viernes, 15 de enero de 2010

El campo de girasoles

La primavera por fin había hecho acto de presencia; tras un largo y gélido invierno la variedad cromática de las flores acababa con la última resistencia de la nieve que se deshacía con rapidez. Era un ejército invencible que avanzaba con paso decidido hacia la victoria.

Los prados verdes eclosionaban de nuevo tras el manto blanco que los había sepultado durante meses, los osos despertaban de una duradera hibernación y los conejos silvestres saltaban otra vez entre la maleza.

Si la flora y la fauna retomaban el cálido pulso de la vida también lo hacían los hombres, pues con el buen tiempo el eco de sus pisadas resonaba entre los caminos del bosque y sus animadas risas alegraban la otrora pradera silenciosa.

En uno de esos días de finales de marzo se disponían a pasar una deliciosa jornada campestre tres personas unidas en partes iguales por el parentesco y el amor por la naturaleza, que quizá es el más poderoso, junto al del arte y al del prójimo.

Julián era el mayor de ellos, junto a él se hallaban Alberto, su sobrino, y Sonia, su reciente esposa. Habían decidido aquel domingo soleado dejar el coche en el aparcamiento de un mirador junto a la carretera y adentrarse unas horas en aquellas sendas agrestes y misteriosas para así volver con apetito a la zona de picnic de la que disfrutarían de una suculenta barbacoa.

Anduvieron bastante rato sin apenas intercambiar unas palabras de admiración, pues aquel paraje era hermoso y los árboles eran tan imponentes que dejaban sin habla.

Por fin el horizonte arbóreo comenzó a diluirse ante sus ojos y un claro insospechado y amarillo se presentó inopinadamente ante ellos. Pese a lo oculto del lugar habían dado con un campo de girasoles.

Les pareció cuanto menos curioso, pues era una mancha amarillenta entre la verdosidad imperante.

Qué extraño - pensó para sí Julián -, los girasoles se hallan normalmente junto a las carreteras o caminos para que así sea más fácil la recolección cuando llega el momento.

Aunque tampoco le dio más vueltas al asunto, pues ese paradójico cromatismo le confería una belleza casi ultraterrena al lugar.

Sus dos sobrinos eran menos experimentados que él y en su ingenuo corazón solo veían unos simples girasoles. Eso era todo.

Se encontraban algo cansados y decidieron reposar sobre una roca bastante plana que se encontraba por encima de aquel insospechado descubrimiento.

Allí bebieron y almorzaron frugalmente, hablando y riendo animadamente.

En ocasiones, Julián fruncía el ceño y observaba en silencio ante sí alguna cosa que le tenía preocupado pero no llegó a decirlo, por lo que sus acompañantes pensaron que era el cansancio que había hecho mella en él.

Cuando ya hubieron descansado lo suficiente, tras unas confidencias entre los flamantes esposos, Alberto dijo: - Tío, Sonia y yo vamos a dar un paseo por el bosque. Quédate un rato más para restablecer fuerzas. No tardaremos demasiado.

Julián les dijo que marcharan tranquilos y sonrió para sus adentros, él también había sido joven y no olvidaba los arrumacos y besos furtivos de hacía tanto tiempo.

Los vio desaparecer tras un árbol enorme que señalaba el principio de un camino y tras recoger el mantel posado sobre el saliente decidió bajar al campo de girasoles para observarlo con más detenimiento.

Alberto y Sonia ya se habían adentrado lo suficiente en el bosque y esta última hizo notar la multitud de pájaros que trinaban y lo dulces que reverberaban sus cantos entre las ramas.

-¡Así que era eso lo que le preocupaba al tío! - dijo Alberto de repente.
- ¿A qué te refieres? - Contestó ella.
- Escucha todo el sonido de la naturaleza que hay alrededor de nosotros: cómo cantan los ruiseñores, el repiqueteo de la madera ante un pájaro carpintero, el crujir de las hojas ante la pisada de algún animal, el lejano rumor de un riachuelo.

Nada de esto se oía hace solo un momento cuando estábamos los tres juntos. El campo estaba completamente en silencio.

Sonia asintió con la cabeza, ahora se percataba de ello.

Aunque también lo profundo del bosque era un altavoz que multiplicaba los cuchicheos hasta convertirlos en un gran estruendo.

Donde habían dejado a Julián era una hondonada que quizá silenciaba todos los ruidos que provenían del contorno.
Cuando había pasado una hora de su marcha decidieron regresar, no querían preocupar a su experimentado guía.
Llegaron a la roca que les había servido de asiento y comprobaron que todo estaba recogido y las mochilas se encontraban apiladas en un extremo.

A Julián no lo vieron por ningún sitio, por lo que Alberto le dijo A Sonia:

- Quédate aquí, cariño, por si el tío ha entrado también al bosque para buscarnos; voy a bajar por si se ha adentrado entre los girasoles.

Así lo hizo y tras unos instantes de mirar entre aquellas altas y estilizadas plantas, divisó a lo lejos un bulto que se parecía terriblemente a su querido tío.

Fue corriendo hacia él y cuando llegó a su altura comprobó que ya nada se podía hacer. En ese mismo instante un grito de horror resonó en el valle que llegó a los oídos de Sonia.

Ella le vio correr hacia donde se encontraba como alma que lleva el diablo, cuando subió a la piedra se encontraba sin resuello y su rostro estaba desencajado por un rictus de terror.

La chica se asustó mucho y le preguntó por Julián pero él le contestó únicamente: - Hay que avisar a la policía, ¡rápido!

Llegaron a trompicones hasta donde habían dejado el coche y tras avisar a las fuerzas del orden público, Alberto conminó a Sonia a que no les acompañase, pues la horrible visión podría herir su sensibilidad.

El grupo se dirigió al lugar de los hechos, allí yacía el pobre Julián, terriblemente hinchado y desfigurado; un curtido agente volvió el rostro ante lo que tenía ante sí.

Aquella tarde llegó el forense y dictaminó que la muerte se debía a una súbita y virulenta reacción alérgica, quizá a la picadura de algún insecto o a un repentino golpe de calor, pues el cadáver presentaba múltiples quemaduras con forma de sarpullidos redondos por todo el cuerpo. Aunque todo eran meras conjeturas mientras no se le practicara la autopsia.

A Sonia no se le había permitido ver tan ominosa escena; lo único que escuchaba relacionado con aquello, con la terrible e inconsciente voz del durmiente durante muchas noches eran las pesadillas que sobrecogían a su esposo, mientras este repetía una y otra vez en voz alta sin cesar:
- ¿Por qué estaban girados hacía él, Dios mío, y no miraban al sol…?

Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)

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