miró asombrada, con esa cara de tonta que ponía cuando no sabía que decir.
Entonces la anhelaba. La idolatraba como a una diosa griega.
Pero fue una situación que logró acabar con mi paciencia, la cual siempre había sido prácticamente infinita. Tal vez acabé por darme cuenta, de que si no salía cuanto antes de aquella situación en la que yo solo me había metido, acabaría por convertirme en un objeto y por tanto, ya no lograría salir nunca.
Solo alzar la voz, eso fue todo.
Me miró fijamente durante unos segundos, lo suficiente para helarme la sangre. Luego se dio la vuelta y se fue. Ahí me quedé, con todo y con nada. La voz se me apagó y desde entonces, creo que nunca llegué a recobrarla del todo. Pero a ella le dio igual; eso fue lo más doloroso de todo.
Cuanta ironía.
Mala hierba nunca muere mientras la belleza se marchita.
Pero no hizo nada por confortarme; me dio por perdida. ¿Qué motivos le di para creerlo? ¿Por qué pensó que estaba perdido? Entonces era cuando aún estaba allí. ¿Qué fue lo que cambió tan radicalmente? Se alejó de mí emocionalmente como de la peste. No quiso entender que aún no estaba roto.
Me hacía sentirme como un enfermo. Frío como el mármol. Incapaz de pronunciar palabra cuando clavaba sus pupilas grises en las mías.
Nunca me amó. Solo me utilizaba.
Me veía de forma muy distinta a como yo la veía a ella. Me miraba como se mira a quien ha perdido la razón por la locura.
El odio no es más que un lastre. Unas cadenas del lado oscuro soldadas a nuestras muñecas.
Temo a una jaula más que al dolor y a la muerte. Temo que la frustración que me causa el abandono me encierre en un círculo vicioso del que no pueda salir. Me irá quitando la vida más lentamente que cualquier veneno.
De nuevo, esta triste jaula se queda en silencio. Con cada recuerdo, con cada día que pasa.
Me despedí de ella, eso es cierto, pero lo hice a mi manera.
Aquella tarde miró hacia arriba, hacia donde yo estaba, como sí supiese que estaría allí observándola. Pero ella no podía verme porque yo estaba escondido entre las sombras.
Su pelo negro se agitaba mientras atravesaba el gran patio de piedra donde nos conocimos.
Supe que no volvería a verla, y eso me partió el alma. Pero esa fue mi decisión. Me quedé solo, como el decorado de un escenario vacío. A veces es necesario tomar decisiones trágicas. Una tragicomedia, en eso se había convertido mi vida.
Me costó años aceptar que aquella a la que yo tanto amaba, me había estaba robando la vida. Su maltrato estaba eclipsando mi mente y anulando mis sentidos. Mi dependencia insaciable se estaba convirtiendo en un veneno tóxico. Cundo tomé mi decisión, juré no echarme atrás. No hacer caso a sus divinas palabras. No estremecerme ante el contacto de su joven cuerpo.
Dormía a mi lado cuando lo decidí. Hubiese sido más fácil seguir como estábamos…sobretodo para ella.
Se que ella pensaba que no podían herirme sus palabras, pero lo hacían. Las palabras por sí solas no son nada, pero ella les daba un poder devastador. Pensaría que estaría ahí a su lado, como siempre. Soportando su indiferencia, fingiendo que no pasaba nada, fingiendo que no echaba de menos aquella felicidad que tanto nos había unido al principio el maravilloso día en que nos conocimos.
Nunca fui capaz de comprender como había sido posible que nuestras vidas cambiasen de esa forma tan drástica. Fue prácticamente de la noche a la mañana, sin que se produjese ningún acontecimiento puntal.
Nunca dejé de echarla de menos, ni olvidé su olor, ni su tacto.
Aún así, cada mañana cuando me levantaba solo y triste no hacía más que repetirme a mi mismo, que ese sentimiento adictivo algún día acabaría por desaparecer.
Hasta que finalmente el dolor desapareció. Y fue entonces cuando ya no me quedó nada.
La camarera no se percató que en un momento dado, me levanté de la alta butaca a la que hacía unos momentos parecía fusionado.
Me fui sin pagar el café negro sin apenas ser consciente de ello, pues temía que bichos infectos pudiesen empezar a brotar de la carne de mis manos si me atrevía a moverlas.
Salía a paso ligero alejándome de las miradas de los pocos transeúntes que aún merodeaban por las húmedas calles oscuras.
Y cuando estuve seguro de estar lejos de toda alma humana eche a correr.
Corrí para evitar que me alcanzase el diablo. Pues si me paraba un momento, podía penetrar en mi cuerpo como había hecho otras veces y obligarme a cometer los más terribles actos.
Como un poseso busqué la Iglesia más cercana, temiendo quedarme sin aliento. Temiendo que llegase un momento en que mi anciano cuerpo dijese “¡basta! ¡Esto es todo lo que voy a ofrecerte!”; que mi corazón se detuviese y acabase todo en un suspiro, sin más dolor, pero quedando expuesto a merced de las alimañas.
Que ese horror que se desliza como una serpiente encontrase morada en mi cuerpo marchito.
Absorbiese mi pureza humana y me convirtiese en su instrumento.
Así que mientras corría, dejaba que esas ideas inundasen mi mente y así me llenaba de energía. La energía que te da el miedo a lo desconocido. El miedo a un horror cósmico que pulula entre los vivos acechando a toda alma perturbada.
Y a mí, como hombre débil y demente, me acosaba más aún. Pues sabía que me quedaba poco tiempo, que me faltaba poco para fracasar.
Me vigilaba como halcón a su presa. Y esa presa no podía cometer ni un solo error.
Perdone me padre, por qué he pecado. He blasfemado, he tomado el nombre de Dios en vano. He sentido la llamada del abismo. En momentos de debilidad, he cedido a las exigencias del mal.
Hijo mío, el Demonio no se atreverá a entrar en ti. Eres un buen católico, Dios te protegerá allá dónde vayas.
Me temo que el Demonio me encontró antes que él, padre.
Pero de camino a mi casa, ya más calmado y sintiéndome protegido por una sombra blanca, sentí de nuevo ese horrible cosquilleo en las manos.
Transcurrieron los días sin tener nuevas noticias del cosmos.
Aún así no estaba tranquilo.
Preferí permanecer en casa porque siempre es donde mejor comunicación puedo establecer con el altísimo.
Hacía tiempo que había tapado todas las ventanas con cinta aislante para que la luz no pudiese entrar a raudales. Solamente dejaba algunos pequeños espacios para saber cuando había anochecido.
Desde que el médico me dio la baja por mí supuesta depresión recurrente, había tirado por la ventana todos los relojes que había en mi casa. No quería saber nada del tiempo. Al menos con el anochecer y el amanecer no lo sentía de forma tan evidente. Se intuían simplemente las horas que habían pasado. Pero no era comprable al horror de ver moverse las agujas con sus inagotables giros.
Solo de pensarlo me entraban náuseas.
Con las maravillas de la tecnología podía permitirme permanecer en casa.
Lo único que me molestaba de mi ordenador, era el pequeño reloj de la parte inferior derecha. Pero también lo había tapado con cinta aislante.
Ojala pudiese cubrir todo lo que no me gusta con cinta aislante. Pero la vida no podía de ningún modo ser tan sencilla.
Al menos tenía la opción de quedarme en casa y poder así tranquilizarme y aguardar las órdenes indicadas para por fin lograr liberarme.
Estaba seguro de que ya no podía faltar mucho para que todo terminase.
No sabía si sería capaz de retomar mi vida donde la dejé. Pero siempre me quedaba lo opción de mantenerme oculto para siempre. No tenía ninguna necesidad de salir al exterior. En casa tenía todo lo que pudiese hacerme falta. Y sí algo no había en algún momento determinado, no tenía más que teclear algunas cosas y alguien vendría a traérmelo.
La tecnología moderna era el octavo arte, de eso no me cabía ninguna duda.
Lo que de verdad me llegaron a preocupar, fueron mis visitas nocturnas.
Venía a visitarme en mis sueños, en las noches más frías y eternas de que aquel invierno que parecía no acabarse nunca.
Aparecía como un reflejo dorado a los pies de mi cama que con solo una mirada de sus ojos bronce me hacía olvidar hasta mi nombre. Como una sombra del más allá se difuminaba en un abrir y cerrar de ojos del mismo modo que aparecía.
A veces, si me concentraba y lograba escapar unos segundos del torbellino de su mirada, la sombra permanecía más tiempo a mi lado inundándome de una extraña sensación del calor antinatural.
Y como si pudiese escuchar mis más profundos pensamientos, se inclinaba sobre los pies de mi cama y me acariciaba suavemente la cara con sus largos dedos de fuego.
Era una experiencia cósmica, extrasensoria, como procedente de un lugar tan lejano que las sensaciones se vuelven del revés.
Nada más que absorto en mis más delirantes pensamientos, navegando entre sábanas de seda en las que surgían sus manos como veneradas islas del tesoro. Y solo a veces, cuando lograba entrar en los sueños más profundos e inconscientes, aparecía él.
De forma extraña me sentía despierto, pero no podía mover ni un músculo. En parte resultaba muy frustrante, porque lo que más anisaba, era poder estirar la mano y rozar su rostro de oro.
Pero no podía, sentía como una fuerza invisible me mantenía atado a la cama y me atenazaba la garganta para que no pudiese pronunciar ni un sonido.
Solo me dejaba abrir los ojos y contemplar su hermosura cuando aquella criatura se dignaba a hacerme una visita divina.
Temblaba de pies a cabeza, teniendo espasmos epilépticos en la cama que era el mayor movimiento que podía hacer, cuando el me tocaba inundándome de una serie de sensaciones contradictorias tan insoportables como anheladas.
Tal vez fue entonces cuando deje de vivir para poder pensar en él. Quería ser su servidor. Quería que me hincase qué era lo que debía hacer, cuales eran sus órdenes para ser cumplidas sobre la tierra.
Dejé de disfrutar de todo lo que antes me gustaba. La comida perdió el sabor, la ropa perdió su suavidad, las duchas perdieron su calor.
Me volví un muerto en vida, un autómata, un zombi que se despertaba por las noches deseando ver aquel espíritu dorado y lascivo inclinarse sobre él. Pero era precisamente aquellas terribles noches en las que me constaba conciliar el sueño cuando aquella criatura mística no se dignaba a aparecer.
Odiando el amanecer cuando llegaba de forma inevitable y él no había aparecido.
Me había traicionado y no me había visitado aquella triste noche.
Y en una ocasión, tuve el sueño más revelador de toda mi vida.
No podría afirmar con seguridad en que momento inicié ese viaje.
Es posible que todo empezase cuando traté de imaginarme como sucederían las cosas desde el otro lado, desde el lado de la muerte.
Desperté en un lugar oscuro, como sí estuviese en un pozo sin fondo.
Traté de orientarme, de poder tocar algo a mí alrededor.
La oscuridad resultaba asfixiante.
El silencio era tal que me provoca una angustia indescriptible. Se metía dentro de mi e inundaba mis órganos, mis venas…todo lo que siempre he sabido que era mío.
Al fin logré tocar la pared de ladrillo, de frío inquebrantable, como él más pútrido de los silencios.
Pude caminar, aunque descalzo, mientras el afilando suelo desgarra mi carne.
Me mordía con fuerza los labios para evitar que los gritos saliesen de mi boca por aquel dolor insoportable.
Avanzo famélico como un autómata.
He superado el umbral de miedo.
Podría haber presenciado el más enloquecedor de lo horrores y aún así, no podría haber sentido más temor del que sentí entonces.
Estuve y lo estoy desde entonces, por encima de lo humanamente posible.
Al fin llegué a un pasillo iluminado por una tenue luz blanca que parecía formar parte de la propia tierra.
Me sentí completamente incapaz de separar mis manos de la pared, a pesar de que por primera vez desde hacía un buen rato, era capaz de distinguir con total claridad lo que tenía delante.
Como sí de una fuerza hipnótica se tratase, me hacía creer que podrá guiarme al lugar donde se me ha enviado. Corría algo de brisa y mis pantalones blancos del pijama ondeaban a la altura de mis pies, ahora ensangrentados por culpa del rocoso suelo.
Distinguía el curioso y fuerte olor de mi propia sangre. Ese olor tan característico que la hace inconfundible.
Poco a poco, mis sentidos fueron agudizándosele de forma extraordinaria; podía oler también la piedra, la roca y el agua.
Hasta que al final, fui capaz de distinguir un sonido claro y constante. Me repetí interiormente a mi mismo que era imposible, que no podía ser; pero es inconfundible: el sonido de un reloj.
El sonido monótono que no puedo soportar por las noches, que viene como martillazos desde todas las esquinas de la casa, entonces me pareció el canto de un ángel.
Es algo que un humano de nuestra época conoce bien, pues no es lo habitual llegar a conocer la oscuridad absoluta, ni el asilamiento absoluto, ni el silencio absoluto…
Al fin el pasillo por fin acabó, y me encontré en una estancia elíptica e iluminada por la misma luz fantasmal.
No fui capaz por mucho que lo intenté de mirar atrás, pues mi mente había quedado de lleno sumergida en el magnífico reloj de cuco que tenía delante. Es lo más hermoso que había visto en mi vida. Sus trazados eran perfectos, la madera brillaba perfectamente pulida, y el péndulo dorado flotaba de un lado a otro como los latidos de un corazón. Mis sentidos entonces se colapsaron y volví a aislarme en mi mismo como al principio de aquel extrañísimo suelo. El intenso miedo siempre resurge.
Lentamente el péndulo de oro comienza a detenerse dentro del alma del reloj. Entonces floté, y puede verme ahí abajo, paralizado frente al reloj. Como si mi alma cansada hubiese decidido con su propia voluntad salir por fin de mi cuerpo y lograr la independencia que ansiaba.
Entonces comprendí que fui yo, el que en un momento dado había rotor aquella estructura perfecta. La desencaje, hice que sus partes no pudiesen unirse para funcionar.
Por tanto, a pesar de obtener a cambio otros privilegios, perdí el derecho a seguir en este mundo. Tendré que ir, desplazándome poco a poco y con las órdenes del más allá, a la otra orilla, esa que tanto me ha llamado la atención: donde van todos los relojes rotos. Porque desee verlo todo desde el otro lado, desde el lado de la muerte. Y una vez que la ves, deja de impresionarte. Se torna trivial, algo inevitable. La vida efímera se hace cada vez más evidente.
Por ello dejé de utilizar la noche para dormir y la utilicé para estar atento y esperar.
Dejé de llevar la vida que llevaban los demás, la que llevaba antes de mi revelación, de que todo empezase.
Después de haber traspasado el límite de todas las cosas, haber llegado al extremo absoluto del placer y del odio, lo cotidiano resulta insípido y aburrido. Solo aquel que ha contemplado lo extraordinario, puede burlarse de lo meramente terrenal. Existen poderes ocultos para muchos insospechados. Detrás de cada esquina, puede esconderse lo inimaginable.
Descubrí demasiado tarde que buscar lo absoluto era un gran error. He visto la cara de la muerte y me he echado a reír. He contemplado horrores fantasmales que han hecho que algo reventase dentro de mi cabeza. Ahora lo se, ahora entiendo la locura; querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre.
Yo nunca hablo solo, porque nunca estoy solo. Mi espectro de visión se ha ensanchado y distingo las suaves formas de los espíritus. Sus voces son dulces, están rodeados de aureolas místicas. Lo único que me duele es no poder tocarles.
Los demás humanos están sumidos en la más profunda ignorancia. No lo creerán hasta que ellos también puedan verlo. Pero entonces será tarde, porque perderán el juicio y nadie cree a un loco.
Es indescriptible la sensación de poder que me embarga. “Delirios de grandeza” lo llaman. La euforia que me calienta el alma es tal que sino pudiese expresarla moriría. Me abrasaría por dentro y me convertiría en un catatónico.
Cuando era niño, mi madre siempre me decía que sería capaz de todo. Lo que otros piensen no importa; uno tiene que tener fe en sí mismo aún cuando todas las circunstancias sean adversas. Sí uno es fuerte, puede crear dentro de sí una fortaleza tan grande que nadie jamás podrá echarla abajo.
El mayor punto débil de un ser humano es no tener fe en sí mismo. Por ello inicié mi viaje a lo más profundo de las entrañas del mundo. Encontré más de lo cabría esperar. Recorrí senderos ocultos y conocí criaturas del mundo antiguo. Aquellos que aún no eran humanos, pero que poseen conocimientos más grandiosos de los que nosotros alcanzaremos jamás. Trataron de compartir conmigo su ciencia. Aprender una pequeña parte de lo que ellos sabía fue suficiente para convertirme en un sabio.
Hice un viaje cósmico sin la necesidad de salir de mi humilde morada. Solo necesité el poder de mi mente, solo necesité que él creyese en mí y me permitiese realizar el viaje de mi revelación.
La única razón por la que podría considerar mi aventura un error, es porque los vivos me van a abandonar. Nadie me creerá jamás, nadie podrá compartir esta maravillosa experiencia conmigo. Pues había conocido los extremos, la finalidad de las cosas. Ahora la verdad no estaba para mí flotando en el espacio vacío en un silencio impenetrable, sino que cuando quisiese podía atraparla con las manos.
En las calles oscuras se respiraba un aire putrefacto y contaminado.
Como buena criatura de la noche, solo salía tras el crepúsculo, el momento más seguro. A veces más entrada la noche, otras de madrugada, pero nunca de día.
En pleno día es más sencillo que te encuentren las sombras.
Tras meses de baja laboral, mi una preocupación era protegerme de los que se esconden. Deambular por las calles en plena noche buscando al foco de mis delirios, al príncipe oscuro al que todas las bestias aladas siguen.
Pero no le encontraba. Y cuanto más tiempo pasaba, más me impacientaba.
Suplicaba a Dios para que acabase con aquella locura, con aquellas ensoñaciones macabras, con las voces de mi cabeza gritándome cosas sin sentido, con las visiones, con los calambres de mi cuerpo.
Ni con la ventana abierta logré dormir.
El sol se había ocultado hacía horas.
Extrañas sombras se dibujaban en el techo como tétricas lucubraciones. La brisa nocturna parecía envenenada.
Un miedo terrible me recorrió la espina dorsal encogiéndome como un feto en plena gestación.
Los ojos me ardían como si el sol los hubiese abrasado.
Sentía pinchazos en cada músculo de mi cuerpo obligándome a retorcerme en posturas imposibles tratando de mitigar el dolor.
Pero lo peor, era la lengua. La hinchada y pesada lengua oprimida en la boca a punto de estallar. Me costaba trabajo respirar, me costaba trabajo pensar.
Influido por una fuerza externa me levanté de la cama apartando las mantas con violencia.
Me había despertado con la sed insaciable de los vampiros.
El espejo me devuelve la mirada de un ser marchito y deformado. Hay agujeros donde debería haber carne. Hay tonos amarillentos allí donde debería estar rosado.
Mi espalda se curva cada vez más por culpa del peso que ha de soportar.
Las rodillas me tiemblan débiles y estropeadas. Los nudillos con marcas profundas de dientes dejadas al tratar de calmar mis ansias.
Me quedé impresionado la primera vez que contemplé mi imagen en un espejo. Hacía ya algunas semanas que no lo hacía.
Como tantas otras cosas, los espejos me resultaban bastante desagradables. Solo tenía uno en toda la casa que estaba formando parte de la puerta de un armario Estaba en una de las habitaciones a las cuales no solía entrar pues solo había trastos.
Pero no se muy bien porque, en aquella ocasión decidía hacerlo. Entré sin pensar y me quedé denudo plantado ante el espejo sorprendido de mí mismo.
La piel de los brazos hecha jirones cuelga de los huesos como sábana vieja. Recordándome cada vez que me contemplo a mi mismo cómo es posible que puedan soportarme la mirada los demás. Como no apartan la vista ante mi presencia fantasmal.
Dese aquella vez que me vi en el espejo después de tanto tiempo sin hacerlo, tuve que repetirlo varias veces al día. Me quedaba ensimismado conmigo mismo, con aquella imagen que me devolvía el espejo. Puede que pasase horas ante él.
Y no alcanzaba a comprender por que, pues era un ser deforme, era un feto, un esqueleto infecto. Pero me resultaba de algún modo como una especie de droga que lograba apaciguar mi alma. Cuando me observaba me quedaba tranquilo, no pensaba en nada, era capaz de dejar la mente en blanco. Y era impensable, que en cualquier otra situación fuese capaz de hacer algo así.
Consumido por la desidia y el pesar me he convertido en la sombra de lo que era.
Un saco de huesos amarillento en completo declive.
Descalzo y semidesnudo bajé las escaleras de frío mármol de dos en dos.
Algo había ahí fuera. Algo me había llamado con una fuerza atronadora.
Fuese lo que fuese, necesitaba que acabase con mi sufrimiento cuanto antes.
Corrí de nuevo con el asfalto desgarrándome la piel de los talones con brutalidad.
Dejaba un rastro de sangre caliente a mi paso.
Al girar la manzana, ante mi encontré al respuesta.
Una figura apoteósica se erguía sobre sus pies de cabra y clavaba su mirada roja en mis pupilas abrasadas.
Su cuerpo rosado estaba cubierto de pelo negro asemejando a una criatura semihumana. Las garras negras sobresalían de sus nudillos como si le hubiesen atravesado la carne.
Supe que debía acabar con él de inmediato. Librar al mundo de tan horrible existencia.
Más líbranos del mal, amén.
Y con toda la fuerza del miedo me lancé sobre él cual pantera.
Y cual pantera mordí.
Hundí mis desgastados dientes en su carne putrefacta y rosada, conteniendo las nauseas cuando la sangre caliente brotó de su cuello.
Aún así trague el líquido elemento y sentí inmediatamente su poder.
Produjo un chillido que desgarró el silencio antes de derrumbarse en el suelo pesadamente.
Mordí sin piedad en toda la superficie de su espantoso cuerpo como un animal. Desgarrando a mí presa aquí y allá. Desangrándola como a un cochino.
Las primeras luces del alba me hicieron despertarme de mi trance, de mi fuerza anormal, del poder que el bien me había otorgado.
Me levanté resoplando como un caballo y limpiándome la sangre con el dorso de la mano.
El miedo me paralizó cuando contemplé lo que quedaba de mi víctima.
En el suelo sin vida y mutilado, yacía el cadáver de la camarera.
Nuria García Barbé (Oviedo, Asturias)
Como venidos de otro mundo, diminutos puntos negros me recorrían las manos.
Permanecí inmóvil, durante al menos cinco minutos, contemplándolas expectante y dispuesto a arrancarme la piel si fuese necesario.
Al cabo de unos segundos cesa y puedo sentirme más tranquilo.
El insistente zumbido que siento en el oído izquierdo varias veces al día también reduce su intensidad.
Hay determinados momentos en los que creo que acabaré por enloquecer.
Los ataques pueden darme en cualquier parte. En el baño, en la cocina, bajando por las escaleras que me conducen al mundo exterior, en el supermercado o en el trabajo al que pos suerte ya no acudiría más.
Porque cuando me sucedía en el trabajo era otra cosa. Allí todos me conocían más o menos, o al menos creían conocerme. Resultaba imposible pasar desapercibido. No era como estar ante los estantes de fruta en un gran supermercado. Nadie tenía por qué fijarse necesariamente en un tipo delgaducho que tiene toda su atención completamente centrada en las sandías. Podía tratarse de un tipo al que simplemente le gustaba contemplar la fruta antes de poder escoger la pieza perfecta.
Pero allí, en mi puesto de trabajo de la empresa de seguros, era otra cosa. No podía quedarme paralizado mirando al vacío cuando estaba hablando con un cliente. No podía permanecer de pie ante la máquina del café mientras algún compañero me hablaba sobre temas triviales como sí a mi alguna vez me hubiesen interesado lo mas mínimo. No podía permanecer más de lo debido en los pasos de cebra mientras que, como buen ciudadano que siempre he sido, dejo a una señora mayor con su carro de la compra cruzar la calle a paso tortuga.
Había determinadas cosas que nunca se podían hacer en un lugar como el que habitamos los humanos. No a la vista de otros, no ante el escrutinio de miradas indiscretas. Había cosas que no quedaba más remedio que llevar en la más absoluta intimidad.
Por eso no tuve más remedio que fingir una tremenda depresión para poder permanecer el mayor tiempo posible en casa. Al menos, mientras fuese de día.
Aunque no sabía con certeza hasta que punto esa depresión era fingida o no. Tal vez, llegue a sentirla de forma tan real que acabo por manifestarse. Porque lo cierto es, que desde que empecé a caminar cabizbajo por los pasillos de las oficinas, a dejar de comer y a dejar de hablar, lo sentí como una manifestación de mi cuerpo. En realidad, no tenía ganas de hablar, ni de comer, no quería ser nadie. Me llegó a molestar incluso que alguien se atreviese a dirigirme la palabra. Las voces humanas me llegaban extrañamente retardadas, como venidas de otro mundo, de criaturas extraterrestres que me eran completamente desconocidas. Otros que no eran yo. Seres odiosos y blasfemos, con sus voces de serpiente y su curiosidad.
Comencé a despreciar todo lo que me rodeaba. Comencé a convertirme en un extraño incluso para mí mismo. A no disfrutar con nada, a no ser capaz de llenar mi alma con nada perteneciente a este mundo. A necesitar mucho más que todo lo que las trivialidades de la vida podrían llegar a ofrecerme. Me convertí en el insaciable, en el perturbado, en el completo desconocido.
La camarera se apoya en la barra del bar exhausta mirando la hora. Absorta en sus pensamientos, en sus preocupaciones. El hijo que no llegaba a casa a la hora, las facturas que no podía pagar, su precioso gato enfermo…
Siempre me había llamado la atención aquella hermosa mujer de negros y profundos ojos. Había algo melancólico en su mirada, era vieja y joven a la vez. Parecía haber sido arrancada del tiempo.
En alguna ocasión la había seguido hasta su casa al amanecer.
Me escondía detrás del contenedor de basura enfrente de la cafetería y la seguía como un gato en celo.
Era la única mujer sobre la tierra a la que no me habría importado poseer.
Deseaba besarla. Deseaba besar su cuello.
Vivía a unos diez minutos de la cafetería, en un bloque de edificios bastante viejos y corrompidos por el paso del tiempo.
Lo cierto es que el barrio no era precisamente de gente adinerada sino más bien todo lo contrario. Estaba seguro de que en la mayor parte de aquellos pequeños pisos vivía la peor gente de la ciudad.
Estaba obsesionado con ella desde hacía ya algún tiempo.
Dese la primera vez que la vi. Una de aquellas primeras noches en las que empecé a no poder dormir demasiado bien, divisé una de las pocas cafeterías que había abiertas desde el otro lado de la calle. Tan iluminada, con su enorme cartel en colores chillones.
Nunca había demasiada gente. Algún otro hombre solitario como yo y de vez en cuando prostitutas que pasaban a tomar un bocado después del trabajo.
Y siempre aquella camarera. Trabajando de noche sin poder apenas ver a su hijo.
No tenía otra forma de ganarse la vida, era lo único que sabía hacer.
A su edad ya nadie quería contratarla en otros bares. No tenía más remedio que permanecer en aquel. Por eso su jefe se había aprovechado y le había cambiado al turno de noche hacía unos cuantos años. No pudo negarse, no le dejó ninguna opción.
Me parecía de una tremenda crueldad haberle hecho aquello. El ser humano algunas veces es despreciable.
A veces me descubría a mi mismo pensado en ella de forma lasciva.
No podía evitarlo. Como si se me hubiese metido en la cabeza.
Nunca me atreví a hablar con ella. Pero un tipo solitario como yo que también acudía cada noche a aquel bar, sí hablaba con ella. Procuraba sentarme cerca y no me perdía ni una palabra de sus conversaciones. Hablaban de la vida, de sus problemas. Dos desgraciados que se habían hecho amigos en un bar sucio y destartalado.
El tipo fumaba un cigarrillo tras otro mientras le hablaba de su esposa, y de su hijo homosexual del cuál no quería saber nada.
Aquella noche había permanecido solo un rato charlando con ella pues tenía que ir al hospital.
Al parecer su mujer había tenido una embolia. Pero el pasó primero por el bar a pedirle consejo a aquella dulce camarera. Parecía su confesor.
No sé muy bien porque demonios tenía que pedirle consejo en un tema como aquel. Pero estaban tremendamente separados de forma emocional y aquel tipo no tenía ni idea de cómo comportarse.
Había amado a una mujer una vez, pero de eso hacía ya mucho tiempo.
Después de haber estado con ella, no me había vuelto a interesar por ninguna otra. Como sí a ella se lo hubiese dado todo, como sí dentro de mí ya no hubiese quedado nada más que ofrecer, nada más que alguien pudiese querer.
Era tan despreciable para mi mismo, que de ningún modo podría quererme nadie.
Al tener esa idea tan arraigada dentro de mí, al igual que con la depresión, acabó formado parte de dí de forma inevitable.
Rompiendo el silencio logré penetrar en su mente.
Para ella, fue un chillido desgarrador que le hizo salir de su ensimismamiento. Para mi fue muy sencillo, solo tuve que alzar la voz. Nunca antes lo había hecho. Nunca me había atrevido a defenderme. Era el sumiso, dejaba que me dominase. Que fuese ella la que tomase todas y cada una de las decisiones. Me había convertido en el débil, en un patético instrumento. Hasta que me cansé.
Me miró asombrada, con esa cara de tonta que ponía cuando no sabía que decir.
Entonces la anhelaba. La idolatraba como a una diosa griega.
Pero fue una situación que logró acabar con mi paciencia, la cual siempre había sido prácticamente infinita. Tal vez acabé por darme cuenta, de que si no salía cuanto antes de aquella situación en la que yo solo me había metido, acabaría por convertirme en un objeto y por tanto, ya no lograría salir nunca.
Solo alzar la voz, eso fue todo.
Me miró fijamente durante unos segundos, lo suficiente para helarme la sangre. Luego se dio la vuelta y se fue. Ahí me quedé, con todo y con nada. La voz se me apagó y desde entonces, creo que nunca llegué a recobrarla del todo. Pero a ella le dio igual; eso fue lo más doloroso de todo.
Cuanta ironía.
Mala hierba nunca muere mientras la belleza se marchita.
Pero no hizo nada por confortarme; me dio por perdida. ¿Qué motivos le di para creerlo? ¿Por qué pensó que estaba perdido? Entonces era cuando aún estaba allí. ¿Qué fue lo que cambió tan radicalmente? Se alejó de mí emocionalmente como de la peste. No quiso entender que aún no estaba roto.
Me hacía sentirme como un enfermo. Frío como el mármol. Incapaz de pronunciar palabra cuando clavaba sus pupilas grises en las mías.
Nunca me amó. Solo me utilizaba.
Me veía de forma muy distinta a como yo la veía a ella. Me miraba como se mira a quien ha perdido la razón por la locura.
El odio no es más que un lastre. Unas cadenas del lado oscuro soldadas a nuestras muñecas.
Temo a una jaula más que al dolor y a la muerte. Temo que la frustración que me causa el abandono me encierre en un círculo vicioso del que no pueda salir. Me irá quitando la vida más lentamente que cualquier veneno.
De nuevo, esta triste jaula se queda en silencio. Con cada recuerdo, con cada día que pasa.
Me despedí de ella, eso es cierto, pero lo hice a mi manera.
Aquella tarde miró hacia arriba, hacia donde yo estaba, como sí supiese que estaría allí observándola. Pero ella no podía verme porque yo estaba escondido entre las sombras.
Su pelo negro se agitaba mientras atravesaba el gran patio de piedra donde nos conocimos.
Supe que no volvería a verla, y eso me partió el alma. Pero esa fue mi decisión. Me quedé solo, como el decorado de un escenario vacío. A veces es necesario tomar decisiones trágicas. Una tragicomedia, en eso se había convertido mi vida.
Me costó años aceptar que aquella a la que yo tanto amaba, me había estaba robando la vida. Su maltrato estaba eclipsando mi mente y anulando mis sentidos. Mi dependencia insaciable se estaba convirtiendo en un veneno tóxico. Cundo tomé mi decisión, juré no echarme atrás. No hacer caso a sus divinas palabras. No estremecerme ante el contacto de su joven cuerpo.
Dormía a mi lado cuando lo decidí. Hubiese sido más fácil seguir como estábamos…sobretodo para ella.
Se que ella pensaba que no podían herirme sus palabras, pero lo hacían. Las palabras por sí solas no son nada, pero ella les daba un poder devastador. Pensaría que estaría ahí a su lado, como siempre. Soportando su indiferencia, fingiendo que no pasaba nada, fingiendo que no echaba de menos aquella felicidad que tanto nos había unido al principio el maravilloso día en que nos conocimos.
Nunca fui capaz de comprender como había sido posible que nuestras vidas cambiasen de esa forma tan drástica. Fue prácticamente de la noche a la mañana, sin que se produjese ningún acontecimiento puntal.
Nunca dejé de echarla de menos, ni olvidé su olor, ni su tacto.
Aún así, cada mañana cuando me levantaba solo y triste no hacía más que repetirme a mi mismo, que ese sentimiento adictivo algún día acabaría por desaparecer.
Hasta que finalmente el dolor desapareció. Y fue entonces cuando ya no me quedó nada.
La camarera no se percató que en un momento dado, me levanté de la alta butaca a la que hacía unos momentos parecía fusionado.
Me fui sin pagar el café negro sin apenas ser consciente de ello, pues temía que bichos infectos pudiesen empezar a brotar de la carne de mis manos si me atrevía a moverlas.
Salía a paso ligero alejándome de las miradas de los pocos transeúntes que aún merodeaban por las húmedas calles oscuras.
Y cuando estuve seguro de estar lejos de toda alma humana eche a correr.
Corrí para evitar que me alcanzase el diablo. Pues si me paraba un momento, podía penetrar en mi cuerpo como había hecho otras veces y obligarme a cometer los más terribles actos.
Como un poseso busqué la Iglesia más cercana, temiendo quedarme sin aliento. Temiendo que llegase un momento en que mi anciano cuerpo dijese “¡basta! ¡Esto es todo lo que voy a ofrecerte!”; que mi corazón se detuviese y acabase todo en un suspiro, sin más dolor, pero quedando expuesto a merced de las alimañas.
Que ese horror que se desliza como una serpiente encontrase morada en mi cuerpo marchito.
Absorbiese mi pureza humana y me convirtiese en su instrumento.
Así que mientras corría, dejaba que esas ideas inundasen mi mente y así me llenaba de energía. La energía que te da el miedo a lo desconocido. El miedo a un horror cósmico que pulula entre los vivos acechando a toda alma perturbada.
Y a mí, como hombre débil y demente, me acosaba más aún. Pues sabía que me quedaba poco tiempo, que me faltaba poco para fracasar.
Me vigilaba como halcón a su presa. Y esa presa no podía cometer ni un solo error.
Perdone me padre, por qué he pecado. He blasfemado, he tomado el nombre de Dios en vano. He sentido la llamada del abismo. En momentos de debilidad, he cedido a las exigencias del mal.
Hijo mío, el Demonio no se atreverá a entrar en ti. Eres un buen católico, Dios te protegerá allá dónde vayas.
Me temo que el Demonio me encontró antes que él, padre.
Pero de camino a mi casa, ya más calmado y sintiéndome protegido por una sombra blanca, sentí de nuevo ese horrible cosquilleo en las manos.
Transcurrieron los días sin tener nuevas noticias del cosmos.
Aún así no estaba tranquilo.
Preferí permanecer en casa porque siempre es donde mejor comunicación puedo establecer con el altísimo.
Hacía tiempo que había tapado todas las ventanas con cinta aislante para que la luz no pudiese entrar a raudales. Solamente dejaba algunos pequeños espacios para saber cuando había anochecido.
Desde que el médico me dio la baja por mí supuesta depresión recurrente, había tirado por la ventana todos los relojes que había en mi casa. No quería saber nada del tiempo. Al menos con el anochecer y el amanecer no lo sentía de forma tan evidente. Se intuían simplemente las horas que habían pasado. Pero no era comprable al horror de ver moverse las agujas con sus inagotables giros.
Solo de pensarlo me entraban náuseas.
Con las maravillas de la tecnología podía permitirme permanecer en casa.
Lo único que me molestaba de mi ordenador, era el pequeño reloj de la parte inferior derecha. Pero también lo había tapado con cinta aislante.
Ojala pudiese cubrir todo lo que no me gusta con cinta aislante. Pero la vida no podía de ningún modo ser tan sencilla.
Al menos tenía la opción de quedarme en casa y poder así tranquilizarme y aguardar las órdenes indicadas para por fin lograr liberarme.
Estaba seguro de que ya no podía faltar mucho para que todo terminase.
No sabía si sería capaz de retomar mi vida donde la dejé. Pero siempre me quedaba lo opción de mantenerme oculto para siempre. No tenía ninguna necesidad de salir al exterior. En casa tenía todo lo que pudiese hacerme falta. Y sí algo no había en algún momento determinado, no tenía más que teclear algunas cosas y alguien vendría a traérmelo.
La tecnología moderna era el octavo arte, de eso no me cabía ninguna duda.
Lo que de verdad me llegaron a preocupar, fueron mis visitas nocturnas.
Venía a visitarme en mis sueños, en las noches más frías y eternas de que aquel invierno que parecía no acabarse nunca.
Aparecía como un reflejo dorado a los pies de mi cama que con solo una mirada de sus ojos bronce me hacía olvidar hasta mi nombre. Como una sombra del más allá se difuminaba en un abrir y cerrar de ojos del mismo modo que aparecía.
A veces, si me concentraba y lograba escapar unos segundos del torbellino de su mirada, la sombra permanecía más tiempo a mi lado inundándome de una extraña sensación del calor antinatural.
Y como si pudiese escuchar mis más profundos pensamientos, se inclinaba sobre los pies de mi cama y me acariciaba suavemente la cara con sus largos dedos de fuego.
Era una experiencia cósmica, extrasensoria, como procedente de un lugar tan lejano que las sensaciones se vuelven del revés.
Nada más que absorto en mis más delirantes pensamientos, navegando entre sábanas de seda en las que surgían sus manos como veneradas islas del tesoro. Y solo a veces, cuando lograba entrar en los sueños más profundos e inconscientes, aparecía él.
De forma extraña me sentía despierto, pero no podía mover ni un músculo. En parte resultaba muy frustrante, porque lo que más anisaba, era poder estirar la mano y rozar su rostro de oro.
Pero no podía, sentía como una fuerza invisible me mantenía atado a la cama y me atenazaba la garganta para que no pudiese pronunciar ni un sonido.
Solo me dejaba abrir los ojos y contemplar su hermosura cuando aquella criatura se dignaba a hacerme una visita divina.
Temblaba de pies a cabeza, teniendo espasmos epilépticos en la cama que era el mayor movimiento que podía hacer, cuando el me tocaba inundándome de una serie de sensaciones contradictorias tan insoportables como anheladas.
Tal vez fue entonces cuando deje de vivir para poder pensar en él. Quería ser su servidor. Quería que me hincase qué era lo que debía hacer, cuales eran sus órdenes para ser cumplidas sobre la tierra.
Dejé de disfrutar de todo lo que antes me gustaba. La comida perdió el sabor, la ropa perdió su suavidad, las duchas perdieron su calor.
Me volví un muerto en vida, un autómata, un zombi que se despertaba por las noches deseando ver aquel espíritu dorado y lascivo inclinarse sobre él. Pero era precisamente aquellas terribles noches en las que me constaba conciliar el sueño cuando aquella criatura mística no se dignaba a aparecer.
Odiando el amanecer cuando llegaba de forma inevitable y él no había aparecido.
Me había traicionado y no me había visitado aquella triste noche.
Y en una ocasión, tuve el sueño más revelador de toda mi vida.
No podría afirmar con seguridad en que momento inicié ese viaje.
Es posible que todo empezase cuando traté de imaginarme como sucederían las cosas desde el otro lado, desde el lado de la muerte.
Desperté en un lugar oscuro, como sí estuviese en un pozo sin fondo.
Traté de orientarme, de poder tocar algo a mí alrededor.
La oscuridad resultaba asfixiante.
El silencio era tal que me provoca una angustia indescriptible. Se metía dentro de mi e inundaba mis órganos, mis venas…todo lo que siempre he sabido que era mío.
Al fin logré tocar la pared de ladrillo, de frío inquebrantable, como él más pútrido de los silencios.
Pude caminar, aunque descalzo, mientras el afilando suelo desgarra mi carne.
Me mordía con fuerza los labios para evitar que los gritos saliesen de mi boca por aquel dolor insoportable.
Avanzo famélico como un autómata.
He superado el umbral de miedo.
Podría haber presenciado el más enloquecedor de lo horrores y aún así, no podría haber sentido más temor del que sentí entonces.
Estuve y lo estoy desde entonces, por encima de lo humanamente posible.
Al fin llegué a un pasillo iluminado por una tenue luz blanca que parecía formar parte de la propia tierra.
Me sentí completamente incapaz de separar mis manos de la pared, a pesar de que por primera vez desde hacía un buen rato, era capaz de distinguir con total claridad lo que tenía delante.
Como sí de una fuerza hipnótica se tratase, me hacía creer que podrá guiarme al lugar donde se me ha enviado. Corría algo de brisa y mis pantalones blancos del pijama ondeaban a la altura de mis pies, ahora ensangrentados por culpa del rocoso suelo.
Distinguía el curioso y fuerte olor de mi propia sangre. Ese olor tan característico que la hace inconfundible.
Poco a poco, mis sentidos fueron agudizándosele de forma extraordinaria; podía oler también la piedra, la roca y el agua.
Hasta que al final, fui capaz de distinguir un sonido claro y constante. Me repetí interiormente a mi mismo que era imposible, que no podía ser; pero es inconfundible: el sonido de un reloj.
El sonido monótono que no puedo soportar por las noches, que viene como martillazos desde todas las esquinas de la casa, entonces me pareció el canto de un ángel.
Es algo que un humano de nuestra época conoce bien, pues no es lo habitual llegar a conocer la oscuridad absoluta, ni el asilamiento absoluto, ni el silencio absoluto…
Al fin el pasillo por fin acabó, y me encontré en una estancia elíptica e iluminada por la misma luz fantasmal.
No fui capaz por mucho que lo intenté de mirar atrás, pues mi mente había quedado de lleno sumergida en el magnífico reloj de cuco que tenía delante. Es lo más hermoso que había visto en mi vida. Sus trazados eran perfectos, la madera brillaba perfectamente pulida, y el péndulo dorado flotaba de un lado a otro como los latidos de un corazón. Mis sentidos entonces se colapsaron y volví a aislarme en mi mismo como al principio de aquel extrañísimo suelo. El intenso miedo siempre resurge.
Lentamente el péndulo de oro comienza a detenerse dentro del alma del reloj. Entonces floté, y puede verme ahí abajo, paralizado frente al reloj. Como si mi alma cansada hubiese decidido con su propia voluntad salir por fin de mi cuerpo y lograr la independencia que ansiaba.
Entonces comprendí que fui yo, el que en un momento dado había rotor aquella estructura perfecta. La desencaje, hice que sus partes no pudiesen unirse para funcionar.
Por tanto, a pesar de obtener a cambio otros privilegios, perdí el derecho a seguir en este mundo. Tendré que ir, desplazándome poco a poco y con las órdenes del más allá, a la otra orilla, esa que tanto me ha llamado la atención: donde van todos los relojes rotos. Porque desee verlo todo desde el otro lado, desde el lado de la muerte. Y una vez que la ves, deja de impresionarte. Se torna trivial, algo inevitable. La vida efímera se hace cada vez más evidente.
Por ello dejé de utilizar la noche para dormir y la utilicé para estar atento y esperar.
Dejé de llevar la vida que llevaban los demás, la que llevaba antes de mi revelación, de que todo empezase.
Después de haber traspasado el límite de todas las cosas, haber llegado al extremo absoluto del placer y del odio, lo cotidiano resulta insípido y aburrido. Solo aquel que ha contemplado lo extraordinario, puede burlarse de lo meramente terrenal. Existen poderes ocultos para muchos insospechados. Detrás de cada esquina, puede esconderse lo inimaginable.
Descubrí demasiado tarde que buscar lo absoluto era un gran error. He visto la cara de la muerte y me he echado a reír. He contemplado horrores fantasmales que han hecho que algo reventase dentro de mi cabeza. Ahora lo se, ahora entiendo la locura; querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre.
Yo nunca hablo solo, porque nunca estoy solo. Mi espectro de visión se ha ensanchado y distingo las suaves formas de los espíritus. Sus voces son dulces, están rodeados de aureolas místicas. Lo único que me duele es no poder tocarles.
Los demás humanos están sumidos en la más profunda ignorancia. No lo creerán hasta que ellos también puedan verlo. Pero entonces será tarde, porque perderán el juicio y nadie cree a un loco.
Es indescriptible la sensación de poder que me embarga. “Delirios de grandeza” lo llaman. La euforia que me calienta el alma es tal que sino pudiese expresarla moriría. Me abrasaría por dentro y me convertiría en un catatónico.
Cuando era niño, mi madre siempre me decía que sería capaz de todo. Lo que otros piensen no importa; uno tiene que tener fe en sí mismo aún cuando todas las circunstancias sean adversas. Sí uno es fuerte, puede crear dentro de sí una fortaleza tan grande que nadie jamás podrá echarla abajo.
El mayor punto débil de un ser humano es no tener fe en sí mismo. Por ello inicié mi viaje a lo más profundo de las entrañas del mundo. Encontré más de lo cabría esperar. Recorrí senderos ocultos y conocí criaturas del mundo antiguo. Aquellos que aún no eran humanos, pero que poseen conocimientos más grandiosos de los que nosotros alcanzaremos jamás. Trataron de compartir conmigo su ciencia. Aprender una pequeña parte de lo que ellos sabía fue suficiente para convertirme en un sabio.
Hice un viaje cósmico sin la necesidad de salir de mi humilde morada. Solo necesité el poder de mi mente, solo necesité que él creyese en mí y me permitiese realizar el viaje de mi revelación.
La única razón por la que podría considerar mi aventura un error, es porque los vivos me van a abandonar. Nadie me creerá jamás, nadie podrá compartir esta maravillosa experiencia conmigo. Pues había conocido los extremos, la finalidad de las cosas. Ahora la verdad no estaba para mí flotando en el espacio vacío en un silencio impenetrable, sino que cuando quisiese podía atraparla con las manos.
En las calles oscuras se respiraba un aire putrefacto y contaminado.
Como buena criatura de la noche, solo salía tras el crepúsculo, el momento más seguro. A veces más entrada la noche, otras de madrugada, pero nunca de día.
En pleno día es más sencillo que te encuentren las sombras.
Tras meses de baja laboral, mi una preocupación era protegerme de los que se esconden. Deambular por las calles en plena noche buscando al foco de mis delirios, al príncipe oscuro al que todas las bestias aladas siguen.
Pero no le encontraba. Y cuanto más tiempo pasaba, más me impacientaba.
Suplicaba a Dios para que acabase con aquella locura, con aquellas ensoñaciones macabras, con las voces de mi cabeza gritándome cosas sin sentido, con las visiones, con los calambres de mi cuerpo.
Ni con la ventana abierta logré dormir.
El sol se había ocultado hacía horas.
Extrañas sombras se dibujaban en el techo como tétricas lucubraciones. La brisa nocturna parecía envenenada.
Un miedo terrible me recorrió la espina dorsal encogiéndome como un feto en plena gestación.
Los ojos me ardían como si el sol los hubiese abrasado.
Sentía pinchazos en cada músculo de mi cuerpo obligándome a retorcerme en posturas imposibles tratando de mitigar el dolor.
Pero lo peor, era la lengua. La hinchada y pesada lengua oprimida en la boca a punto de estallar. Me costaba trabajo respirar, me costaba trabajo pensar.
Influido por una fuerza externa me levanté de la cama apartando las mantas con violencia.
Me había despertado con la sed insaciable de los vampiros.
El espejo me devuelve la mirada de un ser marchito y deformado. Hay agujeros donde debería haber carne. Hay tonos amarillentos allí donde debería estar rosado.
Mi espalda se curva cada vez más por culpa del peso que ha de soportar.
Las rodillas me tiemblan débiles y estropeadas. Los nudillos con marcas profundas de dientes dejadas al tratar de calmar mis ansias.
Me quedé impresionado la primera vez que contemplé mi imagen en un espejo. Hacía ya algunas semanas que no lo hacía.
Como tantas otras cosas, los espejos me resultaban bastante desagradables. Solo tenía uno en toda la casa que estaba formando parte de la puerta de un armario Estaba en una de las habitaciones a las cuales no solía entrar pues solo había trastos.
Pero no se muy bien porque, en aquella ocasión decidía hacerlo. Entré sin pensar y me quedé denudo plantado ante el espejo sorprendido de mí mismo.
La piel de los brazos hecha jirones cuelga de los huesos como sábana vieja. Recordándome cada vez que me contemplo a mi mismo cómo es posible que puedan soportarme la mirada los demás. Como no apartan la vista ante mi presencia fantasmal.
Dese aquella vez que me vi en el espejo después de tanto tiempo sin hacerlo, tuve que repetirlo varias veces al día. Me quedaba ensimismado conmigo mismo, con aquella imagen que me devolvía el espejo. Puede que pasase horas ante él.
Y no alcanzaba a comprender por que, pues era un ser deforme, era un feto, un esqueleto infecto. Pero me resultaba de algún modo como una especie de droga que lograba apaciguar mi alma. Cuando me observaba me quedaba tranquilo, no pensaba en nada, era capaz de dejar la mente en blanco. Y era impensable, que en cualquier otra situación fuese capaz de hacer algo así.
Consumido por la desidia y el pesar me he convertido en la sombra de lo que era.
Un saco de huesos amarillento en completo declive.
Descalzo y semidesnudo bajé las escaleras de frío mármol de dos en dos.
Algo había ahí fuera. Algo me había llamado con una fuerza atronadora.
Fuese lo que fuese, necesitaba que acabase con mi sufrimiento cuanto antes.
Corrí de nuevo con el asfalto desgarrándome la piel de los talones con brutalidad.
Dejaba un rastro de sangre caliente a mi paso.
Al girar la manzana, ante mi encontré al respuesta.
Una figura apoteósica se erguía sobre sus pies de cabra y clavaba su mirada roja en mis pupilas abrasadas.
Su cuerpo rosado estaba cubierto de pelo negro asemejando a una criatura semihumana. Las garras negras sobresalían de sus nudillos como si le hubiesen atravesado la carne.
Supe que debía acabar con él de inmediato. Librar al mundo de tan horrible existencia.
Más líbranos del mal, amén.
Y con toda la fuerza del miedo me lancé sobre él cual pantera.
Y cual pantera mordí.
Hundí mis desgastados dientes en su carne putrefacta y rosada, conteniendo las nauseas cuando la sangre caliente brotó de su cuello.
Aún así trague el líquido elemento y sentí inmediatamente su poder.
Produjo un chillido que desgarró el silencio antes de derrumbarse en el suelo pesadamente.
Mordí sin piedad en toda la superficie de su espantoso cuerpo como un animal. Desgarrando a mí presa aquí y allá. Desangrándola como a un cochino.
Las primeras luces del alba me hicieron despertarme de mi trance, de mi fuerza anormal, del poder que el bien me había otorgado.
Me levanté resoplando como un caballo y limpiándome la sangre con el dorso de la mano.
El miedo me paralizó cuando contemplé lo que quedaba de mi víctima.
En el suelo sin vida y mutilado, yacía el cadáver de la camarera.
Nuria García Barbé (Oviedo, Asturias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario