Vuelvo a pasar por la calle de siempre, cruzándome de nuevo con la misma gente… y la misma chica. Vuelvo a ver sus ojos verdes, su cuerpo, su sonrisa... Pero esta vez no está dentro de mi mente, ahora es real. Trato de disimular, me escondo entre los demás, la miro de reojo y no puedo evitar una delatadora sonrisa. La he visto, y está más cerca que nunca. Todos a mi alrededor me miran, todos menos ella. Sé que estarán pensando, pero no: ella no me interesa, no la quiero.
Creo que me ha mirado. Sí, se ha girado. Tiemblo, me retuerzo por dentro mientras lucho contra mí mismo y mi deseo de gritar. Fue el segundo más duro de mi vida. Sé mejor que nadie lo que siento como dueño de mis sentimientos que soy, y por eso vuelvo a afirmar que no la quiero. No la quiero.
Ya han pasado días, semanas, meses y sigo pasando por la misma calle y a la misma hora en busca de una sola cara. Ésa es mi rutina, mi calle, mi hora, pero ella no es mi amada. No, porque yo no la quiero.
Y un día de los tantos días, semanas y meses todo pareció cambiar durante una de mis luchas contra mi cobarde yo interior. Fue tal el impacto que caí desplomado en aquella pelea a la que me había acostumbrado a ganar. La miré, me miró. Me miraron. Abrí los ojos en un intento de demostrarme en vano que aquello no era verdad, que era otra de mis tontas imaginaciones. Me miraron, sí, ella y el acompañante que caminaba a su lado, agarrando su mano y hablando con tanta complicidad. Le sonreí patéticamente y me regaló la más merecida de mis recompensas: una mirada repulsiva, de rechazo, que transformé en un triunfante halago. Sí, porque ella me quiere, lo sé. Yo, en cambio, no la quiero, ni la quise ni la querré.
Serena Simón Vives, Alicante.
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