Arabella era, al mismo tiempo, la mujer más hermosa e inquietante que jamás hayan presenciado mis ojos.
Solamente se dejaba admirar bajo el envolvente y oscuro manto de la noche, únicamente moteado de puntos plateados, agazapados esporádicamente por el resplandor de la luna.
Yo también era una criatura nocturna por aquel entonces, pues andaba en busca del sosiego perdido a consecuencia de una reciente crisis nerviosa, cuyos síntomas visibles eran unas molestas e insistentes alucinaciones visuales y auditivas. El ajetreo de la vida moderna durante el día era insoportable para mi delicado estado de salud, así que me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y disfrutando de la más completa ociosidad.
Cuando el sol se recluía en su cárcel de oro tras el horizonte, parecía transformarme en otra persona y volvían a mí las perdidas fuerzas.
Entonces salía a dar largos paseos nocturnos que atemperaban mis maltrechos nervios.
En una de aquellas solitarias incursiones la vi por vez primera; tenía un halo misterioso que me atraía y repelía a la vez.
La seguí sin que se percatara de mi presencia durante más de una ocasión y comprobé que moraba en una casa solitaria, apartada del resto de los mortales en buena medida.
Mis furtivos seguimientos se vieron acompañados cada vez con más intensidad por fervientes deseos de hablar con criatura tan subyugante.
Cierto día hice acopio de valor y me decidí a acometerla de la forma más normal y distraída posible, para que así ella no sospechara de mis premeditadas intenciones.
Me acerqué, aparentando tranquilidad pero con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, una noche lluviosa de otoño; el ambiente era gélido para la fecha en la que nos hallábamos y la situación lo hacía más desapacible aún.
- Buenas noches, señora, mi nombre es Basil Varescu y provengo de un pintoresco pueblo de los Cárpatos rumanos - le dije, cortésmente -.
- Buenas noches, mi nombre es Arabella y también provengo de muy lejos.
Le he visto en más de una ocasión y he comprobado con alegría que compartimos idéntica afición. ¿ A qué es debido semejante honor? -Acabó diciendo con una voz suave y modulada, que me recordó en buena medida al sisear de una serpiente-.
- No me gusta el día, lo encuentro terriblemente rudo e inhumano. ¿ Qué le trae por España? Deduzco que hace poco que vive aquí, yo hace ya algunos años que me trasladé a este país, huyendo de la pobreza y de la incomprensión de las gentes campesinas de mi tierra, ancladas todavía en un pasado lejano; su pensamiento no va más allá de antiguas tradiciones y de la superchería medieval.
- Le comprendo perfectamente, yo también he pasado por algo parecido y anhelaba un cambio de aires. La verdad es que me siento muy sola, me sentiría muy honrada si se dignase a compartir conmigo estas horas muertas en las que disfruto plenamente de la existencia.
Me sentí honrado por aquellas palabras, tras una breve presentación por mi parte había accedido a que la acompañara cada noche en sus paseos, por lo que accedí gustosamente; era una invitación difícilmente declinable.
Yo también me encontraba solo y su sola presencia sería un acicate para mi maltrecho espíritu.
Me fijé detenidamente en su aspecto tras el primer intercambio de impresiones; su piel era extremadamente pálida, casi tan blanca como la nieve que yacía perpetuamente en las cumbres de las montañas que rodearon mi infancia. ¡Qué nostalgia sentía al recordar aquellos felices instantes, ya por siempre exceptuados de mi infeliz presente!
En contraposición a rostro tan blancuzco se encontraban sus labios, rojos como el arrebol que envolvía al amanecer, rojos como la sangre que vaga por las venas y que se agolpa en las sienes en los momentos de emoción como este, haciendo de eco del sonido del corazón.
Su belleza era serena y arrebatadora como el dulce canto de las sirenas y sus ojos eran dos faros apagados por lo negruzcos pero en los que, sin embargo, brillaba una extraña llama que parecía arder en una pasión sin límites cuando me hablaba y miraba directamente.
Cuando caminaba a mi lado era etérea en su andar, dando la impresión que era un fantasma que vagaba entre las brumas de un mundo que ya no le pertenecía. Había una indefinible sensación de reconocimiento por mi parte hacia su persona, como si ya hubiéramos coincidido en alguna otra ocasión, pero no sabía recordar ni en que lugar ni en que fecha, si es que fue así.
Yo intentaba que me contara retales del alma que formaban parte de su pasado pero siempre me esquivaba hábilmente, mostrándose reacia a hablar de ciertas cosas que yo notaba que la resultaban molestas, no sabía por qué razón, así que cambiaba rápidamente de tema de conversación.
- Usted es muy bueno conmigo -me confesó un día -, y me encantaría de veras compartir el dolor que me abruma terriblemente, mas aún es pronto para revelarle el motivo de mi ansiedad; espero que tenga la suficiente paciencia y que se haga cargo de mi situación, soy una persona reservada por naturaleza y mis vivencias pasadas me han hecho todavía más retraída si cabe.
Aquellas sinceras palabras me atemperaban el ánimo y saciaban momentáneamente mi curiosidad. De todas formas yo solo le había contado superficiales pinceladas de mi vida, sin ahondar demasiado en detalles personales y ella tampoco se mostraba demasiado predispuesta a indagar en el fondo de mi persona, por lo que decidí dejar las cosas como estaban hasta que decidiera abrirse cuando quisiera y sin recibir presiones de ningún tipo.
Desde hacía varias jornadas me permitía acompañarla hasta la puerta de su casa.
Era una propiedad antigua, como la mía, aunque con aspecto más señorial y siniestro, aire éste que le daba una retahíla de cipreses que se recortaban ante su achaparrada figura.
Yo admiraba desde la herrumbrosa verja de entrada el silencio imponente y la perpetua oscuridad que albergaba la mansión de Arabella. Ese halo misterioso te invitaba a entrar por su puerta para ver qué sorpresas te depararían la sola contemplación de su interior, pero nunca dejaba que traspasara el umbral y me iba, doblemente apesadumbrado, al no poder descubrir el íntimo lugar que la cobijaba y al no mostrarme el suyo propio que albergaba en su pecho.
Cada día que pasaba aumentaba con progresión, diríase que geométrica, mi desesperación por no saber más sobre ese ángel rubio, pues sus cabellos eran del color del trigo, al cual ya estaba fuertemente unido con las cadenas del amor.
A veces tenía la sensación que disfrutaba de mi pesar, pues en diversas ocasiones asomaba a sus labios una sonrisa cruel y despótica que hacía que temblara compulsivamente todo mi ser.
Últimamente llevaba una vida bastante penosa; no comía, no dormía, tenía el aspecto muy demacrado y solo tenía pensamientos y ojos para Arabella.
En los dichosos momentos en los que lograba conciliar el sueño, la veía a ella, blanca y pura, en una cripta abovedada y repleta de telarañas; ante un altar inmenso nos desposábamos ante un séquito espectral y silencioso.
Una vez terminadas nuestras nupcias de pesadilla, se reía largamente, mostrando dos colmillos afilados que sobresalían de sus rosados labios y, lo que es peor, yo disfrutaba plenamente de esa sensación, pues compartía esa misma vampírica particularidad.
No sé que poderoso embrujo me ataba a ella pero no podía ni quería evitarlo.
- Arabella- la abordé, fuera de mí en un instante de debilidad-, yo la amo con locura, se habrá dado cuenta de esta situación y verá en el penoso estado que me encuentro por ello.
- Sí, sobradamente lo sé - contestó ella -, y me apena profundamente que este así por mi culpa.
Yo a usted le tengo gran estima pero aún es pronto para abrir las puertas de mi corazón de par en par. Todavía no...Tenga paciencia, es lo único que le pido.
Los melodiosos sonidos que emitía su garganta eran música para mis oídos y aguardaba de nuevo una circunstancia más propicia para mostrarle de nuevo mis sentimientos.
Habían, empero, grandes lagunas, indefinibles sombras que poblaban su semblante, que ensombrecían su firme voz.
Su visión se perdía esporádicamente en extraños limbos solamente visitados por su imaginación. Pero el hecho palpable que más me daba que pensar era el sonido que surgía de sus labios, pues me daba la sensación de haberlo escuchado anteriormente; una vaga sensación de familiaridad me asaltaba entonces y no sabía a qué causa ni a qué momento atribuirlo, pues no recordaba haberla visto jamás antes de ahora.
A intervalos regulares, una noche si y otra también se fue sucediendo nuestro peculiar modus operandi noctámbulo y soñoliento. Había transcurrido cerca de un año desde nuestro primer encuentro y todo transcurría con la misma lasitud por su parte.
Era una figura gélida que no transmitía ningún sentimiento o, por lo menos, a mi no me llegaba su débil señal.
Cierto día, en la víspera del día de todos los santos, con gran sorpresa por mi parte, me confesó que le encantaría, contra nuestra diaria costumbre, que la acompañara a su casa.
Yo no cabía en mí de gozo. ¡Después de tanto tiempo esperándolo, por fin llegaba el ansiado momento de conocer el espacio vital de Arabella!
Fue un acto tan inesperado por su parte que no pude comprender la premura con que fue pensado pero después no le di más importancia ¿No era lo que anhelaba desde el principio? ¿Qué ocultos secretos se esconderían tras aquellas paredes? Pronto lo descubriría por mí mismo.
Así que en aquel supremo instante, desconociendo por completo lo que sucedería posteriormente, nos encaminamos a su casa cogidos del brazo; yo avanzaba confiado y cauteloso a la vez.
Se encontraba en lo alto de una colina, alejada algunos kilómetros de toda existencia humana.
Al llegar frente a ella, nos saludó el cansino ulular de un búho y un inquietante batir de alas, proveniente de algún alado animal nocturno.
- Acompáñame, querido mío, adéntrate en mi posesión y en los misterios que la envuelven, ya próximos a desentrañar para ti.
Con estas extrañamente proféticas palabras me adentré junto a mujer tan arcana y hermosa en el interior de la casa, presto a notar algún hecho inusual que se escapara de mi nublada incomprensión.
Una vez dentro, para desilusión mía, no sucedió nada digno de destacar; la planta baja estaba sumida en una permanente penumbra, cuya visión costaba de abarcar hasta que no se acostumbraba la vista del todo.
Tras un rápido vistazo comprobé la pobre decoración que adornaba la estancia principal: una gran mesa de mármol con dos candelabros en el centro, algunos cuadros, sin duda retratos de antepasados de Arabella, dado su gran parecido y pesados cortinajes que protegían las tinieblas que nos envolvían de todo ataque lumínico.
Arabella cogió uno de los candelabros encendidos y me hizo seguirla a través del resto de habitaciones. Su decoración no era mejor ni más rica que la del salón; por todas partes había profusión de retratos femeninos en su gran mayoría. Lo que mayor sorpresa me deparó, siempre que la rauda luz de las velas se detenía en ellos lo suficiente, era el gran parecido existente entre Arabella y aquellas mujeres fallecidas hacía mucho tiempo, incluso centenares de años, observando la antigüedad de las pinturas.
Se dio cuenta de mi admiración por este motivo y se detuvo un momento para enseñármelas mejor.
- Veo que estás sorprendido por la casi idéntica apariencia entre mis antepasadas y yo - me dijo al fin -. La verdad es que es una casualidad bastante chocante para quien no está acostumbrado a verla asiduamente
como yo.
Se detuvo delante de dos cuadros que estaban juntos y me dijo: - ¿Ves, querido Basi? - tenía por costumbre acortar mi nombre, circunstancia que no me importaba en absoluto -, esta muchacha de aquí es Aramis, la fecha de este cuadro data del siglo XVI y, éste de aquí - señalando al de su derecha y el más próximo a nosotros -, es de Bella, otra antecesora mía; se trata simplemente de una instantánea fotográfica de mediados del siglo XIX, aunque ciertamente parece una pintura hecha al carbón -.
Fijándome detenidamente en el daguerrotipo corroboré este hecho: era una antiquísima fotografía enmarcada en la pared, tan desgastada y sumida en la oscuridad por la ausencia de luz, que mi vista había sido engañada la primera vez que la observé.
- Mi familia siempre ha tenido un asombroso parecido, sobre todo por parte femenina - dijo, para acabar drásticamente el derrotero que estaba tomando la conversación -.
- Sí, es extraordinario, sois gotas que han salido del mismo manantial. Vuestra belleza ha perdurado y perdurará a través de los siglos.
- Tenéis razón y, ahora si tenéis la bondad, seguidme -dijo con un tono de voz imperante en un rostro pétreo e imperturbable.
Dicho esto se encaminó con paso ligero a través de tortuosos pasadizos, a cuyos lados se abrían tenebrosas cuevas que albergaban desconocidos mundos.
La casa parecía por dentro más grande de lo que se intuía desde el exterior; hacía ya largo rato que deambulábamos por su estructura interna, dándome la sensación de que bajábamos a un subterráneo, pues percibí las paredes excavadas en la roca viva y los cimientos saliendo directamente de la tierra.
En un momento dado se detuvo y vislumbré una trampilla en el suelo: la coronaba una argolla de hierro con cabeza de cancerbero.
- Ya nos falta poco, mi buen señor, pronto descubrirás el final del recorrido y, con él, el fin de tus pesares y tus dudas.
La trampa, echándole un somero vistazo, debía ser sin duda alguna extremadamente pesada pero, para asombro mío, la levantó con inusitada facilidad.
Alumbró el principio del agujero negro, al que se asomaron, en uniforme sucesión, una serie de empinados escalones cuyo final no se vislumbraba desde arriba.
Se introdujo en ellos, silenciosa, como una sombra de otro mundo se metería en su tumba.
Bajamos, no sé durante cuanto tiempo, perdida ya toda noción de éste.
Tras un recorrido más o menos nivelado, sumido en permanentes tinieblas, volvimos a ascender a través de otros escalones, con la particularidad que estaban excavados directamente en la roca.
En un punto de nuestro alucinante deambular, me pareció divisar un foco de luz plateada, que se fue agrandando a medida que avanzábamos. Se veía, ahora lo sabía, a través de un orificio que daba directamente a la superficie, no sabía de qué lugar.
Ya casi estábamos en el punto más alto, muy próximo a desentrañar el desenlace del camino y de la consecuencia de su andadura.
Un mar de plata nos bañó con sus rayos, comprobé que lo que había visto no era sino la luna que colgaba del firmamento.
- Ahora ya no necesitamos esto, sígueme - dijo Arabella apremiándome, posando el candelabro en un rincón y saliendo a la superficie ignota, apartando unas hierbas que dificultaban tanto el acceso como la salida al pasadizo -.
Cuando nos encontramos ambos en el exterior, pude inhalar de nuevo el aire fresco de la noche, en contraposición al ambiente cerrado e irrespirable que emanaba del lugar del que procedíamos.
Una negra nube ocultó por unos segundos el brillo de la luna en el mismo instante que yo surgía al exterior, por lo que no pude ver en primera instancia donde nos hallábamos.
- Ahora, amor mío, comprueba nuestro nido incorrupto, donde nos amaremos por siempre más.
- ¿Pero qué...?
Quise decir algo pero en aquel instante la nube que había estado tapando la luna siguió su errante senda y se mostró la verdad cruenta en todo su horror.
Nos encontrábamos en un cementerio situado a varios centenares de metros tras la casa de Arabella, la cual se veía ahora más siniestra que nunca.
Junto a nosotros había dos lápidas; en una, grabados en caracteres cirílicos, se mostraban las letras de Arabella, cuya tumba estaba abierta desde dentro.
El otro sepulcro estaba también vacío, a la espera de otro ocupante cuyo nombre, ¡no podía ser!, atendía por B. Varescu, esposo de Arabella y muerto, como ella, hacía más de cuatro siglos.
En aquellos instantes sin comprender nada, lo entendí todo. Entonces ella habló, sacándome de mi reciente y profundo estupor.
- Sí, esposo mío, yo provengo, al igual que tú, de una región cercana a la Transilvania y nos hemos mantenido en la misma frontera que separa la vida de la muerte durante todo este tiempo.
Tú huiste hace mucho de nuestro país, escapando de un final seguro a manos de los campesinos temerosos de tu poder pero ya hastiados de las pérdidas, tanto humanas como animales, que ocasionaban tus sanguinarias incursiones.
Mírate en la actualidad, eres la parodia de la figura que fuiste, pues has querido renegar de tu esplendoroso pasado.
Entonces, en infernal relación, hice una rápida enumeración de los hechos.
Desde el fondo de mi mente afloraron pensamientos largamente sepultados: recordé la huida precipitada de Rumanía, con una horda de campesinos persiguiéndome con sus estacas y antorchas.
Rememoré de nuevo con palpitante placer el sabor de la sangre fresca, pues desde hacía mucho solo me alimentaba de pequeñas bestias del bosque, o incluso de insectos, un para nada exquisito manjar que no saciaba plenamente mi sed, solo para sobrevivir penosamente, aunque no me atrevía a hacerlo con personas y animales de granja por temor a volver a pasar por aquel infierno nuevamente.
Pero estaba muy débil, es cierto, aún sin mirarme en algún espejo sabía que mi aspecto estaba muy enflaquecido. En mi casa, de todas formas, no tenía ningún espejo. ¡Para qué, si no me reflejaba en ellos!
Y respecto a las alucinaciones, no eran tales, sino las voces y las figuras de mis familiares que salían de sus lejanas tumbas para que les acompañara. Pero yo no les hacía caso, intentando infructuosamente rehuir de mi sino inevitable.
Gracias a Arabella he recordado todo esto y vuelvo a ser el mismo de antes.
Pues nunca existió ninguna Aramis, ni ninguna Bella, siempre fue la misma persona, como siempre habrá, mientras dure el tiempo y tenga la suerte de no sufrir ningún desagradable percance, un solo Varescu, el último miembro del clan.
Juntos por siempre los dos reinaremos en las tinieblas y no seremos medrosos de ningún ser de este mundo, nosotros que nos regimos por las infaustas leyes del otro.
Ahora ya puedo vagar perpetuamente por las sombras de la eternidad, en compañía de mi amada Arabella.
Solamente se dejaba admirar bajo el envolvente y oscuro manto de la noche, únicamente moteado de puntos plateados, agazapados esporádicamente por el resplandor de la luna.
Yo también era una criatura nocturna por aquel entonces, pues andaba en busca del sosiego perdido a consecuencia de una reciente crisis nerviosa, cuyos síntomas visibles eran unas molestas e insistentes alucinaciones visuales y auditivas. El ajetreo de la vida moderna durante el día era insoportable para mi delicado estado de salud, así que me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y disfrutando de la más completa ociosidad.
Cuando el sol se recluía en su cárcel de oro tras el horizonte, parecía transformarme en otra persona y volvían a mí las perdidas fuerzas.
Entonces salía a dar largos paseos nocturnos que atemperaban mis maltrechos nervios.
En una de aquellas solitarias incursiones la vi por vez primera; tenía un halo misterioso que me atraía y repelía a la vez.
La seguí sin que se percatara de mi presencia durante más de una ocasión y comprobé que moraba en una casa solitaria, apartada del resto de los mortales en buena medida.
Mis furtivos seguimientos se vieron acompañados cada vez con más intensidad por fervientes deseos de hablar con criatura tan subyugante.
Cierto día hice acopio de valor y me decidí a acometerla de la forma más normal y distraída posible, para que así ella no sospechara de mis premeditadas intenciones.
Me acerqué, aparentando tranquilidad pero con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, una noche lluviosa de otoño; el ambiente era gélido para la fecha en la que nos hallábamos y la situación lo hacía más desapacible aún.
- Buenas noches, señora, mi nombre es Basil Varescu y provengo de un pintoresco pueblo de los Cárpatos rumanos - le dije, cortésmente -.
- Buenas noches, mi nombre es Arabella y también provengo de muy lejos.
Le he visto en más de una ocasión y he comprobado con alegría que compartimos idéntica afición. ¿ A qué es debido semejante honor? -Acabó diciendo con una voz suave y modulada, que me recordó en buena medida al sisear de una serpiente-.
- No me gusta el día, lo encuentro terriblemente rudo e inhumano. ¿ Qué le trae por España? Deduzco que hace poco que vive aquí, yo hace ya algunos años que me trasladé a este país, huyendo de la pobreza y de la incomprensión de las gentes campesinas de mi tierra, ancladas todavía en un pasado lejano; su pensamiento no va más allá de antiguas tradiciones y de la superchería medieval.
- Le comprendo perfectamente, yo también he pasado por algo parecido y anhelaba un cambio de aires. La verdad es que me siento muy sola, me sentiría muy honrada si se dignase a compartir conmigo estas horas muertas en las que disfruto plenamente de la existencia.
Me sentí honrado por aquellas palabras, tras una breve presentación por mi parte había accedido a que la acompañara cada noche en sus paseos, por lo que accedí gustosamente; era una invitación difícilmente declinable.
Yo también me encontraba solo y su sola presencia sería un acicate para mi maltrecho espíritu.
Me fijé detenidamente en su aspecto tras el primer intercambio de impresiones; su piel era extremadamente pálida, casi tan blanca como la nieve que yacía perpetuamente en las cumbres de las montañas que rodearon mi infancia. ¡Qué nostalgia sentía al recordar aquellos felices instantes, ya por siempre exceptuados de mi infeliz presente!
En contraposición a rostro tan blancuzco se encontraban sus labios, rojos como el arrebol que envolvía al amanecer, rojos como la sangre que vaga por las venas y que se agolpa en las sienes en los momentos de emoción como este, haciendo de eco del sonido del corazón.
Su belleza era serena y arrebatadora como el dulce canto de las sirenas y sus ojos eran dos faros apagados por lo negruzcos pero en los que, sin embargo, brillaba una extraña llama que parecía arder en una pasión sin límites cuando me hablaba y miraba directamente.
Cuando caminaba a mi lado era etérea en su andar, dando la impresión que era un fantasma que vagaba entre las brumas de un mundo que ya no le pertenecía. Había una indefinible sensación de reconocimiento por mi parte hacia su persona, como si ya hubiéramos coincidido en alguna otra ocasión, pero no sabía recordar ni en que lugar ni en que fecha, si es que fue así.
Yo intentaba que me contara retales del alma que formaban parte de su pasado pero siempre me esquivaba hábilmente, mostrándose reacia a hablar de ciertas cosas que yo notaba que la resultaban molestas, no sabía por qué razón, así que cambiaba rápidamente de tema de conversación.
- Usted es muy bueno conmigo -me confesó un día -, y me encantaría de veras compartir el dolor que me abruma terriblemente, mas aún es pronto para revelarle el motivo de mi ansiedad; espero que tenga la suficiente paciencia y que se haga cargo de mi situación, soy una persona reservada por naturaleza y mis vivencias pasadas me han hecho todavía más retraída si cabe.
Aquellas sinceras palabras me atemperaban el ánimo y saciaban momentáneamente mi curiosidad. De todas formas yo solo le había contado superficiales pinceladas de mi vida, sin ahondar demasiado en detalles personales y ella tampoco se mostraba demasiado predispuesta a indagar en el fondo de mi persona, por lo que decidí dejar las cosas como estaban hasta que decidiera abrirse cuando quisiera y sin recibir presiones de ningún tipo.
Desde hacía varias jornadas me permitía acompañarla hasta la puerta de su casa.
Era una propiedad antigua, como la mía, aunque con aspecto más señorial y siniestro, aire éste que le daba una retahíla de cipreses que se recortaban ante su achaparrada figura.
Yo admiraba desde la herrumbrosa verja de entrada el silencio imponente y la perpetua oscuridad que albergaba la mansión de Arabella. Ese halo misterioso te invitaba a entrar por su puerta para ver qué sorpresas te depararían la sola contemplación de su interior, pero nunca dejaba que traspasara el umbral y me iba, doblemente apesadumbrado, al no poder descubrir el íntimo lugar que la cobijaba y al no mostrarme el suyo propio que albergaba en su pecho.
Cada día que pasaba aumentaba con progresión, diríase que geométrica, mi desesperación por no saber más sobre ese ángel rubio, pues sus cabellos eran del color del trigo, al cual ya estaba fuertemente unido con las cadenas del amor.
A veces tenía la sensación que disfrutaba de mi pesar, pues en diversas ocasiones asomaba a sus labios una sonrisa cruel y despótica que hacía que temblara compulsivamente todo mi ser.
Últimamente llevaba una vida bastante penosa; no comía, no dormía, tenía el aspecto muy demacrado y solo tenía pensamientos y ojos para Arabella.
En los dichosos momentos en los que lograba conciliar el sueño, la veía a ella, blanca y pura, en una cripta abovedada y repleta de telarañas; ante un altar inmenso nos desposábamos ante un séquito espectral y silencioso.
Una vez terminadas nuestras nupcias de pesadilla, se reía largamente, mostrando dos colmillos afilados que sobresalían de sus rosados labios y, lo que es peor, yo disfrutaba plenamente de esa sensación, pues compartía esa misma vampírica particularidad.
No sé que poderoso embrujo me ataba a ella pero no podía ni quería evitarlo.
- Arabella- la abordé, fuera de mí en un instante de debilidad-, yo la amo con locura, se habrá dado cuenta de esta situación y verá en el penoso estado que me encuentro por ello.
- Sí, sobradamente lo sé - contestó ella -, y me apena profundamente que este así por mi culpa.
Yo a usted le tengo gran estima pero aún es pronto para abrir las puertas de mi corazón de par en par. Todavía no...Tenga paciencia, es lo único que le pido.
Los melodiosos sonidos que emitía su garganta eran música para mis oídos y aguardaba de nuevo una circunstancia más propicia para mostrarle de nuevo mis sentimientos.
Habían, empero, grandes lagunas, indefinibles sombras que poblaban su semblante, que ensombrecían su firme voz.
Su visión se perdía esporádicamente en extraños limbos solamente visitados por su imaginación. Pero el hecho palpable que más me daba que pensar era el sonido que surgía de sus labios, pues me daba la sensación de haberlo escuchado anteriormente; una vaga sensación de familiaridad me asaltaba entonces y no sabía a qué causa ni a qué momento atribuirlo, pues no recordaba haberla visto jamás antes de ahora.
A intervalos regulares, una noche si y otra también se fue sucediendo nuestro peculiar modus operandi noctámbulo y soñoliento. Había transcurrido cerca de un año desde nuestro primer encuentro y todo transcurría con la misma lasitud por su parte.
Era una figura gélida que no transmitía ningún sentimiento o, por lo menos, a mi no me llegaba su débil señal.
Cierto día, en la víspera del día de todos los santos, con gran sorpresa por mi parte, me confesó que le encantaría, contra nuestra diaria costumbre, que la acompañara a su casa.
Yo no cabía en mí de gozo. ¡Después de tanto tiempo esperándolo, por fin llegaba el ansiado momento de conocer el espacio vital de Arabella!
Fue un acto tan inesperado por su parte que no pude comprender la premura con que fue pensado pero después no le di más importancia ¿No era lo que anhelaba desde el principio? ¿Qué ocultos secretos se esconderían tras aquellas paredes? Pronto lo descubriría por mí mismo.
Así que en aquel supremo instante, desconociendo por completo lo que sucedería posteriormente, nos encaminamos a su casa cogidos del brazo; yo avanzaba confiado y cauteloso a la vez.
Se encontraba en lo alto de una colina, alejada algunos kilómetros de toda existencia humana.
Al llegar frente a ella, nos saludó el cansino ulular de un búho y un inquietante batir de alas, proveniente de algún alado animal nocturno.
- Acompáñame, querido mío, adéntrate en mi posesión y en los misterios que la envuelven, ya próximos a desentrañar para ti.
Con estas extrañamente proféticas palabras me adentré junto a mujer tan arcana y hermosa en el interior de la casa, presto a notar algún hecho inusual que se escapara de mi nublada incomprensión.
Una vez dentro, para desilusión mía, no sucedió nada digno de destacar; la planta baja estaba sumida en una permanente penumbra, cuya visión costaba de abarcar hasta que no se acostumbraba la vista del todo.
Tras un rápido vistazo comprobé la pobre decoración que adornaba la estancia principal: una gran mesa de mármol con dos candelabros en el centro, algunos cuadros, sin duda retratos de antepasados de Arabella, dado su gran parecido y pesados cortinajes que protegían las tinieblas que nos envolvían de todo ataque lumínico.
Arabella cogió uno de los candelabros encendidos y me hizo seguirla a través del resto de habitaciones. Su decoración no era mejor ni más rica que la del salón; por todas partes había profusión de retratos femeninos en su gran mayoría. Lo que mayor sorpresa me deparó, siempre que la rauda luz de las velas se detenía en ellos lo suficiente, era el gran parecido existente entre Arabella y aquellas mujeres fallecidas hacía mucho tiempo, incluso centenares de años, observando la antigüedad de las pinturas.
Se dio cuenta de mi admiración por este motivo y se detuvo un momento para enseñármelas mejor.
- Veo que estás sorprendido por la casi idéntica apariencia entre mis antepasadas y yo - me dijo al fin -. La verdad es que es una casualidad bastante chocante para quien no está acostumbrado a verla asiduamente
como yo.
Se detuvo delante de dos cuadros que estaban juntos y me dijo: - ¿Ves, querido Basi? - tenía por costumbre acortar mi nombre, circunstancia que no me importaba en absoluto -, esta muchacha de aquí es Aramis, la fecha de este cuadro data del siglo XVI y, éste de aquí - señalando al de su derecha y el más próximo a nosotros -, es de Bella, otra antecesora mía; se trata simplemente de una instantánea fotográfica de mediados del siglo XIX, aunque ciertamente parece una pintura hecha al carbón -.
Fijándome detenidamente en el daguerrotipo corroboré este hecho: era una antiquísima fotografía enmarcada en la pared, tan desgastada y sumida en la oscuridad por la ausencia de luz, que mi vista había sido engañada la primera vez que la observé.
- Mi familia siempre ha tenido un asombroso parecido, sobre todo por parte femenina - dijo, para acabar drásticamente el derrotero que estaba tomando la conversación -.
- Sí, es extraordinario, sois gotas que han salido del mismo manantial. Vuestra belleza ha perdurado y perdurará a través de los siglos.
- Tenéis razón y, ahora si tenéis la bondad, seguidme -dijo con un tono de voz imperante en un rostro pétreo e imperturbable.
Dicho esto se encaminó con paso ligero a través de tortuosos pasadizos, a cuyos lados se abrían tenebrosas cuevas que albergaban desconocidos mundos.
La casa parecía por dentro más grande de lo que se intuía desde el exterior; hacía ya largo rato que deambulábamos por su estructura interna, dándome la sensación de que bajábamos a un subterráneo, pues percibí las paredes excavadas en la roca viva y los cimientos saliendo directamente de la tierra.
En un momento dado se detuvo y vislumbré una trampilla en el suelo: la coronaba una argolla de hierro con cabeza de cancerbero.
- Ya nos falta poco, mi buen señor, pronto descubrirás el final del recorrido y, con él, el fin de tus pesares y tus dudas.
La trampa, echándole un somero vistazo, debía ser sin duda alguna extremadamente pesada pero, para asombro mío, la levantó con inusitada facilidad.
Alumbró el principio del agujero negro, al que se asomaron, en uniforme sucesión, una serie de empinados escalones cuyo final no se vislumbraba desde arriba.
Se introdujo en ellos, silenciosa, como una sombra de otro mundo se metería en su tumba.
Bajamos, no sé durante cuanto tiempo, perdida ya toda noción de éste.
Tras un recorrido más o menos nivelado, sumido en permanentes tinieblas, volvimos a ascender a través de otros escalones, con la particularidad que estaban excavados directamente en la roca.
En un punto de nuestro alucinante deambular, me pareció divisar un foco de luz plateada, que se fue agrandando a medida que avanzábamos. Se veía, ahora lo sabía, a través de un orificio que daba directamente a la superficie, no sabía de qué lugar.
Ya casi estábamos en el punto más alto, muy próximo a desentrañar el desenlace del camino y de la consecuencia de su andadura.
Un mar de plata nos bañó con sus rayos, comprobé que lo que había visto no era sino la luna que colgaba del firmamento.
- Ahora ya no necesitamos esto, sígueme - dijo Arabella apremiándome, posando el candelabro en un rincón y saliendo a la superficie ignota, apartando unas hierbas que dificultaban tanto el acceso como la salida al pasadizo -.
Cuando nos encontramos ambos en el exterior, pude inhalar de nuevo el aire fresco de la noche, en contraposición al ambiente cerrado e irrespirable que emanaba del lugar del que procedíamos.
Una negra nube ocultó por unos segundos el brillo de la luna en el mismo instante que yo surgía al exterior, por lo que no pude ver en primera instancia donde nos hallábamos.
- Ahora, amor mío, comprueba nuestro nido incorrupto, donde nos amaremos por siempre más.
- ¿Pero qué...?
Quise decir algo pero en aquel instante la nube que había estado tapando la luna siguió su errante senda y se mostró la verdad cruenta en todo su horror.
Nos encontrábamos en un cementerio situado a varios centenares de metros tras la casa de Arabella, la cual se veía ahora más siniestra que nunca.
Junto a nosotros había dos lápidas; en una, grabados en caracteres cirílicos, se mostraban las letras de Arabella, cuya tumba estaba abierta desde dentro.
El otro sepulcro estaba también vacío, a la espera de otro ocupante cuyo nombre, ¡no podía ser!, atendía por B. Varescu, esposo de Arabella y muerto, como ella, hacía más de cuatro siglos.
En aquellos instantes sin comprender nada, lo entendí todo. Entonces ella habló, sacándome de mi reciente y profundo estupor.
- Sí, esposo mío, yo provengo, al igual que tú, de una región cercana a la Transilvania y nos hemos mantenido en la misma frontera que separa la vida de la muerte durante todo este tiempo.
Tú huiste hace mucho de nuestro país, escapando de un final seguro a manos de los campesinos temerosos de tu poder pero ya hastiados de las pérdidas, tanto humanas como animales, que ocasionaban tus sanguinarias incursiones.
Mírate en la actualidad, eres la parodia de la figura que fuiste, pues has querido renegar de tu esplendoroso pasado.
Entonces, en infernal relación, hice una rápida enumeración de los hechos.
Desde el fondo de mi mente afloraron pensamientos largamente sepultados: recordé la huida precipitada de Rumanía, con una horda de campesinos persiguiéndome con sus estacas y antorchas.
Rememoré de nuevo con palpitante placer el sabor de la sangre fresca, pues desde hacía mucho solo me alimentaba de pequeñas bestias del bosque, o incluso de insectos, un para nada exquisito manjar que no saciaba plenamente mi sed, solo para sobrevivir penosamente, aunque no me atrevía a hacerlo con personas y animales de granja por temor a volver a pasar por aquel infierno nuevamente.
Pero estaba muy débil, es cierto, aún sin mirarme en algún espejo sabía que mi aspecto estaba muy enflaquecido. En mi casa, de todas formas, no tenía ningún espejo. ¡Para qué, si no me reflejaba en ellos!
Y respecto a las alucinaciones, no eran tales, sino las voces y las figuras de mis familiares que salían de sus lejanas tumbas para que les acompañara. Pero yo no les hacía caso, intentando infructuosamente rehuir de mi sino inevitable.
Gracias a Arabella he recordado todo esto y vuelvo a ser el mismo de antes.
Pues nunca existió ninguna Aramis, ni ninguna Bella, siempre fue la misma persona, como siempre habrá, mientras dure el tiempo y tenga la suerte de no sufrir ningún desagradable percance, un solo Varescu, el último miembro del clan.
Juntos por siempre los dos reinaremos en las tinieblas y no seremos medrosos de ningún ser de este mundo, nosotros que nos regimos por las infaustas leyes del otro.
Ahora ya puedo vagar perpetuamente por las sombras de la eternidad, en compañía de mi amada Arabella.
Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)
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