Aquella no era una librería al uso; se encontraba en los bajos de una antigua casa del siglo dieciocho, cuya capa de pintura descolorida lamía el sinuoso callejón que circundaba su sólida estructura.
Estaba en el centro primigenio de la ciudad de Baetulonia, compartiendo protagonismo con construcciones tanto o más añejas; justo enfrente, una ventana gótica escrutaba atentamente con su mirada de siglos.
Lo más curioso del caso es que había pasado infinidad de veces por aquel lugar y no recordaba haber visto allí ningún comercio en general ni ninguna librería en particular; era de todas formas un callejón estrecho, situado junto a las dos imponentes sombras alargadas de los cipreses de la rectoría, por lo que se me podría haber pasado por alto sin duda.
El cartel desgastado que la anunciaba era escueto pero contundente, pues le cedía todo el protagonismo a lo que allí dentro acontecía: “Libros raros”.
Aquel era mi día de suerte, de un ocioso paseo por las entrañas de mi querida urbe había extraído un insólito aliciente en el que pasar unas bien ocupadas horas: allí dentro se abrirían para mí las páginas del misterio.
Franqueé la entrada con paso decidido y me adentré en un mundo desconocido por explorar; pilas de libros amontonados sin orden ni concierto brotaban del suelo polvoriento. La luz era escasa y las estanterías repletas de ejemplares estaban tan juntas que la penumbra formaba un arco sobre ellas, haciendo que la sensación de oscuridad fuera mayor si cabe.
Mi mirada paseó por encima de algunos volúmenes, muchos de ellos estaban en latín y lamenté profundamente no haber estudiado más detenidamente la lengua materna de media Europa.
Para mi fortuna la mayor parte de ellos estaban escritos en nuestro idioma pero era tal la suciedad que soportaban sus cubiertas que me parecía una aberración tocarlos en aquel estado. Aunque el impulso del amante de la literatura y más en aquellas circunstancias hizo que abandonara todo prejuicio y ojeara con avidez todo lo que mi escaso tiempo me permitiera.
Habían pasado por mis manos una de las primeras ediciones de las Rimas de Bécquer y una colección de poesías de Villaespesa de finales del siglo diecinueve; cuando me disponía a leer uno de los artículos de Larra en su edición original noté a mis espaldas una presencia y volví de nuevo al mundo real. Abstraído como estaba en mi lectura, comprendí que aquella tienda tendría que estar al cargo de alguien, no podía ser de otro modo.
Un leve carraspeo rompió del todo el hechizo al que estaba encadenado de buen grado, así que me giré con rapidez hacia él.
Ante mí tenía a un anciano de mediana estatura, de porte menguado pero aún vigoroso, sus manos eran finas y sus dedos alargados, como los de un pianista, y toda su piel era de una blancura refulgente, en clara contraposición con la poca luz que había en el interior de su negocio.
- ¡Bienvenido, querido amigo! -, dijo nada más encontrarse nuestra trayectoria visual -. Espero que el material sea de su agrado. Y mientras lo decía paseó su diestra hacia la profundidad silenciosa del recinto.
- La verdad es que es más de lo que me esperaba, tiene un material estupendo -, contesté con franqueza. Por cierto - continué diciendo -, ¿hace mucho que lo regenta? Nunca me había percatado de su presencia.
- Las apariencias engañan, joven - me contestó -; llevo aquí mucho tiempo, esta es la casa de mis antepasados y espero continuar así largos años.
- Yo también lo deseo - y era completamente cierto -, no es fácil encontrar en esta ciudad librerías especializadas como la suya, por lo que me alegro de haberla encontrado casualmente.
- Las casualidades no existen - objetó -, toda causa tiene un efecto e incluso el universo finito urde sus planes contra nosotros, pues somos sus ingenuas marionetas.
La verdad es que no entendí muy bien esta críptica disertación, por lo que decidí llevar la conversación por otros derroteros.
- Me gustaría llevarme un libro especial - dije -, ya sabe, uno que emocione y que rasgue las finas vestiduras del alma.
Este rapto de poética ensoñación pareció de su agrado y tras un corto espacio de tiempo cavilando, el titubeo desapareció de su semblante y se iluminó como una vela recién encendida.
- Tengo exactamente lo que busca -habló mientras me sonreía -, se trata de un manuscrito excepcional, al que pocos seres han podido leer y aún menos entender; mas usted es un soñador - continuó diciendo - lo veo en sus ojos, por lo que creo que está capacitado para afrontarlo debidamente.
Me sorprendieron sus palabras, en mi vida había leído toda clase de libros, sencillos o complicados, entretenidos o aburridos pero de todos y cada uno de ellos había extraído alguna enseñanza. De la suma de ellos surgía mi sabiduría, mucha o poca; de lo que estaba seguro era que mi armazón intelectual se sustentaba gracias a todas mis lecturas.
Dicho esto se dirigió a un rincón apartado del local y tras un corto período de tiempo que, debido a la emoción, a mí me pareció eterno, trajo en sus blancas manos un libro negro, bastante bien cuidado; su gruesa cubierta era hollada por unas palabras doradas: “Libro de la vida, autor anónimo. Leipzig, 1867. Traducido al alemán de la edición latina original del siglo II D.C. Traducción al español a finales del siglo XIX por un literato desconocido.”
Es el mejor ejemplar de mi colección - dijo el anciano, con una sonora voz que rasgó las brumas silentes -, tiene un valor incalculable pero como me fío de usted y estoy seguro que ama los libros tanto o más que yo, le permito que se lo lleve a su casa para leerlo detenidamente; eso sí, le pido por favor que me lo devuelva mañana sin falta; le tengo un gran apego sentimental, aparte del intrínseco material.
No se preocupe - contesté con gran alegría -, lo cuidaré bien y le doy mi palabra que mañana a esta hora se lo devolveré sano y salvo.
El propietario me acompañó a la puerta y me despidió amablemente, mientras yo acogía en mi regazo un fenomenal regalo que, aunque fuera por un solo día, tendría ocasión de disfrutar con tranquilidad.
Al contrario que al principio de mi paseo, la ociosidad se había mutado en prisa, por lo que tras pasar por delante del museo arqueológico donde en su subsuelo escondía una de las mejor conservadas termas romanas de la península, me dirigí sin más dilación a mi hogar por el camino más recto posible.
No tardé más de diez minutos en llegar a paso ligero y tras tomar un refresco y ponerme cómodo me encerré en mi cuarto y abrí el libro con las manos temblando de la excitación. Antes había pasado mis dedos por la cubierta rugosa, la cual me había producido una ambivalente sensación.
Por fortuna no era excesivamente largo, por lo que calculé que aquella misma tarde lo habría leído y así al día siguiente se lo podría devolver al amable dueño. Comencé a leerlo.
No sé cuántas horas estuve pasando sus páginas, en ocasiones eran ligeras como plumas, en otras pesadas como losas de piedra; me recuerdo a mí mismo riendo con grandes carcajadas y a continuación llorar con gran desconsuelo. Era preso de las sensaciones más opuestas y una extraña opresión hacia mella en mi espíritu.
Perdí toda noción del tiempo y cuando lo acabé de leer, extenuado por completo, comprendí que era ya muy tarde y antes de dormirme vestido me martilleó incesantemente en el cerebro el último párrafo del libro: “El libro de la vida, corto o largo, acaba no más que en el profundo olvido”.
A continuación me sumí en una negra noche sin sueños que la alumbraran.
Cuando desperté, el sol entraba muy alto a través de la ventana que había dejado sin cerrar, por lo que era ya más de mediodía, así que di un salto de la cama y me vestí apresuradamente. El libro yacía boca abajo sobre la mesita, lo cogí sin prestarle atención y lo metí en una bolsa para devolvérselo a su legítimo dueño.
Por el trayecto intenté recordar de qué iba pero lo único que me venía a la mente era la última frase; eso me desconcertó, pues me jactaba de una buena memoria, por lo que no entendía esa repentina amnesia de un libro leído justo el día anterior.
Mientras pensaba en todo esto había llegado casi a mi destino, justo antes de doblar el recodo que llevaba a la calle donde estaba la librería extraje el libro de la bolsa para observar que estuviera en óptimas condiciones. Al hacerlo pensé que lo había sacado al revés pero tras darle la vuelta un sudor frío recorrió mi espinazo: en la negra cubierta, antes rugosa, no habían palabras impresas y su tacto era ahora suave y liso.
Aún no recuperado del todo, lo abrí para encontrar una explicación a todo aquello pero la extrañeza dio paso al paroxismo cuando tras ojear página por página, comprobé horrorizado que ninguna letra de imprenta había sido introducida en él. Estaba vacío por completo.
Me dirigí con pasos vacilantes a la librería, allí quizás encontraría respuestas a todas mis preguntas. Una gran claridad fue la única contestación a todas ellas.
En el lugar donde tendría que haber estado la antigua casa con la tienda en sus bajos había un enorme solar que daba a la calle de atrás y multitud de arqueólogos limpiaban restos de ánforas y teselas de lo que parecía una domus romana.
Completamente aturdido y con un hilo de voz le pregunté a un transeúnte que miraba a través de una valla si acababan de derribar la casa, pues un solo día me parecía un tiempo record para ello.
Cuando me contestó mis sospechas se confirmaron: - Hará un mes aproximadamente que la demolieron, era una casa grande y de piedra maciza, tras llevarse los restos cuidadosamente vino personal del museo y ya ve lo que han encontrado, pues sospechaban que estaba construida sobre una villa romana… pero, ¿se encuentra bien?
La verdad era que no, tras darle las gracias apresuradamente me dirigí soñando despierto a mi domicilio y me metí en la cama, preso de unas fiebres altas que me tuvieron una semana sin poder levantarme.
Creía recordar que tras marcharme de allí me había deshecho de aquel alucinante ejemplar tirándolo a alguna papelera, o que se me había caído de las manos en mi patético retorno. No estaba seguro del todo, ni tampoco de nada. Era preso de una persistente duda.
Cuando estuve restablecido por completo, comencé de nuevo a dar mis habituales paseos, aquella extraña aventura parecía ya agua pasada y estaba casi convencido que no había sido más que una jugarreta de mi excitable imaginación.
Un día fui al centro a hacer unas compras y como el museo me quedaba cerca y de vez en cuando me gustaba entrar en él para admirar sus hermosas termas y los numerosos objetos allí expuestos, decidí franquear las puertas correderas de cristal y recrearme un momento.
Allí estaban las consabidas estelas funerarias íberas, la tabula hospitalis, una variopinta colección de monedas… Todo esto era bien conocido por mí.
Más en una vitrina vi otras piezas recién expuestas, a sus pies rezaba un cartel que decía que habían sido encontradas hacía poco en una reciente excavación.
Junto a utensilios domésticos, un gran mosaico blanco y negro de motivos marinos y otros enseres, me fijé en la que sin duda era la joya de la colección.
Tras observarla sufrí un vahído y tuve que apoyarme en una columna para no perder el equilibrio: ante mí tenía un ejemplar de un autor latino con cubierta negra y en el que, con letras doradas que hacían daño al alma más que a la vista, estaba escrito: Vita Libris.
Estaba en el centro primigenio de la ciudad de Baetulonia, compartiendo protagonismo con construcciones tanto o más añejas; justo enfrente, una ventana gótica escrutaba atentamente con su mirada de siglos.
Lo más curioso del caso es que había pasado infinidad de veces por aquel lugar y no recordaba haber visto allí ningún comercio en general ni ninguna librería en particular; era de todas formas un callejón estrecho, situado junto a las dos imponentes sombras alargadas de los cipreses de la rectoría, por lo que se me podría haber pasado por alto sin duda.
El cartel desgastado que la anunciaba era escueto pero contundente, pues le cedía todo el protagonismo a lo que allí dentro acontecía: “Libros raros”.
Aquel era mi día de suerte, de un ocioso paseo por las entrañas de mi querida urbe había extraído un insólito aliciente en el que pasar unas bien ocupadas horas: allí dentro se abrirían para mí las páginas del misterio.
Franqueé la entrada con paso decidido y me adentré en un mundo desconocido por explorar; pilas de libros amontonados sin orden ni concierto brotaban del suelo polvoriento. La luz era escasa y las estanterías repletas de ejemplares estaban tan juntas que la penumbra formaba un arco sobre ellas, haciendo que la sensación de oscuridad fuera mayor si cabe.
Mi mirada paseó por encima de algunos volúmenes, muchos de ellos estaban en latín y lamenté profundamente no haber estudiado más detenidamente la lengua materna de media Europa.
Para mi fortuna la mayor parte de ellos estaban escritos en nuestro idioma pero era tal la suciedad que soportaban sus cubiertas que me parecía una aberración tocarlos en aquel estado. Aunque el impulso del amante de la literatura y más en aquellas circunstancias hizo que abandonara todo prejuicio y ojeara con avidez todo lo que mi escaso tiempo me permitiera.
Habían pasado por mis manos una de las primeras ediciones de las Rimas de Bécquer y una colección de poesías de Villaespesa de finales del siglo diecinueve; cuando me disponía a leer uno de los artículos de Larra en su edición original noté a mis espaldas una presencia y volví de nuevo al mundo real. Abstraído como estaba en mi lectura, comprendí que aquella tienda tendría que estar al cargo de alguien, no podía ser de otro modo.
Un leve carraspeo rompió del todo el hechizo al que estaba encadenado de buen grado, así que me giré con rapidez hacia él.
Ante mí tenía a un anciano de mediana estatura, de porte menguado pero aún vigoroso, sus manos eran finas y sus dedos alargados, como los de un pianista, y toda su piel era de una blancura refulgente, en clara contraposición con la poca luz que había en el interior de su negocio.
- ¡Bienvenido, querido amigo! -, dijo nada más encontrarse nuestra trayectoria visual -. Espero que el material sea de su agrado. Y mientras lo decía paseó su diestra hacia la profundidad silenciosa del recinto.
- La verdad es que es más de lo que me esperaba, tiene un material estupendo -, contesté con franqueza. Por cierto - continué diciendo -, ¿hace mucho que lo regenta? Nunca me había percatado de su presencia.
- Las apariencias engañan, joven - me contestó -; llevo aquí mucho tiempo, esta es la casa de mis antepasados y espero continuar así largos años.
- Yo también lo deseo - y era completamente cierto -, no es fácil encontrar en esta ciudad librerías especializadas como la suya, por lo que me alegro de haberla encontrado casualmente.
- Las casualidades no existen - objetó -, toda causa tiene un efecto e incluso el universo finito urde sus planes contra nosotros, pues somos sus ingenuas marionetas.
La verdad es que no entendí muy bien esta críptica disertación, por lo que decidí llevar la conversación por otros derroteros.
- Me gustaría llevarme un libro especial - dije -, ya sabe, uno que emocione y que rasgue las finas vestiduras del alma.
Este rapto de poética ensoñación pareció de su agrado y tras un corto espacio de tiempo cavilando, el titubeo desapareció de su semblante y se iluminó como una vela recién encendida.
- Tengo exactamente lo que busca -habló mientras me sonreía -, se trata de un manuscrito excepcional, al que pocos seres han podido leer y aún menos entender; mas usted es un soñador - continuó diciendo - lo veo en sus ojos, por lo que creo que está capacitado para afrontarlo debidamente.
Me sorprendieron sus palabras, en mi vida había leído toda clase de libros, sencillos o complicados, entretenidos o aburridos pero de todos y cada uno de ellos había extraído alguna enseñanza. De la suma de ellos surgía mi sabiduría, mucha o poca; de lo que estaba seguro era que mi armazón intelectual se sustentaba gracias a todas mis lecturas.
Dicho esto se dirigió a un rincón apartado del local y tras un corto período de tiempo que, debido a la emoción, a mí me pareció eterno, trajo en sus blancas manos un libro negro, bastante bien cuidado; su gruesa cubierta era hollada por unas palabras doradas: “Libro de la vida, autor anónimo. Leipzig, 1867. Traducido al alemán de la edición latina original del siglo II D.C. Traducción al español a finales del siglo XIX por un literato desconocido.”
Es el mejor ejemplar de mi colección - dijo el anciano, con una sonora voz que rasgó las brumas silentes -, tiene un valor incalculable pero como me fío de usted y estoy seguro que ama los libros tanto o más que yo, le permito que se lo lleve a su casa para leerlo detenidamente; eso sí, le pido por favor que me lo devuelva mañana sin falta; le tengo un gran apego sentimental, aparte del intrínseco material.
No se preocupe - contesté con gran alegría -, lo cuidaré bien y le doy mi palabra que mañana a esta hora se lo devolveré sano y salvo.
El propietario me acompañó a la puerta y me despidió amablemente, mientras yo acogía en mi regazo un fenomenal regalo que, aunque fuera por un solo día, tendría ocasión de disfrutar con tranquilidad.
Al contrario que al principio de mi paseo, la ociosidad se había mutado en prisa, por lo que tras pasar por delante del museo arqueológico donde en su subsuelo escondía una de las mejor conservadas termas romanas de la península, me dirigí sin más dilación a mi hogar por el camino más recto posible.
No tardé más de diez minutos en llegar a paso ligero y tras tomar un refresco y ponerme cómodo me encerré en mi cuarto y abrí el libro con las manos temblando de la excitación. Antes había pasado mis dedos por la cubierta rugosa, la cual me había producido una ambivalente sensación.
Por fortuna no era excesivamente largo, por lo que calculé que aquella misma tarde lo habría leído y así al día siguiente se lo podría devolver al amable dueño. Comencé a leerlo.
No sé cuántas horas estuve pasando sus páginas, en ocasiones eran ligeras como plumas, en otras pesadas como losas de piedra; me recuerdo a mí mismo riendo con grandes carcajadas y a continuación llorar con gran desconsuelo. Era preso de las sensaciones más opuestas y una extraña opresión hacia mella en mi espíritu.
Perdí toda noción del tiempo y cuando lo acabé de leer, extenuado por completo, comprendí que era ya muy tarde y antes de dormirme vestido me martilleó incesantemente en el cerebro el último párrafo del libro: “El libro de la vida, corto o largo, acaba no más que en el profundo olvido”.
A continuación me sumí en una negra noche sin sueños que la alumbraran.
Cuando desperté, el sol entraba muy alto a través de la ventana que había dejado sin cerrar, por lo que era ya más de mediodía, así que di un salto de la cama y me vestí apresuradamente. El libro yacía boca abajo sobre la mesita, lo cogí sin prestarle atención y lo metí en una bolsa para devolvérselo a su legítimo dueño.
Por el trayecto intenté recordar de qué iba pero lo único que me venía a la mente era la última frase; eso me desconcertó, pues me jactaba de una buena memoria, por lo que no entendía esa repentina amnesia de un libro leído justo el día anterior.
Mientras pensaba en todo esto había llegado casi a mi destino, justo antes de doblar el recodo que llevaba a la calle donde estaba la librería extraje el libro de la bolsa para observar que estuviera en óptimas condiciones. Al hacerlo pensé que lo había sacado al revés pero tras darle la vuelta un sudor frío recorrió mi espinazo: en la negra cubierta, antes rugosa, no habían palabras impresas y su tacto era ahora suave y liso.
Aún no recuperado del todo, lo abrí para encontrar una explicación a todo aquello pero la extrañeza dio paso al paroxismo cuando tras ojear página por página, comprobé horrorizado que ninguna letra de imprenta había sido introducida en él. Estaba vacío por completo.
Me dirigí con pasos vacilantes a la librería, allí quizás encontraría respuestas a todas mis preguntas. Una gran claridad fue la única contestación a todas ellas.
En el lugar donde tendría que haber estado la antigua casa con la tienda en sus bajos había un enorme solar que daba a la calle de atrás y multitud de arqueólogos limpiaban restos de ánforas y teselas de lo que parecía una domus romana.
Completamente aturdido y con un hilo de voz le pregunté a un transeúnte que miraba a través de una valla si acababan de derribar la casa, pues un solo día me parecía un tiempo record para ello.
Cuando me contestó mis sospechas se confirmaron: - Hará un mes aproximadamente que la demolieron, era una casa grande y de piedra maciza, tras llevarse los restos cuidadosamente vino personal del museo y ya ve lo que han encontrado, pues sospechaban que estaba construida sobre una villa romana… pero, ¿se encuentra bien?
La verdad era que no, tras darle las gracias apresuradamente me dirigí soñando despierto a mi domicilio y me metí en la cama, preso de unas fiebres altas que me tuvieron una semana sin poder levantarme.
Creía recordar que tras marcharme de allí me había deshecho de aquel alucinante ejemplar tirándolo a alguna papelera, o que se me había caído de las manos en mi patético retorno. No estaba seguro del todo, ni tampoco de nada. Era preso de una persistente duda.
Cuando estuve restablecido por completo, comencé de nuevo a dar mis habituales paseos, aquella extraña aventura parecía ya agua pasada y estaba casi convencido que no había sido más que una jugarreta de mi excitable imaginación.
Un día fui al centro a hacer unas compras y como el museo me quedaba cerca y de vez en cuando me gustaba entrar en él para admirar sus hermosas termas y los numerosos objetos allí expuestos, decidí franquear las puertas correderas de cristal y recrearme un momento.
Allí estaban las consabidas estelas funerarias íberas, la tabula hospitalis, una variopinta colección de monedas… Todo esto era bien conocido por mí.
Más en una vitrina vi otras piezas recién expuestas, a sus pies rezaba un cartel que decía que habían sido encontradas hacía poco en una reciente excavación.
Junto a utensilios domésticos, un gran mosaico blanco y negro de motivos marinos y otros enseres, me fijé en la que sin duda era la joya de la colección.
Tras observarla sufrí un vahído y tuve que apoyarme en una columna para no perder el equilibrio: ante mí tenía un ejemplar de un autor latino con cubierta negra y en el que, con letras doradas que hacían daño al alma más que a la vista, estaba escrito: Vita Libris.
Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)
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