jueves, 14 de enero de 2010

Me invitaron a sentarme

Me invitaron a sentarme en su mesa. Vestían colores chillones y tomaban azúcar con té, mientras reían de forma alocada. Se intercambiaban los sitios constantemente.

—¿Por qué hacéis eso? —les pregunté.
—Lo importante es la persona, no el lugar que ocupa —contestaron.

Me sirvieron más azúcar. Estuve sentando un rato con ellos, bebiendo y riendo, pero se hacía tarde.

—Lo siento chicos, pero me tengo que ir —dije mientras me levantaba.
—¿Por qué? —preguntaron.
—Porque es la hora —respondí.

Alguien se levantó y atrasó el reloj dos horas.

—¡Quédate! ¡Quédate!¡Ahora puedes! —gritaron felices.
—Lo siento, he de irme.
—¿Adónde?
—No lo sé, tengo que seguir de frente.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Lo dijeron Ellos, he de continuar, hacia delante.
—¡No!, No les hagas caso. Ellos mienten.
—Lo lamento, debo seguir mi camino —y entre lágrimas me adentré en el bosque.

Cuando llevaba un rato caminando me encontré con una niña. Vestía una capa roja y no dejaba de mirar hacia los lados. Me acerqué hasta ella y le pregunté:

—¿Qué te ocurre pequeña?
—Alguien me está siguiendo. Estoy asustada porque creo que me quiere devorar.
—No te preocupes, yo te acompañaré hasta el final del bosque. Conmigo no te pasará nada.
—¿Estás seguro? –preguntó algo aliviada.
—¡Claro! Ya lo verás.
—Muchas gracias, es que tengo miedo a que alguien de colmillos afilados, venga y me coma.
—Ahora estás a salvo.

Empezamos a andar a través del bosque. Hablé con ella para distraer sus temores, y funcionó. Por lo menos con los suyos, porque a mi no me sirvió de nada. Durante todo el camino sentí una mirada hambrienta clavándose en mi espalda.
Llegamos al final del bosque y nos despedimos.

—¿Hacia dónde vas? —pregunté a la pequeña.
—Continuaré por el camino que bordea el bosque. Nunca me alejo demasiado de aquí. ¿Y tú?
—Yo he de seguir —contesté.
—¿Hacia delante? —preguntó— Si sigues ese camino nunca podrás volver atrás. ¿Lo sabes?
—Lo sé. Pero tengo que hacerlo. Ha sido un placer conocerte, espero volverte a ver en otra ocasión.
—Lo dudo mucho —dijo—, quizás nos veamos, sí, pero de una manera distinta.

Y sin más, se giró y comenzó a andar, balaceando con gracia su capa.
Yo por mi parte, decidí seguir el camino.
Anduve y anduve durante horas, hasta que llegué al final del recorrido. Había un precipicio, junto a él, unos animales cantaban y jugaban. Me acerqué hasta ellos para preguntarles como podía continuar. Al verme, los cuervos dejaron de cantar.

—¿Podemos hacer algo por ti, amigo? —me preguntaron.
—Me gustaría llegar al otro lado del barranco para poder continuar. Pero no sé cómo hacerlo.
—Uhhhhh —respondieron—, eso es difícil, muy difícil. Necesitarás ayuda.
—¿Podéis ayudarme vosotros?
—Los cuervos no pueden, pero yo sí —el que respondió fue un ratoncillo que apareció detrás de la cabeza del elefante—. Puedo ayudarte, pero antes necesito que me digas por qué quieres cruzar al otro lado.
—Porque quiero continuar el camino.
—Ya, pero, ¿por qué quieres continuar? —volvió a preguntar.
—Porque es lo natural, Ellos me lo dijeron —respondí.
—Os pasa lo mismo a todos, nadie se quiere quedar aquí. Sabes que una vez que abandones este lado no podrás volver, ¿verdad?
—Sí, lo sé.

El ratoncillo miró hacia abajo y dijo:

—Dásela.

Entonces el elefante alargó su trompa y del sombrero sacó una pluma que me entregó.

—Esa pluma es mágica —dijo el ratón—. Tienes que acercarte al borde del precipicio y saltar al vacío, pero no te preocupes, no te pasará nada. Cierra los ojos y concéntrate en la pluma que te he dado. Poco a poco notarás como la caída disminuye, y empiezas a levitar. Volando, podrás llegar al otro lado y continuar tu camino.
—Muchas gracias —respondí entusiasmado.
—Es un placer ayudar –dijo, y me hizo una reverencia.

Los cuervos volvieron a silbar y a cantar, mientras yo me dirigía eufórico al acantilado.
Me asomé pero no alcancé a ver nada. La verdad es que estaba aterrado, pero no tenía otra salida. Cerré los ojos, aferré la pluma con las dos manos, y salté. Empecé a caer, pero me concentré en la pluma. Pensé en volar, me imaginé flotando en el aire, agitando mis brazos entre las nubes. El golpe fue tremendo. No conseguía levantar el cuerpo del suelo. Pensé que había muerto. Poco a poco abrí los ojos, y vi como una mujer vestida de sirvienta se acercaba.

—Ya era hora. Todos los invitados le están esperando —dijo mientras me ayudaba a incorporarme.
—La pluma —dije—, la pluma no ha funcionado. Me duele todo.
—El primer golpe siempre viene acompañado de una mentira —dijo, y comenzó a sacudir el polvo de mi traje.

Entramos en un salón de fiestas coronado por una lámpara de araña. Una mesa alargada estaba llena de personas vestidas de etiqueta. Apenas hablaban, casi no se movían, excepto para servirse el té.
La mujer que me recibió me sentó en la silla que presidía la mesa.

—Enseguida empezará el banquete —dijo antes de alejarse.

La música empezó a sonar. Una orquesta tocaba en un improvisado escenario. Todos ellos llevaban uniformes y sombreros negros.

—¿Qué celebramos? —pregunté a la persona que se sentaba a mi lado.
—Hoy es su cumpleaños señor. No me diga que no lo recordaba.
—Pues no —contesté—, lo había olvidado por completo.

Algo empezó a moverse entre mis pies. Levanté el mantel y vi un ratón jugando con mis cordones. Lo ahuyenté, y salió corriendo hacia un rincón. Comenzó a olisquear el trozo de queso de una trampa. Segundos después, escuché un inconfundible chasquido.

El reloj dio las horas, y empezaron a servir la comida por el otro extremo de la mesa. Fue entonces cuando sentí una mirada hambrienta sobre mi espalda. Me giré. Una mujer con un traje largo de color rojo intenso se llevó un micro a la boca, y empezó a cantar. Su voz era dulce y melodiosa. Me pareció tremendamente atractiva. La sonreí, ella me sonrió, y al hacerlo me mostró sus colmillos.

La camarera llegó a mi altura. Terminó de servir al resto de comensales, y a mí me dejó un plato cubierto con una campana de plata. Retiré la campana. Sobre el plato reposaba una oreja de elefante.

Jesús Fornis Vaquero (Madrid)

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