domingo, 24 de enero de 2010

Con qué sueñan los gatos

Tumbado en la hierba experimentaba aquella sensación que tanto le gustaba. Aquella sensación que desde que no era más que una criatura indefensa le había calmado. Aquella sensación tranquilizadora del que es conocedor de su entorno. Respiraba pausadamente yaciendo en aquella alfombra verde dejando rozar con su esbelto cuerpo las florecillas de la primavera tardía. Tras un largo día de sol abrasador la brisa nocturna resultaba agradable al tacto, removía su pelaje a capricho y mientras, disfrutaba de la esplendida noche. Mantenía sus ojos almendrados cerrados. No necesitaba la vista para percibir un cielo cuajado de estrellas, testigo de sus ensoñaciones.

Frunció un poco el ceño, con desgana, algo había perturbado la paz del lugar. Una rama al quebrarse, cediendo ante demasiado peso. Se irguió alarmado y abrió los ojos, confuso ante la visión que se extendía frente a él: el cielo, totalmente despejado instantes antes parecía haberse oscurecido de repente. Miró a su alrededor confuso a la par que atemorizado, intentaba localizar el foco de sonido ¿Quién se habría atrevido…? Dio un brinco. De nuevo aquel sonido. Fuera lo que fuese le estaba acechando, esperando el momento adecuado al resguardo de la sombra de los árboles. Reculó unos pasos en dirección contraria de la que parecía provenir aquellos ruidos y se volvió para mirar a su alrededor. ¿Hacia donde se dirigiría? Más allá de aquel claro se extendía un espeso bosque del que jamás conseguiría salir sin la luz adecuada. Entonces lanzó una rápida mirada a su espalda, a tiempo para ver emerger una gran figura cubierta en sombras de entre la maleza. Sin pararse a pensarlo se internó en el bosque echando a correr como nunca antes recordaba haberlo hecho. Corría a ciegas sin poder ver a su alrededor, dejándose guiar por su instinto, lo que no le salvó de varios tropezones y arañazos. Sentía sus músculos cansados por el esfuerzo sobrehumano al que estaba siendo sometido. Aquella carrera sin final le costó incluso una caída, de la cual se recuperó de forma casi milagrosa, tal vez por miedo a ser alcanzado.

No importaba cuan deprisa corriese, la sombra siempre lo seguía pisándole los talones. En su nuca podía sentir el gélido aliento de aquella bestia que parecía incansable, y que a pesar de su tamaño se deslizaba con gran soltura por la maleza de aquel bosque inhóspito. Podía sentirlo cada vez más cerca, percibía sus enormes garras cerrándose de forma lenta sobre él, a punto de cazarlo…


De golpe abrió los ojos. Jadeaba, pero el frondoso bosque había desaparecido, al igual que la sombra. Lanzó una nerviosa mirada a su alrededor; se encontraba tendido en el césped del jardín con un cielo nocturno totalmente despejado sobre su cabeza. Movió las orejitas puntiagudas con rapidez. El sonido de aquella voz de mujer que lo llamaba con dulzura y el agitar de una bolsa lo había despertado de su letargo.


Movió las orejitas de nuevo con gracia, contento, y de un ágil salto se levantó el felino al encuentro de su ama que portaba en sus manos un paquete conocido para este. Todo rastro de la pesadilla había desaparecido y en su cabecita solo una idea se repetía “¡La hora de cenar!”.


Carolina Aparicio Merideño (Valencia)

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