viernes, 15 de enero de 2010

La Santa Compaña

Addenda hallada entre las hojas del diario del difunto Honorio Semprún

Tengo la íntima convicción de que mi final está cercano; a mis habituales y antiguas neurosis, totalmente irracionales y carentes de sentido, se les ha añadido una amenaza mucho más tangible que hace presagiar mi pronta e inevitable desaparición, sin visos de poder eludir.

Como a la inmensa mayoría de los niños, en mi tierna infancia la oscuridad me producía un pánico cerval, aunque con el paso de los años ese miedo comprensible fue disminuyendo y ya en esa débil frontera que separa el final de la adolescencia con el inicio de la madurez, aquellas inquietudes eran una rémora pasada hacía ya mucho.

Ya era un adulto que llevaba una vida normal, como cualquier otro en su sano juicio.


Mas desde aquel alucinante y perturbador momento todo cambió, ya no soy el mismo de antaño. Cuando sucedió, huí despavorido de aquel desolado y tétrico pueblo, al cual me había trasladado no hacía mucho sin saber muy bien por qué y evitando no sabía a quien, volviendo a las acogedoras tierras de mi Baetulonia natal, de la que nunca debí haberme movido.


No fue la única razón de aquella precipitada huida pero sí la más poderosa, aunque sé de todas maneras que es imposible que me esconda por más tiempo, pues aquellos a los que no se puede mirar directamente ni llamar por su nombre, sin la condición inexcusable de perder la vida, te acaban encontrando tarde o temprano.


En resumidas cuentas, se ha acrecentado hasta límites insospechados mi fobia a la oscuridad; en mi casa mantengo las luces encendidas día y noche - de lo que dan fe las abultadas facturas que me llegan cada dos meses, impropias de un hogar solitario como el mío -, y me da miedo incluso dormir, por lo que procuro mantenerme despierto con la ayuda de poderosas drogas; la negrura nocturna y las enervantes pesadillas que la pueblan serían demasiado para mi frágil sistema nervioso.


Me horrorizan las delgadas líneas oscuras que se asoman, amenazantes, en las rendijas de las puertas de mi habitación y los quicios perturbadores de las ventanas que dan al hostil mundo exterior producen en mí un pavor indescriptible.


Incluso en los contados y temerosos instantes en que oso mirar al espacio cuando anochece, siempre desde el interior de los seguros muros de mi apartamento, me causan una profunda conmoción los enloquecedores abismos que se abren entre las titilantes estrellas.


He decidido poner este sombrío testamento por escrito, junto a mi diario es todo lo poco e inquietante que puedo legar al mundo.


No hacía mucho tiempo que me había mudado a aquella casa, situada en un tranquilo pueblo de interior y entre enormes montañas, las cuales lo abrazaban con suaves manos en los soleados días y lo atenazaban con poderosas garras por las noches, tal es la percepción que tenemos durante la luz o la oscuridad.


Estaba situada en un nuevo ensanche de la población y aún eran pocos los vecinos que se habían trasladado, por lo que la tranquilidad era casi completa - ideal para alguien como yo amante de la literatura, incluso aprendiz de literato en las horas ociosas -.


A los pocos días de haberme trasladado, justo en la casa de enfrente comencé a percibir movimiento, por lo que intuí que otro hogar acogía a alguien en su seno. Pensé al principio que era alguna familia con niños pequeños, pues observé que el camión de la mudanza depositaba numerosos y pesados enseres en el suelo, mientras los trabajadores entraban y salían incontables veces en un deambular que parecía no tener fin. Más todo acaba alguna vez y, cuando ya atardecía, escuché el ruido pesado de un motor; al asomarme a la ventana, el furgón desaparecía rumbo a un incierto destino, cuando el suyo era trasladar los sueños e ilusiones de la gente.


No había anochecido aún del todo cuando comprobé sorprendido que todas las luces de la casa de enfrente se hallaban encendidas, derroche que me extrañó, pues era pleno verano y la luz de la luna llena que colgaba su rostro en el incomparable marco pintado de estrellas, era suficiente para no pergeñar tal dispendio lumínico.


Sin pensar más en ello me dispuse a cenar y leer un rato. Del alimento del cuerpo ya me había ocupado y cuando estaba alimentando mi espíritu con un buen libro entre mis manos, súbitamente llamaron al timbre de la puerta y se rompió el misterio y el hechizo del momento.


No esperaba a nadie a aquellas horas y me levanté, algo contrariado, para abrir y ver quien podía ser.


En el umbral se hallaba un hombre alto, de constitución recia y porte varonil; no parecía muy mayor pero un frondoso cabello cano y unos profundos surcos en la frente - secos en aquellos instantes pero sin duda ríos caudalosos cuando por ellos resbalara el sudor o las gotas de lluvia -, decían lo contrario. Se mostraba inquieto y miró un par de veces sobre su hombro en dirección al bosque que se hallaba a continuación de la carretera que llevaba al grupo de casas donde estaba la mía.


- Disculpe que le moleste a estas horas -, me dijo con voz turbada -. Mi nombre es Argemiro y soy su vecino de enfrente; el motivo de mi visita es si podría dejarme un par de casquillos para instalar bombillas y algunas pilas para mi linterna, pues se me han gastado esta misma tarde…


Era una petición en apariencia insignificante pero tras ella había un poso de necesidad imperiosa, pues sus grandes ojos escrutaban mi semblante, esperando que una respuesta afirmativa emanase de mis labios.


- No se preocupe - contesté cortando con el cuchillo de la palabra el velo de mi silencio -, creo que tengo lo que necesita; hace poco que vivo aquí también y en el traslado traje algunas cosas que aún no he utilizado, como las que usted precisamente necesita. Si me disculpa un momento, se las voy a buscar.


Me respondió profundamente agradecido y bajé al trastero; no tardé más de dos minutos pero cuando subí lo encontré dentro del pasillo, con la luz del mismo encendido y la puerta de la calle cerrada por dentro.


- Perdone mi intrusión - habló antes que yo objetara nada -, no quiero que se haga una idea equivocada sobre mí. Venga mañana a visitarme, le prepararé un sabroso plato de mi tierra y le contaré mi triste historia, pues no tengo a nadie a quien se la pueda confiar. Dicho esto cogió los utensilios y se marchó, no sin antes asegurarse que la linterna funcionaba correctamente, pues incluso a la luz de las farolas no la apagó; cerré la puerta y a través de la ventana vi cómo una incierta y alargada fuente de luz se movía hasta la casa de mi excéntrico vecino. Cuando se introdujo en ella se confundió con el mar lumínico que se extendía por doquier: antes de visitarme había dejado también las luces encendidas y, al despertarme a la mañana siguiente, no había habido cambio en tan extraño proceder: permanecían en el mismo estado. Entonces no dudé de su locura.


No obstante, decidí no contrariarle y aceptar su invitación; era sin duda un ser extraño pero parecía inofensivo e incapaz de hacer daño. Su rostro me dio a entender que un enorme sufrimiento atormentaba su espíritu y me dije que un poco de conversación no nos vendría mal a ambos. Yo mismo había sufrido lo mío, por lo que dos almas solitarias podían congeniar más que veinte bulliciosas.


Así que, pasado el mediodía, cogí una botella de mi mejor vino y me dispuse a pasar la velada con mi misterioso anfitrión.


Cuando llegué a su casa muchas de las luces permanecían encendidas, más aunque su palidez era todavía profusa, mi vecino resultó ser una persona agradable y amante de la conversación.


Había preparado una excelente mariscada, regada generosamente con vino blanco; como había podido comprobar el día anterior por su acento, era gallego y se había visto impelido a abandonar por la fuerza la hermosa tierra de sus ancestros.


La bebida había enrojecido ligeramente sus mejillas blanquecinas y, tras expulsar una bocanada de humo del habano que fumaba, comenzó a relatar una extraña historia.


- Verá - comenzó diciendo -, provengo de una villa del interior de Galicia, donde los pazos están insertos en el paisaje desde hace siglos, formando un todo con él.


Allí los bosques son tanto o más frondosos que aquí y albergan fenómenos que para alguien que no ha nacido allí son difíciles de comprender.


- ¿Se refiere a las meigas y trasgos de las leyendas del norte? - Le interrumpí -.

- Si fuera solo eso mi preocupación sería solo leve pero hay algo más terrible aún - continuó diciendo con voz entrecortada -.

Me arrellané en el sillón para escucharle con atención y tras un gran suspiro que parecía reunir grandes fuerzas de flaqueza, dijo sin más preámbulo:


- Se trata de la Santa Compaña.

- No creerá en esas cosas - contesté sorprendido -, no son más que leyendas que se han transmitido durante generaciones por los tranquilos villorrios gallegos.
- Eso mismo pensaba yo pero estaba equivocado. Hará cosa de medio año me sorprendió la noche camino de mi casa; conocía bien el bosque y, aunque el camino era intrincado no tenía miedo de perderme, gracias a que una luna casi idéntica a la que ilumina hoy el cielo guiaba mis pasos.

De repente me sorprendió lo silencioso del lugar, pues hasta entonces no había dejado de escuchar el canto de los pájaros nocturnos y los sonidos típicos de la montaña. Entonces me paré en seco, pues tras un recodo de mi senda, distinguí un mortecino resplandor que se acercaba hacia mí lentamente, por lo que, asustado, me aparté y me escondí detrás de la maleza que jalonaba el camino
.

No puede imaginar el horror que sentí cuando a mi lado pasó una comitiva formada por una hilera doble de figuras encapuchadas con sudarios que les cubría todo el cuerpo; como estaba tumbado, conteniendo la respiración comprobé asqueado que por sus pies descalzos no eran más que esqueletos.


Cada uno de ellos portaba una vela encendida, cuyo intenso olor a cera impregnaba el ambiente de forma ominosa.


Al frente de tan singular cónclave había un espectro de mayor tamaño, el Estadea que había oído relatar a mis abuelos tantas veces; lo más terrible de aquella visión era que a su lado había una persona viva que yo bien conocía, pues vivía en el mismo pueblo que yo. Sostenía una cruz y un caldero de lo que sin duda era agua bendita y no emitía, al igual que los demás, sonido alguno; aunque por su semblante padecía un gran sufrimiento.


Horrorizado por la escena, me apresté a huir en silencio de aquella blasfemia innominada, más al levantarme cuando hubieron pasado todos pisé una rama que emitió un crujido que retumbó entre los árboles.


Entonces aquellos seres se pararon en seco y se giraron hacia mí. ¿Cómo describir sin evocar los abismos de la locura aquellos ojos encendidos como teas que me taladraban el alma con ascuas ardientes?

A continuación se dirigieron hacia mí con paso lento pero decidido.

Lo único que recuerdo es haber huido, despavorido, cortándome y arañándome el rostro y el cuerpo entre zarzas y arbustos hasta que llegué a la protección de mi hogar. O eso era lo que creía yo.


Aquella noche no tuve más sobresaltos pero a partir de la siguiente, me di cuenta que, al pasar la medianoche, aquellas figuras se acercaban cada vez más hasta mi casa; nunca salían del claro del bosque cuando lo iluminaba la luna, más cuando esta desapareció del firmamento casi tocaron con sus cadavéricas manos los muros de piedra que creía que me protegerían de ellos.


Así que me fui de allí, vendiendo todas mis posesiones y me vine a este lugar, aconsejado por un amigo; otro en mi lugar hubiera preferido inmiscuirse en el anonimato protector de la gran ciudad pero amo demasiado la naturaleza para abandonarla sin más. Y esta es mi historia.


Cuando acabó no supe que decir, era todo tan extraño; aunque sus palabras parecían sinceras y un deje de verosimilitud hacía creíble lo fantástico.


Era ya tarde y tras desearle buenas noches me dirigí a mi domicilio; el día siguiente le propuse que pasearíamos juntos por el pueblo, a lo que accedió gustoso.


Llegué justo a tiempo porque comenzó a descargar una imprevista tormenta de verano, la cual en poco tiempo fue acompañada incluso de granizo. Rayos y truenos hicieron acto de presencia y un atronador estruendo hizo temblar toda la casa, tras un demoledor relámpago.


Se había ido la luz de todas las casas y del alumbrado exterior de la calle y, mientras buscaba cerillas para encender unas velas con qué iluminar la repentina oscuridad, escuché un alarido espantoso que procedía sin duda del interior de la casa de mi vecino de enfrente, más jamás me había sido dado escuchar tal grito de pánico; incluso dudé que proviniera de una garganta humana.


Asustado, busqué la linterna para salir al exterior y comprobar qué le podía haber pasado. Así lo hice y cuando salí e iluminé las sombras cambiantes mi mano no pudo soportar la impresión y la dejé caer al suelo con gran estrépito.


Hacia el bosque se dirigía una sucesión de figuras de pesadilla, encabezadas por dos seres de distinto signo: uno era un enorme encapuchado con túnica negra, a su diestra estaba el bueno de Argemiro, cuyo suplicio era inenarrable aunque no dijera nada. Tras ellos cerraban la comitiva dos filas monstruosas con palmatorias en las manos huesudas: un acre olor a incienso llegó hasta mí.


El ruido de la linterna al caer hizo que el Estadea me mirara con una ferocidad que era la antesala de la muerte; incluso me pareció percibir una sonrisa siniestra en su calavera.


Seguidamente se adentraron en el bosque y en el silencio del que habían surgido, ya no vi más a mi infortunado amigo.


Y entonces yo, al igual que él, traté de escapar de lo inevitable y me trasladé de nuevo a mi ciudad, buscando amparo entre grandes edificios, permanentemente iluminados por la noche.


Escribo esto porque me siento observado, me he documentado bien y se debe de tratar de unos entes poderosos que son capaces de moverse a placer, ya que son raros los casos en los que salen de la negrura del bosque para buscar a sus víctimas.


Tras los callejones oscuros he sentido el roce de sus sudarios, o eso me ha parecido. ¿Estaré volviéndome loco?

Estoy escuchando las noticias de la radio, dicen que el generador que alimenta la ciudad ha sufrido una avería; espero que no sea importante.

Se ha cortado el fluido eléctrico, ya no escucho las voces del transistor y las luces de dentro y fuera de mi hogar duermen un sueño profundo y tranquilo, más los nervios atenazan espasmódicamente todo mi convulso ser.

Estas líneas son escritas bajo el tenue fulgor de un mechero… Me ha parecido oír una especie de murmullo al otro lado de la puerta, he mirado por la mirilla pero no he visto nada.

Espero que vuelva pronto la luz, es una espera agónica… Un momento, ¿qué es ese resplandor que procede del rellano y se derrama por el suelo hacia el interior del pasillo, dando pie a unas espantosas y definidas formas…?

¡La linterna!, ¡la lint…!

Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)

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