sábado, 30 de enero de 2010

Pascual

Pascual siempre estuvo lleno de vida. Desde su nacimiento en aquel sórdido hospital situado en Burgos, sorprendió a propios y extraños.

Su potente llanto de recién nacido, llamó enormemente la atención de médicos y enfermeras, precisamente, por la fuerza con que se manifestaba.

Y esta fue su tónica general en la vida: la fuerza el ímpetu y el descaró con que la vivía. Pascual, disfrutaba viviendo, de eso no cabía la menor duda.

Disfrutó de una niñez alegre, de una juventud llena de ilusiones, disfrutó de su esposa, de unos hijos leales y de una profesión perseguida desde niño.

Fue un escolar lúcido, dominaba idiomas, tenia nociones de informática, estudió música, viajaba mucho y daba conferencias sobre el medio ambiente.

Su vitalidad, era algo fuera de lo común, también ahora, a sus 80 años de edad.

Le gustaba caminar y sentir en su cara el aire fresco del amanecer. Era un gran lector, le gustaba escribir, publicó una recopilación de versos.

Lo que más llenaba a Pascual, era disfrutar de sus nietos, en especial, de Pablo, el más chiquitín y el que más se parecía a él: inquieto, alegre, vivaz...

Con él, compartía mañanas divertidísimas en las que jugaban en los columpios del parque, enredaban con los Naipes o simplemente hablaban.

Era entonces, cuando pensaba con tristeza, que su nieto preferido, ya era todo un hombre, sus nueve años lo confirmaban.

Aquella mañana llovía y queriendo evitar el tedio del chico en casa, Pascual decidió narrarle un cuento, cogió a Pablo entre sus brazos y dijo:

“Cuenta una leyenda, que hubo una vez un niño que no veía bien, su madre inquieta, le llevó al oculista. Le hicieron pruebas y le pusieron gafas.

El niño no se las quería poner, se sentía incomodo, la gente le miraba extrañada e incluso, le señalaban con el dedo.

Al cabo de un mes, la madre volvió a la consulta pidiendo lentillas, así, su hijo vería, sin la necesidad de llevar un recurso que evidenciara su ceguera.

Así lo hicieron, pero el niño no se las quería poner, decía que le irritaban los ojos. La madre pensaba: ¿vivirá casi ciego por no querer llevarlas?

Un día su hijo llevó a casa una lupa, explicando que con ella veía todo muy bien, incluso aumentado de tamaño, su madre estaba fascinada.

Pablo sintió una curiosidad tremenda por la vida y con la lupa siempre encima, se convirtió en el hombre con mejor vista del planeta:

Veía: palomas y cocodrilos, risas y llantos, luces y sombras, veía desiertos y rascacielos, alegría y desolación, estrellas, desiertos y flores.

Pero al ver absolutamente todo y con tanta minuciosidad, pronto comprendió que el mundo no era justo:

Las palomas vivían en el desierto, los cocodrilos bañaban los ríos, escaseaban las sonrisas, los llantos atraían al pesimismo.

Las sombras espiaban a los crios, los rascacielos eran colosales, la desolación se adueñaba de las estrellas y las flores carecían de olor.

No es justo, decía y sin perdida de tiempo quiso cambiar todo, se le ocurrió regalar lupas a todos los habitantes del planeta.

Cuenta la leyenda que, desde entonces, el planeta tierra rota feliz en el espacio, y lo hace, porque sus habitantes se empeñan en que así sea.

Pablo, con los ojos como platos dijo:

-Abuelito ¿Seguro que hablas de la Tierra?

Pascual, quedó sin palabras. Observaba como la infancia de Pablo, huía poco a poco, sin que pudiera evitarlo y con lágrimas en los ojos exclamó:

-Abrázame Pablo… Abrázame.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

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