Mario soñaba cada noche con que los juguetes que poblaban su habitación cobraban vida y jugaban entre ellos. Siempre se decía, antes de dormir, que se despertaría en mitad de la noche y descubriría a todos sus muñecos divirtiéndose, pero nunca lo conseguía. Él tenía la ilusión de que todos aquellos juguetes tuvieran una parte humana, así al menos no se sentía tan solo, sin hermanos ni amigos que quisieran pasarlo bien a su lado. Sin embargo, con el paso de los años, ese sueño se iba frustrando cada vez más, ya que su soledad persistía y no lograba despertarse de madrugada para hallar a unos amigos de verdad en la oscuridad de su cuarto. Sus compañeros de clase se burlaban de él y sus padres pensaban que era un niño con problemas, que precisaba ayuda urgente. Mario lloraba cada noche antes de dormir, pues sabía que sus juguetes eran sus únicos amigos, pero que carecían de humanidad, era como tener amigos imaginarios con los que apenas puedes interactuar. Sus ganas de jugar a fútbol se habían disipado con el paso de los años, no quería conocer gente nueva, sus resultados académicos cada día empeoraban, la comunicación en él brillaba por su ausencia y la tristeza estaba reflejada en su cara diariamente. Hasta que cierto día, todo cambió.
Cuando cumplió los diez años de edad, Mario recibió un enorme baúl como regalo de cumpleaños. Su padre lo había visto en una tienda de juegos y algo le impulsó a comprarlo, a pesar de que no le veía utilidad y a sabiendas de que su hijo no lo usaría para nada. Pero cuando lo vio a través del escaparate del local, no pudo resistirse a sacar la cartera y comprarlo, fuese cual fuese su precio. Era un baúl muy bonito, con piedras de diversas formas y colores talladas a su alrededor; su tapa arqueada brillaba, como si estuviera fabricada de oro macizo; a sus lados había inscripciones en un idioma extraño, que podía ser árabe; era un cofre que parecía contener un tesoro, y en cierto modo, así era. Cuando el padre le dijo a su mujer lo que había comprado de regalo, ella le dijo que eso no servía para nada, mas cuando pudo ver el baúl, su opinión cambió por completo. Lo contrario le ocurrió a Mario, que nada más desembarazarse del papel de regalo que envolvía su presente, dio de lado al resto de sus familiares y obsequios. Su mirada no se separaba del baúl, que resplandecía bajo la luz de la lámpara del salón. Su expresión era de completa felicidad, algo que sus padres no habían vislumbrado en su rostro durante mucho tiempo.
Acto seguido y sin mediar palabra, el chico cogió con fuerza el baúl y se dirigió con premura a su habitación. Cerró la puerta rápidamente, echó el cerrojo y dejó el cofre en el suelo, con sumo cuidado. Se tiró a su lado, ensimismado por sus colores y por algo que no alcanzaba a entender. Lo estuvo observando varias horas, mientras sus padres aporreaban la puerta para avisarle de la cena, pero Mario no podía apartar sus ojos de aquello, el mejor regalo de su vida. Había algo mágico en él, que no era capaz de explicar, que actuaba como un imán, impidiendo que Mario se separase de su lado. Su brillo aumentaba por momentos, así como la felicidad en la mirada del chaval. En cierto momento, abrió la puerta, esperando encontrarse en su interior, un mundo nuevo que le invitaba a entrar, pero sólo pudo ver un fondo plateado y limpio, reluciente, pero que no llevaba a ningún lugar extraordinario. Ligeramente entristecido, Mario se vio obligado a cerrar la parte de arriba e irse a la cama, pues era tarde y tenía sueño, tras una tarde entera al lado de aquel baúl extraño y fascinante. Cuando se introdujo en la cama, supo que aquel cofre tampoco ocultaba nada especial, como el resto de sus juguetes y muñecos. Todo volvía a ser como antes.
A las cinco de la mañana, Mario se despertó sobresaltado, debido a un ruido que escuchó y que procedía de su mismo cuarto. Cuando miró hacia el baúl, no podía creer lo que estaba presenciando. El objeto era más brillante que nunca, resplandecía en la oscuridad infinita del lugar. Un sonido similar al de un motor era provocado por él. Sus inscripciones y formas eran luminosas y parecían vivas. Y lo más excitante de todo: se movía. La tapa se abría y cerraba continuamente, aunque sólo dejaba un hueco libre. Parecía que algo deseaba salir de su interior, pero no tenía fuerzas para abrir la puerta. Todo el dormitorio se encontraba iluminado por el baúl y los juguetes parecían mirar al culpable.
Mario no cabía en sí de gozo. Jamás había visto algo tan raro y maravilloso a la vez. Se bajó de la cama, sudando de emoción, y se dirigió hacia el baúl. Cuando se encontró su lado, dirigió sus manos hacia la tapa. Con muchas dudas, acabó tocando el objeto, que se movió un poco más ante el tacto del chico. Él se armó de valor y acabó levantando la tapa. Para su sorpresa, un poderoso haz de luz inundó todo el cuarto y Mario tuvo que cerrar los ojos ante ese penetrante efecto. Cuando la luz disminuyó su potencia, el niño pudo dirigir su mirada al interior de esa caja mágica. Ahora, una escalinata bajaba hasta un fondo oscuro y misterioso. Mario levantó el baúl, pero en el suelo de su dormitorio no había nada. Bajó de nuevo el cofre, que seguía conteniendo esa escalera de caracol que parecía interminable. Se hallaba ante lo que siempre había soñado: un mundo nuevo donde empezar y ser feliz, donde los juguetes fuesen amigos reales. Ante esa idea, decidió meterse en el baúl y bajar los peldaños, para ver qué le deparaba aquello. Bajó y bajó entre paredes oscuras, durante unos minutos que le parecieron horas. Extenuado, llegó al final de la caminata.
Miró a su alrededor y divisó un mundo repleto de colores y naturaleza, que incitaba a la felicidad. Caminó unos pocos pasos y se fue encontrando con animales que hablaban, plantas que emitían un perfume hermoso y un paisaje precioso, como si todos los paisajes bellos del planeta se hubiesen fundido en uno, olvidando los bosques sombríos o la naturaleza muerta. El clima era perfecto y el cielo brillaba en todas las gamas de colores existentes, cruzado por un arco iris inmenso. Llegó a una mesa eterna, inabarcable, donde todos los manjares del mundo estaban dispuestos a ser degustados. Mario bebió y comió hasta saciarse, mientras veía cómo esos alimentos volvían a aparecer. Poco después, halló una casa como la suya en medio de la nada, pero del tamaño de un palacio. Entró y pudo distinguir las mismas habitaciones, pero mil veces más grandes y hermosas. Todo estaba como él lo recordaba, pero mejor. Corrió hasta su habitación, donde se encontró con todos sus juguetes, que jugaban y reían. Mario no pudo contener su emoción y comenzó a llorar. Se acercó a su peluche favorito y le preguntó si podía jugar con ellos. El osito le contestó que sí, pero que sólo hasta el amanecer, cuando volverían a ser juguetes normales, sin vida. Mario pasó una noche maravillosa, sin soledad y sin llantos, jugando hasta la extenuación. Pero los primeros rayos del sol penetraron a través de la ventana, y los juguetes dejaron de jugar y quedaron inmóviles. Mario recordó las palabras de su peluche y salió de su cuarto. Corrió por los pasillos de su hogar, cuyas paredes se estrechaban por momentos. Salió del lugar, que adquirió su tamaño normal. Siguió corriendo, mientras veía como la mesa con la comida era tragada por la tierra. Los animales huían a su paso, el cielo tomaba su típico tono azulado, hacía frío, el arco iris se iba y el paisaje era sustituido por edificios y construcciones.
Cuando Mario llegó al punto exacto donde estaban las escaleras, éstas desaparecían peldaño a peldaño. Vio cómo la tapa del baúl se cerraba lentamente y cómo él quedaba encerrado en ese mundo. Cómo todo volvía a la normalidad, a la realidad. Y lloró en su habitación durante todo el día. Sin baúl.
Cuando cumplió los diez años de edad, Mario recibió un enorme baúl como regalo de cumpleaños. Su padre lo había visto en una tienda de juegos y algo le impulsó a comprarlo, a pesar de que no le veía utilidad y a sabiendas de que su hijo no lo usaría para nada. Pero cuando lo vio a través del escaparate del local, no pudo resistirse a sacar la cartera y comprarlo, fuese cual fuese su precio. Era un baúl muy bonito, con piedras de diversas formas y colores talladas a su alrededor; su tapa arqueada brillaba, como si estuviera fabricada de oro macizo; a sus lados había inscripciones en un idioma extraño, que podía ser árabe; era un cofre que parecía contener un tesoro, y en cierto modo, así era. Cuando el padre le dijo a su mujer lo que había comprado de regalo, ella le dijo que eso no servía para nada, mas cuando pudo ver el baúl, su opinión cambió por completo. Lo contrario le ocurrió a Mario, que nada más desembarazarse del papel de regalo que envolvía su presente, dio de lado al resto de sus familiares y obsequios. Su mirada no se separaba del baúl, que resplandecía bajo la luz de la lámpara del salón. Su expresión era de completa felicidad, algo que sus padres no habían vislumbrado en su rostro durante mucho tiempo.
Acto seguido y sin mediar palabra, el chico cogió con fuerza el baúl y se dirigió con premura a su habitación. Cerró la puerta rápidamente, echó el cerrojo y dejó el cofre en el suelo, con sumo cuidado. Se tiró a su lado, ensimismado por sus colores y por algo que no alcanzaba a entender. Lo estuvo observando varias horas, mientras sus padres aporreaban la puerta para avisarle de la cena, pero Mario no podía apartar sus ojos de aquello, el mejor regalo de su vida. Había algo mágico en él, que no era capaz de explicar, que actuaba como un imán, impidiendo que Mario se separase de su lado. Su brillo aumentaba por momentos, así como la felicidad en la mirada del chaval. En cierto momento, abrió la puerta, esperando encontrarse en su interior, un mundo nuevo que le invitaba a entrar, pero sólo pudo ver un fondo plateado y limpio, reluciente, pero que no llevaba a ningún lugar extraordinario. Ligeramente entristecido, Mario se vio obligado a cerrar la parte de arriba e irse a la cama, pues era tarde y tenía sueño, tras una tarde entera al lado de aquel baúl extraño y fascinante. Cuando se introdujo en la cama, supo que aquel cofre tampoco ocultaba nada especial, como el resto de sus juguetes y muñecos. Todo volvía a ser como antes.
A las cinco de la mañana, Mario se despertó sobresaltado, debido a un ruido que escuchó y que procedía de su mismo cuarto. Cuando miró hacia el baúl, no podía creer lo que estaba presenciando. El objeto era más brillante que nunca, resplandecía en la oscuridad infinita del lugar. Un sonido similar al de un motor era provocado por él. Sus inscripciones y formas eran luminosas y parecían vivas. Y lo más excitante de todo: se movía. La tapa se abría y cerraba continuamente, aunque sólo dejaba un hueco libre. Parecía que algo deseaba salir de su interior, pero no tenía fuerzas para abrir la puerta. Todo el dormitorio se encontraba iluminado por el baúl y los juguetes parecían mirar al culpable.
Mario no cabía en sí de gozo. Jamás había visto algo tan raro y maravilloso a la vez. Se bajó de la cama, sudando de emoción, y se dirigió hacia el baúl. Cuando se encontró su lado, dirigió sus manos hacia la tapa. Con muchas dudas, acabó tocando el objeto, que se movió un poco más ante el tacto del chico. Él se armó de valor y acabó levantando la tapa. Para su sorpresa, un poderoso haz de luz inundó todo el cuarto y Mario tuvo que cerrar los ojos ante ese penetrante efecto. Cuando la luz disminuyó su potencia, el niño pudo dirigir su mirada al interior de esa caja mágica. Ahora, una escalinata bajaba hasta un fondo oscuro y misterioso. Mario levantó el baúl, pero en el suelo de su dormitorio no había nada. Bajó de nuevo el cofre, que seguía conteniendo esa escalera de caracol que parecía interminable. Se hallaba ante lo que siempre había soñado: un mundo nuevo donde empezar y ser feliz, donde los juguetes fuesen amigos reales. Ante esa idea, decidió meterse en el baúl y bajar los peldaños, para ver qué le deparaba aquello. Bajó y bajó entre paredes oscuras, durante unos minutos que le parecieron horas. Extenuado, llegó al final de la caminata.
Miró a su alrededor y divisó un mundo repleto de colores y naturaleza, que incitaba a la felicidad. Caminó unos pocos pasos y se fue encontrando con animales que hablaban, plantas que emitían un perfume hermoso y un paisaje precioso, como si todos los paisajes bellos del planeta se hubiesen fundido en uno, olvidando los bosques sombríos o la naturaleza muerta. El clima era perfecto y el cielo brillaba en todas las gamas de colores existentes, cruzado por un arco iris inmenso. Llegó a una mesa eterna, inabarcable, donde todos los manjares del mundo estaban dispuestos a ser degustados. Mario bebió y comió hasta saciarse, mientras veía cómo esos alimentos volvían a aparecer. Poco después, halló una casa como la suya en medio de la nada, pero del tamaño de un palacio. Entró y pudo distinguir las mismas habitaciones, pero mil veces más grandes y hermosas. Todo estaba como él lo recordaba, pero mejor. Corrió hasta su habitación, donde se encontró con todos sus juguetes, que jugaban y reían. Mario no pudo contener su emoción y comenzó a llorar. Se acercó a su peluche favorito y le preguntó si podía jugar con ellos. El osito le contestó que sí, pero que sólo hasta el amanecer, cuando volverían a ser juguetes normales, sin vida. Mario pasó una noche maravillosa, sin soledad y sin llantos, jugando hasta la extenuación. Pero los primeros rayos del sol penetraron a través de la ventana, y los juguetes dejaron de jugar y quedaron inmóviles. Mario recordó las palabras de su peluche y salió de su cuarto. Corrió por los pasillos de su hogar, cuyas paredes se estrechaban por momentos. Salió del lugar, que adquirió su tamaño normal. Siguió corriendo, mientras veía como la mesa con la comida era tragada por la tierra. Los animales huían a su paso, el cielo tomaba su típico tono azulado, hacía frío, el arco iris se iba y el paisaje era sustituido por edificios y construcciones.
Cuando Mario llegó al punto exacto donde estaban las escaleras, éstas desaparecían peldaño a peldaño. Vio cómo la tapa del baúl se cerraba lentamente y cómo él quedaba encerrado en ese mundo. Cómo todo volvía a la normalidad, a la realidad. Y lloró en su habitación durante todo el día. Sin baúl.
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
No hay comentarios:
Publicar un comentario