sábado, 30 de enero de 2010

Los estragos de la edad

Había una vez un costurero de mimbre muy antiguo, vivía junto a una maquina de coser llegada de Francia hacía siglos.

Los dos utensilios de costura dormían en la humilde habitación de una muchacha rubia y de ojos azules llamada Clara.

Dentro del costurero moraban: unas tijeras muy afiladas, un dedal plateado, una aguja con la punta muy fina y un gran carrete de hilo negro.

La maquina de coser francesa vigilaba sus vidas y acompañaba sus largas noches de soledad en aquella vieja canasta.

En la habitación contigua habitaba: un maniquí, una chaqueta de lana apolillada y un hombre de piel arrugada y muchos años en su cuerpo.

Ese hombre, era el abuelo de Clara y desde hace unos meses, hablaba con la figura de plástico y esa chaquetilla carcomida por la polilla.

Clara, que aun soñaba con un príncipe azul y un castillo de bellas torres de granito gris, estaba muy preocupada por su salud.

Aquel hombre, la había criado en su casa, desde que aquel fatal accidente de tráfico acabara con la vida de sus padres. De eso hacia diez años.

Una tarde, el abuelo resbaló con la cáscara de un plátano en la calle, no llegó a herirse, pero se rasgó el pantalón de pana que llevaba puesto.

Al llegar a casa, ocultó la prenda rota en el fondo de un armario, no quería preocupar a su nieta y rápidamente se vistió con un chándal.

Mas tarde llegó Clara, se saludaron cariñosamente, hablaron durante un ratito y después, la chiquilla, se dispuso a preparar la cena.

Cenaron y como era su costumbre vieron el televisor sentados en esos sillones tan sumamente cómodos comprados hacia poco tiempo.

Un ratito mas tarde, el abuelo, agotado por el enorme peso de los años en su cuerpo, da un beso a su nieta y se marcha a la cama.

Abre el armario para ponerse el pijama y con sorpresa ve el pantalón de pana con el que se había caído horas antes, perfectamente zurcido.

¡No puede ser! Le dice a ese maniquí desnudo que tan silenciosamente escucha sus conversaciones nocturnas.

¡Es imposible! Le repite a esa chaquetilla de lana convertida por el paso del tiempo en un delicioso manjar para polillas.

¡Ya esta! Dice de pronto, fue esa aguja de punta fina, las afiladas tijeras, el carrete de hilo negro y el dedal plateado quien lo cosió.

De repente, se acuerda de la maquina de coser francesa, aquella que utilizaba su mujer para zurcir la ropa y se pregunta a sí mismo ¿o fue ella?

Pero inmediatamente se contesta, ellos no se movían sin sus manos… sus delicadas manos… repite evocando el recuerdo de su esposa fallecida.

De pronto, la imagen de unas perfectas manos llena su mente, una alianza brilla en uno de sus dedos y su boda regresa por un segundo a su vida.

“Sus manos”… repite melancólico mientras vuelve a la realidad y se pregunta terriblemente intrigado ¿quien habrá zurcido el pantalón?

-Fui yo- dice una chiquilla, que abrazando a su abuelo con tristeza, contesta a esa pregunta que la edad hizo que fuese tan difícil de responder.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

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