viernes, 15 de enero de 2010

La codena

Repaso mentalmente los acontecimientos que, como olas fugaces, han surcado mi vida, mas no encuentro el menor atisbo que permita explicar que haya llegado a esta penosa situación.

Tengo solo tres decenas de años, ¡treinta años solamente!, y, cruel burla del destino, he sido condenado a pagar con mi libertad otros treinta años de mi vida. Cuando cumpla la pena seré casi un viejo y las ansias de salir y de vivir la vida de verdad hará tiempo que no serán más que una rémora del pasado.


Me obligan a abandonar mi querida ciudad, en la que las tranquilas aguas del mediterráneo lamen con suavidad su extensa lengua de tierra de cinco kilómetros y en la que los rayos del sol calientan de forma prácticamente perpetua.


Me exceptúan para casi el resto de mi miserable existencia a no vagar por sus entrañables callejuelas, teñidas de venerables construcciones, a no contemplar los aflorados restos romanos que la jalonan y a perderme el rico pulso vital de sus gentes que la hacen única.


Pueden ponerme grilletes, encerrarme en una celda oscura, privarme de las cosas básicas: mas alejarme de la urbe amada por tanto tiempo es como arrancarme el corazón a pedazos.


Allí dejo lo mejor de mí: donde me forjé como persona, logré mis mayores éxitos personales e hice infinidad de amistades; por no hablar de gran parte de mi familia que, como yo, mora allí: no te preocupes - dijeron con una triste sonrisa -, iremos a verte siempre que podamos. Mas yo no podía sonreír.


Llegó el temido día, aquella mañana el despertador sonó como si fuera un gong metálico y su eco reverberó en mi cerebro durante muchas horas: ha llegado el momento, parecía decirme.


Me vestí con mis mejores galas, aquellas que me había puesto en ocasiones especiales; esta también lo era, aunque por muy distinto motivo.


Vinieron a buscarme a mi casa, supongo que temían que pudiera escapar, mas, ¿dónde esconderse? ¡Huir hubiera sido inútil, no tenía escapatoria posible! Nadie escapa de su destino, que lanza sutiles dardos que aguijonean con saña todo tu ser.


Eché un postrero vistazo al que había sido mi hogar durante los últimos años, todo estaba ordenado y limpio, como lo había dejado la noche anterior; en patética contraposición mis pensamientos eran caóticos y deslavazados, se sucedían, inconexos, desde una desatada euforia a una ilación de paroxismo.


Una voz grave y profunda interrumpió toda aquella ensoñación: - Vamos, se hace tarde -.


Pedí como un reo a las puertas de la ejecución un último deseo, asomarme un instante a la terraza para contemplar por última vez la maravillosa vista.


Me lo concedieron: sólo dos minutos, dijeron con firmeza.


Contemplé a lo lejos el mar a un lado y las añoradas montañas de la infancia por el otro: entre ambos se encontraba el enorme cementerio sobre una loma, que destacaba su blanca pureza sobre todas las cosas.


En un segundo una terrible insinuación cruzó mi mente, me asomé al borde de la barandilla y miré hacia abajo: ¿y si…? Mas tan pronto como vino se fue, aquello era de cobardes, hay que afrontar lo que viene aunque no nos guste.

Me conminaron de nuevo a marchar, esta vez era el fin; uno de mis acompañantes cerró la puerta con doble vuelta de llave: el portazo resonó ampliamente en las escaleras, deteniéndose en cada rellano para mirar hacia arriba descaradamente hacia mí: ¡el portazo me miraba!

Bajamos, ellos delante y yo detrás; yo iba como en sueños y un brutal entumecimiento impedía que mis piernas respondieran las órdenes de mi cerebro, si es que les daba alguna.


Mientras descendíamos los cinco pisos, en los pocos momentos de lucidez que tenía, me vino otra idea cruel como un chispazo eléctrico: los empujaría escalones abajo y sus cuellos se partirían en dos. Mas me encogí de hombros, eso no haría más que empeorar mi situación y no serviría de nada.


Llegué, aún no sé cómo, a la puerta principal: en la calle lucía un sol espléndido, mas yo solo veía tinieblas por doquier.


Un gran turismo negro estaba aparcado frente a nosotros, ¿era un coche fúnebre? A mí me lo parecía.


En el trayecto no quise hablar, ya lo haría durante el interrogatorio que seguro que me someterían después.


Estaba en el asiento de en medio, mis dos fornidos guardaespaldas se sentaban a izquierda y derecha: definitivamente la suerte estaba echada.


Uno de ellos habló, intentando ser amable: - me han dicho que le saludará en persona el director, una gran noticia, pues es un hombre muy ocupado -.


Qué fortuna la mía - pensé con sarcasmo-.


Al fin llegamos, sería sólo un instante, me aseguraron; una vez formalizados los trámites me llevarían al destino definitivo, muy lejos hacia el gélido interior, aislado entre enormes cumbres, allí donde no se ve el mar. Y comenzaría mi tortura solitaria.


Franqueamos las puertas de aquella gris oficina, me ofrecieron asiento y una pluma para firmar mi condena, al director lo vi pero sólo un instante, tenía asuntos que atender.


Enhorabuena - me dijo -, ha hecho una fantástica compra.


Yo no sabía si reír o llorar, acababa de formalizar una larga y onerosa hipoteca.


Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)

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