La contemplaba cada día, sentada en una mesa apartada de aquel bullicioso restaurante, típico de polígono industrial en el que la comida es excelente a pesar del módico precio.
Siempre estaba sola, fumando con un eterno cigarrillo entre sus labios; el humo que flotaba a su alrededor la hacía parecer un ser fantástico. Sus besos seguro que estarían impregnados de un leve sabor a nicotina.
Nunca la había dirigido la palabra pero no hacía falta hacerlo para tener la absoluta certeza que la amaba.
Le hechizaron desde un primer momento los tenues ademanes que hacían sus manos cuando tocaban un objeto cualquiera, las delicadas poses que adoptaba su cuerpo esbelto y bien proporcionado y, sobretodo, la sensación de infinita dulzura que emanaba de sus bellos y grandes ojos.
Quizás si se hubiera dirigido a ella se hubiera roto el atrayente encanto que lo encadenaba a aquel lugar, rompiéndose la magia que se evapora ante una conversación poco agraciada. De ningún modo dejaría que una descuidada torpeza por su parte le abocara a una brusca separación.
Era tan tímido, por otra parte, que una mínima señal de su adorada para que se acercara hasta donde se encontraba no hubiera sido correspondida de la forma acostumbrada y hubiera renunciado a conocerla; se conformaba amándola desde la distancia. El amor, ciertamente, es la parte más complicada de la ya de por sí enrevesada existencia.
Se contentaba enviándole raudos fogonazos visuales por temor a que una sostenida y permanente exposición de estos la hicieran sospechar de los sentimientos que albergaban aquel corazón atormentado.
Se había documentado sobre ella por terceros, como si fuera un valioso volumen de valor incalculable que no pudiera ser manipulado por ningunas manos, fuertemente custodiado tras un receptáculo de cristal y no siendo más que revelado parte de su contenido por otros más eruditos que él.
La sufría y admiraba en silencio, tan cerca y tan lejos a la vez.
Ya no contaba el tiempo que hacía que su pasión había comenzado, tampoco lo sabía realmente; el conjunto de días sumaban meses y la sucesión incesante de estos formaban ya un cúmulo de años nada desdeñable.
Siempre la veía, inmóvil, en su asiento que le parecía un trono dorado y todo se detenía también en la espaciosa sala, como si la gente que estaba por doquier fueran fantasmas y ella fuera el único ser de carne y hueso, a pesar del aura de irrealidad que desprendía.
No quería que se terminara nunca aquella contemplación pero también notaba que lentamente se armaba de valor, día tras día; a lo mejor en el momento menos pensado la abordaba, desconocía de qué forma, diciéndole lo que sentía por ella. Mas ese era un proyecto a largo plazo y quien sabe si irrealizable.
Ante tan difícil resolución se hallaba que sus ojos, perdidos más allá de todo límite, miraban sin ver, de tan abstraído que estaba en sus pensamientos.
No tardó mucho en volver en sí y todos los contornos habituales fueron perfectamente definidos; mas no tardó en darse cuenta que algo había cambiado, sin saber todavía lo que era.
Embebido en su sola contemplación como siempre estaba no podía ni tan siquiera imaginar la más leve variación de su recorrido ocular.
Al principio absorto, mientras soñaba despierto, una brusca sacudida lo devolvió al mundo real.
Comprobó que se había ido, ¿adónde? No lo sabía. La había perdido de vista; mejor dicho, había mirado más allá de ella un solo segundo y al fijarla de nuevo en su retina ya no la vio.
Quedó profundamente impresionado por el hecho, miró en todas direcciones pero había desaparecido.
¿Había sido todo nada más que una poderosa ilusión? ¡No podía ser cierto, era todo tan real!
Su repentina ausencia le causó una profunda inquietud.
Todavía no recuperado del brutal mazazo, notó que alguien le pasaba amigablemente la mano sobre el hombro, mientras le decía con voz delicada y un timbre que denotaba un conocimiento profundo a quien se dirigía:
- Cuando quieras nos marchamos, cariño. ¿Has pagado ya?
Entonces le pareció despertar de un tortuoso sueño y ella notó un gesto de absoluta extrañeza en su semblante, preguntándole qué le ocurría.
- No es nada - acertó a decir -, simplemente estaba abismado en mis pensamientos.
- El mismo soñador de siempre que hace años conocí - le dijo, mientras que le obsequiaba con un sonoro beso en la mejilla que le pareció verdadera música de las esferas -.
A continuación una sonrisa cómplice se asomó a sus labios humeantes todavía del cigarrillo e hizo ademán de marcharse, aguardando a que él la siguiera.
Siempre estaba sola, fumando con un eterno cigarrillo entre sus labios; el humo que flotaba a su alrededor la hacía parecer un ser fantástico. Sus besos seguro que estarían impregnados de un leve sabor a nicotina.
Nunca la había dirigido la palabra pero no hacía falta hacerlo para tener la absoluta certeza que la amaba.
Le hechizaron desde un primer momento los tenues ademanes que hacían sus manos cuando tocaban un objeto cualquiera, las delicadas poses que adoptaba su cuerpo esbelto y bien proporcionado y, sobretodo, la sensación de infinita dulzura que emanaba de sus bellos y grandes ojos.
Quizás si se hubiera dirigido a ella se hubiera roto el atrayente encanto que lo encadenaba a aquel lugar, rompiéndose la magia que se evapora ante una conversación poco agraciada. De ningún modo dejaría que una descuidada torpeza por su parte le abocara a una brusca separación.
Era tan tímido, por otra parte, que una mínima señal de su adorada para que se acercara hasta donde se encontraba no hubiera sido correspondida de la forma acostumbrada y hubiera renunciado a conocerla; se conformaba amándola desde la distancia. El amor, ciertamente, es la parte más complicada de la ya de por sí enrevesada existencia.
Se contentaba enviándole raudos fogonazos visuales por temor a que una sostenida y permanente exposición de estos la hicieran sospechar de los sentimientos que albergaban aquel corazón atormentado.
Se había documentado sobre ella por terceros, como si fuera un valioso volumen de valor incalculable que no pudiera ser manipulado por ningunas manos, fuertemente custodiado tras un receptáculo de cristal y no siendo más que revelado parte de su contenido por otros más eruditos que él.
La sufría y admiraba en silencio, tan cerca y tan lejos a la vez.
Ya no contaba el tiempo que hacía que su pasión había comenzado, tampoco lo sabía realmente; el conjunto de días sumaban meses y la sucesión incesante de estos formaban ya un cúmulo de años nada desdeñable.
Siempre la veía, inmóvil, en su asiento que le parecía un trono dorado y todo se detenía también en la espaciosa sala, como si la gente que estaba por doquier fueran fantasmas y ella fuera el único ser de carne y hueso, a pesar del aura de irrealidad que desprendía.
No quería que se terminara nunca aquella contemplación pero también notaba que lentamente se armaba de valor, día tras día; a lo mejor en el momento menos pensado la abordaba, desconocía de qué forma, diciéndole lo que sentía por ella. Mas ese era un proyecto a largo plazo y quien sabe si irrealizable.
Ante tan difícil resolución se hallaba que sus ojos, perdidos más allá de todo límite, miraban sin ver, de tan abstraído que estaba en sus pensamientos.
No tardó mucho en volver en sí y todos los contornos habituales fueron perfectamente definidos; mas no tardó en darse cuenta que algo había cambiado, sin saber todavía lo que era.
Embebido en su sola contemplación como siempre estaba no podía ni tan siquiera imaginar la más leve variación de su recorrido ocular.
Al principio absorto, mientras soñaba despierto, una brusca sacudida lo devolvió al mundo real.
Comprobó que se había ido, ¿adónde? No lo sabía. La había perdido de vista; mejor dicho, había mirado más allá de ella un solo segundo y al fijarla de nuevo en su retina ya no la vio.
Quedó profundamente impresionado por el hecho, miró en todas direcciones pero había desaparecido.
¿Había sido todo nada más que una poderosa ilusión? ¡No podía ser cierto, era todo tan real!
Su repentina ausencia le causó una profunda inquietud.
Todavía no recuperado del brutal mazazo, notó que alguien le pasaba amigablemente la mano sobre el hombro, mientras le decía con voz delicada y un timbre que denotaba un conocimiento profundo a quien se dirigía:
- Cuando quieras nos marchamos, cariño. ¿Has pagado ya?
Entonces le pareció despertar de un tortuoso sueño y ella notó un gesto de absoluta extrañeza en su semblante, preguntándole qué le ocurría.
- No es nada - acertó a decir -, simplemente estaba abismado en mis pensamientos.
- El mismo soñador de siempre que hace años conocí - le dijo, mientras que le obsequiaba con un sonoro beso en la mejilla que le pareció verdadera música de las esferas -.
A continuación una sonrisa cómplice se asomó a sus labios humeantes todavía del cigarrillo e hizo ademán de marcharse, aguardando a que él la siguiera.
Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)
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