jueves, 28 de enero de 2010

Una escopeta

No salgas, paloma, al campo,
mira que soy cazador…
Federico Gª Lorca.


Son las seis de la mañana de un plomizo domingo de noviembre manchego. Manuel, un chaval de catorce años, se está vistiendo para ir de caza. Él, daría su nuevo móvil con tal de poder acudir hoy a misa, observar de lejos a esa chica de pelo rubio, cuchichear con su amigo Sergio sobre que niña de toda la iglesia está más buena, reír sin poder aguantarse hasta que, al final, el cura los eche a la calle…Pero la realidad se impone, se va de caza.

-A mi no me gustan las armas; las armas matan.- piensa Manuel. Mientras tanto se va poniendo los calcetines de jaspeada lana gris prestados por “el cazador”. Después vienen las botas marrón chocolate de fuerte tela y fuerte suela. Todo fuerte y obligatorio.

El “cazador” frunce el ceño al ver aparecer al chaval que, al verle así, empieza a temblar. Él ya le conoce. El hombre dice con cara de desprecio -¡Sube al coche, anda! ¡Has tardado cinco minutos más de la cuenta, siempre igual! ¡Eres un desastre completo!-. Manuel calla.
Durante el trayecto, “el cazador” argumenta a favor de la caza -El hombre caza debido a sus genes, a la herencia del instinto cazador del hombre prehistórico. Por eso, el hombre necesita cazar. En las mujeres no ocurre lo mismo, nunca han cazado y deben ocuparse de cuidar a los hijos.
Manuel piensa que siempre existe una manera de justificarse cuando se realiza un acto que, en el fondo, se sabe que no tiene mucho sentido.
-Eso no puede ser- dice Manuel con mucho miedo a tener un lío - yo soy chico y no me gusta cazar. Además, si eso es así, deberíamos vivir en cuevas y hacer fuego con una piedra dura y un palo de madera.
- ¡Tonterías, mira que eres burro! ¡Qué mala es la incultura! ¡Para tu conocimiento, la caza es un deporte! Por otro lado, ¡qué sabrás tu lo que te gusta o no te gusta si eres un mocoso! ¡Y que cuevas ni que cuevas, para eso hemos evolucionado!- le responde en tono despectivo. El chico se siente muy dolido por la dura contestación y decide no hablar más. Experimenta en sus propias carnes que, cuando se da nuestra opinión y no concuerda con la que tiene el de al lado, algunas personas usan la rigidez y la descalificación para hundir al otro. En una palabra, no saben o no quieren dialogar.
Manuel tiene un temperamento fuerte y siempre le dice “al cazador” que no quiere ni pensar en matar a un animal, que no tiene valor para hacerlo. Pero parece como si “el cazador” estuviera sordo… ¿Por qué algunas personas quieren que a los demás les guste lo mismo que a ellos, y si no es así le hacen la vida imposible?
“El cazador” dice que están llegando. El chico pone la nariz en el cristal y mira afuera. El paisaje es precioso y tranquilo, una extensa llanura lo llena todo. Hay rastrojos de trigo, de cebada y monte bajo. Algunas aves traspasan suavemente el cielo.
- ¡Que sitio tan bonito!- exclama Manuel. “El cazador” no escucha sus palabras, nada le importan. Su desprecio hacia él es claro, y eso duele mucho.
En lugar de contestar al chico, frotándose las manos, ha dicho: ¡Madre mía si tiene que haber caza aquí! Nos vamos a poner las botas.
Acto seguido, mira al chico con asco y le grita roncamente - ¡Sal del coche, hombre! ¡Mira que eres lento! A Manuel se le pone un nudo en la garganta y tiene miedo de estar con este hombre. No entiende porqué se comporta así con él y le caen varias lágrimas. Menos mal que el perro, un español bretón, se acerca contento de vez en cuando y le presta su morrillo cariñoso.
Aún así tratado, Manuel se repone y aguanta estoico. Una cosa tiene muy, pero que muy clara: no quiere ir más de caza con la dichosa escopeta ideada para matar. Pero cualquiera contradice hoy “al cazador” con esa canana llena de cartuchos de colores, la mayoría rojos.
“El cazador” le pasa al chico una escopeta, una Ugartechea, y según le dice es excepcional. - ¡Pesa como un muerto! - piensa Manuel.
- ¡Venga, fuera la funda!- ordena “el cazador”.
- ¡Pero si me la acabas de dar! – replica Manuel.
- ¡Calla chaval, no empieces que te…! – contesta el hombre en tono amenazador.
Manuel recuerda su promesa de no hablar más. No quiere ni pensar en todo lo que sería capaz de hacerle o decirle “al cazador” en este mismo momento. Se asusta de sus propias ideas... Así podría eliminar toda la agresividad acumulada.
Comienzan a andar, “el cazador” va delante. El gatillo, la placa y los cañones de la escopeta de Manuel están helados; igual que sus manos y sus pies. Se pregunta para qué sirven los dichosos calcetines de lana... Llevan andando rato y rato: las piedras se le clavan al chaval en los pies, las zarzas le arañan las piernas y todo el rato con el arma a cuestas. La escopeta cada vez parece pesar más. “El cazador” le dice que hay que estar atento para ver si el perro se pone de muestra.
De pronto suena un disparo, y poco después el perro trae la presa. El animal cazado, con los ojos abiertos, es una liebre preciosa. Ha dejado su terreno para siempre.
-¿Por qué no has disparado?- le grita desde lejos “el cazador”. Manuel, temeroso de su reacción, contesta que no se había dado cuenta de la carrera de la liebre.
- Pero inútil, ¿no has visto al perro de muestra? ¡En ese mismo momento, hay que colocarse la escopeta para disparar, idiota!-dice “el cazador”. Manuel quiere irse a casa, ya no puede más: ha sido insultado, ignorado, despreciado. Se siente más sólo que nunca en su vida; pero reacciona y piensa: ¡A este hombre no le sale de las pelotas admitir que no quiero disparar un arma, que no quiero ser cazador! ¡No está bien de la cabeza, no puede estar bien! Pero hoy tengo que aguantarme.
Seguimos andando por la interminable llanura manchega una hora más y, por fin, “el cazador” gruñe que paramos para almorzar .Yo no tengo apetito, pero “el cazador” me obliga a comer. Estoy exhausto y me duelen mucho los pies.
“El cazador” me dice que voy a aprender a disparar allí mismo y que no se me ocurra fallar. Me tiembla todo el cuerpo; me tiembla hasta el alma. ”El cazador” coloca un bote de hojalata encima de una peña.
-¡Tienes que perder el miedo a la escopeta! ¡Dispara! ¡Venga!- me ordena “el cazador”.
- ¡No quiero disparar, joder!- le grita el chico.
.- ¡Dispara te he dicho, mariquita!- me responde furioso.
Me doy cuenta que es mejor hacer caso, con él ni a las buenas ni a las malas. Me colocó la culata contra el hombro, apunto y presiono el gatillo. El impacto sobre mi cuerpo es tan grande que desvía la escopeta y el cartucho sale sin control.
“El cazador” yace en el suelo. Su pecho está lleno de sangre. No se mueve. Me acerco y coloco la mano sobre su corazón, no late. El perro da vueltas a su alrededor muy nervioso.
Manuel se sacude tranquilamente la ropa…va quitándose, poco a poco, los restos de zarzas y arbustos... Y piensa con naturalidad - Bueno…un cazador menos -

El chico ya no ha vuelto a ir de caza. ¡Así son las escopetas, matan!

Marisa Villanueva Viguer (Zaragoza)

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