martes, 5 de enero de 2010

El Juicio Final

Abre los ojos, escritor,
a la cruda realidad y contempla
la verdad de tu condición:
un esbozo de vanidad sobre lienzo de arena.
(Alguien que sabía lo que decía)
Un decálogo afirma que una obra literaria nunca debiera comenzar presentando a los protagonistas. Yo me cisco en los decálogos, por eso comenzaré mi relato como me venga en gana. Si se escribieran tantos libros como decálogos, no quedaría hueco alguno en los anaqueles de las librerías.
Soy escritor; bueno, en realidad… ¡Que diantre, sí! Claro, por supuesto que soy escritor. En realidad, más que una ocupación, escribir ha constituido para mí una obsesión durante los últimos… ¡Yo qué sé, muchos años! Una vez, incluso llegué a ganar unos juegos florales, en mi pueblo, con dieciséis años, y le dejé con dos palmos de narices al nieto de doña Luisa, un lechuguino que acababa de llegar de Madrid con el título de filosofía y letras bajo del brazo y se pensaba que tenía el premio en el bolsillo ¡Y una mierda para él! Lo cierto es que este fue mi único y efímero laurel en el mundo de la literatura.
Pensándolo retrospectivamente, quizás fue este galardón el que me metió en el cuerpo el veneno de la escritura. Desde entonces, no he hecho otra cosa que dar tumbos, pluma en mano. Incluso he sido finalista en varios certámenes importantes, algo que no me ha servido para nada, mucho menos para publicar. Recuerdo con vivido detalle el primero de estos concursos: cuando la editorial me llamó para decirme que había sido elegido entre los diez finalistas, no daba crédito. Me presenté en la ceremonia flotando en una nube, y la alfombra roja que pisé para entrar al acto se me antojó la de los Oscar. Los desengaños no se hicieron esperar. Aparte de que, como cabía esperar, no gané el concurso, nadie de la editorial se molestó en conocerme. No esperaba que el director fuera a saludarme en persona, pero ni siquiera se presentó el último mono diciendo: ”Le damos la bienvenida en nombre de la editorial X, Señor Y”, dejándome bastante claro cuán grande era la estima que sentían por mí, es más, hasta habían olvidado preparar mi invitación y una secretaria tuvo que escribirla mano, de forma apresurada y chapucera, mientras que yo aguardaba abochornado en la cola de la entrada.
A pesar de este chorro de agua fría, debo confesar que retorné del certamen con renovadas ilusiones, confiado en que el resultado del concurso iba a ser aval suficiente para que las editoriales se me disputasen ¡Iluso de mí! Con admirable candor e imbuido con esta creencia, encargué una docena de copias de mi novela y se la envié a los principales sellos del país, acompañándola de una carta de presentación que incluía mi flamante resultado en el notorio certamen ¡Doblemente iluso de mí! A ninguna de las editoriales pareció impresionarle lo más mínimo este resultado tan meritorio, y la mayoría rechazaron mi obra con la misma carta neutra que emplean para responder a cualquier chiflado al que se le ocurre enviar un manuscrito por su cuenta y riesgo. Y digo la mayoría, porque un par de ellas ni siquiera se molestaron en responder. Algunas hasta se dignaron a devolverme el ejemplar. Una en concreto, la primera que me respondió, me lo devolvió impecable: resultaba evidente que no habían llegado a abrir el libro, pues las hojas conservaban incluso la electricidad estática con la que salen de la fotocopiadora.
¿Sirvió esto para desanimarme? ¡Por supuesto que no! Bueno, he de reconocer que al principio sí lo hizo un poco, pero después no tuvo otro efecto que reafirmar mi determinación de lograr el éxito, aunque sólo fuese por darle con el triunfo en los morros a toda esa pandilla de presuntuosos ¡Y ojalá que pintasen bastos!
Entretanto, había concluido otra novela, que tenía a medias cuando se falló el primer concurso, y, más que nada por no saber qué otra cosa hacer con él, lo envié a otro certamen, donde también, bendita casualidad, resultó elegida entre los finalistas. Esta vez más escéptico por las experiencias sufridas, acudí a la ceremonia del certamen, con idéntico resultado que el anterior.
¿Sirvió esto para desanimarme? Ciertamente: sí. Aunque lo que más hizo fue desconcertarme ¿Cómo era posible que mis libros, que al parecer eran lo bastante buenos como para llegar a las finales de los concursos, no sirviesen para ser publicados por unas editoriales que no paraban de sacar al mercado inmundicias infames, algunas con el único mérito de ser firmadas, que no escritas, por algún personaje mediático, pero cuyo solo título ya desanimaba a abrir el libro? Si alguien lo sabe, que me lo cuente.
Más por curiosidad que por esperanza, comencé a investigar en internet, donde hay multitud de foros en los que centenares de pobres desdichados, como yo, comparten sus penurias y sus vanas aspiraciones. Por lo que afirman, llegar directamente a una editorial es poco menos que imposible, los concursos grandes los emplean las editoriales con fines promocionales, los prestigiosos están manejados por las férreas manos de los agentes y los de provincias se los reparten entre amiguetes ¡Halagüeño panorama! Al parecer, hay algunos concursos que son limpios, bueno, eso afirman los que los ganan.
En paralelo, no cesaba de escribir. Una temporada me pasé a los relatos: varias finales, un par de menciones e incluso una publicación, por supuesto sin compensación económica. También seguía probando otros caminos: según postulaban los entendidos, no se debe enviar directamente el manuscrito a la editorial, es preferible remitirles una carta breve, una página a lo sumo, tratando de convencerles para que te soliciten el manuscrito. Procuré redactar mi mejor carta promocional y, armado con una lista de editoriales, se la envié por correo electrónico a todas y cada una de la relación: sólo una me solicito uno de los manuscritos, que al poco tiempo rechazó con una nota similar a las muchas que había recibido ya.
Si no puede ser la editorial, por fuerza ha de ser el agente. Equipado con una lista de agentes, les envío una carta similar a la otra: sólo uno se molesta en responderme y los resultados aún están por ver. Me prostituyo literariamente, cambio de estilo, incluso llego a escribir una novela de enigmas históricos resueltos de forma detectivesca en la época actual; más certámenes, más editoriales, más…nada.
¿Parece triste? ¡Claro, coño, porque lo es! Lo cierto es que no se me ocurre qué otra cosa hacer, como no sea tratar de escribir con la boca mientras que hago el pino, algo que a estas alturas intuyo de veras complicado, sobre todo después de haber trasegado más de media botella de Soberano, la que uso para cocinar y a la que ya se le ve el culo, a falta de otro alcohol en casa. Junto a ella, la única herencia que recibí de mi tío, el guardia civil, una pistola confiscada a un famoso maqui, cuyo nombre, si alguna vez fue conocido, hoy no lo recuerda nadie. Como el mío. Es absurdo. Es la solución. Es…negrura.

***

– ¡Despabilad pronto la caraja, que hay que hacer!
– ¿Queeé…? –es lo único que acierto a decir babeando.
– ¡Que os pongáis en pié, pardiez! ¡Si no servís para beber, mucho menos para escribir! ¿Y esto es lo que mandan ahora? ¡Ni para percha, valéis! Con mucho esfuerzo, para tacos de mosquete.
– ¿Qué decís? –a lo mejor es porque aún no estoy del todo lúcido, pero el caso es que se me está pegando la forma de hablar del tipo. Mas entrado en años y en kilos que yo, casi ocultos los ojos por unas extrañas antiparras, viste algo parecido a los trajes de los tunos que suelen amenizar bodas y bautizos, si bien reemplazadas las cintas por una vistosa cruz roja, como la que lucen las tartas de Santiago, y tocado con un sombrero, que más que tal parece un porche, rematado por una vistosa pluma– ¿Qué sucede, es carnaval?
– ¿Carnaval, decís? ¡Vísperas de difuntos, pero perpetuas! –termina la frase rematándola con una estentórea carcajada.
– ¿Pero qué demonios…?
– ¡No mentéis la soga en casa del ahorcado! –de súbito, ha perdido el sentido del humor– Venid ya, no tenemos toda la eternidad para vos. Por desgracia, el número de escritorzuelos no tiene tasa.
– ¿Pero quién sois?
– ¿Os decís escritor y no me reconocéis?
– ¿No seréis por un casual Don F…?
– No pronunciéis nombres, que los carga quien ya sabéis. Por mi vanidad de pretender saber cómo era el juicio final, estoy condenado a guiar en este a todos los que, como vos, tienen aspiraciones de pluma, sin ser bujarrones, que esos quedan para el otro, el de los turbios palabros.
En estas, me asió por el brazo y la estancia se desmaterializó para ser substituida, unos instantes después, por un vasto espacio lechoso, que, más que fuera infinito, lo que ocurría es que no se acertaban a distinguir los confines, difuminados, en el que flotaban grácilmente seres etéreos y cristalinos.
– En el cielo os hayáis –anunció mi anfitrión– aquí terminan recalando aquellos que escribieron un poema de amor o una oda a su madre y pusieron en ello toda su corazón, y no volvieron jamás a empuñar la pluma.
– ¿Y todos los grandes maestros? ¿Cómo es que no están aquí…?
– ¡No digáis nombres! Aquí no pueden permanecer más que las almas puras, no todos esos que te bullen en la cabeza y que no hicieron otra cosa que valerse de su pluma para demostrar a los demás cuán dignos de admiración eran. Algunos, incluso, se sentían creadores, cuando no hacían otra cosa que refreír un poco la realidad y servir sus vivencias cocinadas, tratándolas de hacer parecer algo original.
– ¿Y vos maestro?
– ¿Yo, decís? Bueno, quizás tengan algo que ver un par de sonetos que compuse sobre… ¡Pero no viene a cuento! ¡Venid, que el tiempo apremia!
Agarrándome de nuevo, se disolvió lo anterior y dio paso a una especie de gigantesca redoma.
– ¿No será esta, acaso, la redoma que contiene al marqués de Villena hecho jigote?
– ¿Al marqués decís? ¡Acercaros más y veréis! –Hice lo que me indicaba y pude observar infinidad de escuálidos espectros sin boca, ojos, nariz, orejas o extremidades, que reptaban y se entremezclaban, como un puñado de gusanos– Contempláis el limbo. Aquí residen a perpetuidad todos los que no llegaron a ser, los que incubaron pretensiones literarias pero no fueron capaces de alumbrar obra alguna; esto es: críticos, eruditos y gentes de su calaña.
– No parece una suerte envidiable.
– No lo es, pero las hay peores. Venid –volviéndome a agarrar, nos trasladamos una vez más, ahora a un lúgubre dédalo de corredores de hormigón pobremente iluminado por mortecinos tubos fluorescentes–. Habéis llegado al infierno.
– ¿No debería ser una gran gruta devorada por terribles fuegos y repleta de pavorosos ingenios de tortura?
– Así era, pero el dueño de esto, que no tiene ni un pelo de tonto, lo mejoró, o lo empeoró, según como se mire, tomándoles prestados sus diseños a algunos de vuestros arquitectos.
– ¿No nos hemos saltado el purgatorio?
– ¿El purgatorio decís? –replicó en medio de grandes carcajadas – ¡Jamás hubo tal! Sólo fue un invento de la iglesia para sacarle los cuartos a los incautos con misas, bulas y perdonanzas.
– ¿Quién es esa que grita como una loca? –pregunté refiriéndome a una mujer que chillaba como una posesa mientras que se tapaba los oídos y a su alrededor una pléyade de hombrecillos grises leía en voz alta, cada uno una letanía diferente.
– ¿No la reconoces? Pues es coetánea tuya.
– Pero si no ha muerto aún –repuse tras haberla identificado.
– El infierno es intemporal y atemporal, amigo, cosas de la eternidad. Como sabréis y a pesar de no merecerlos, recibió multitud de honores y prebendas, pese a lo cual no dejó nunca de reclamar aquellos que se le habían negado, por supuesto con toda justicia, me refiero a la negación. Permanece rodeada por los jurados de los premios que recibió inmerecidamente y por los críticos que la ensalzaron en falso. Ellos están condenados a leer sus obras y ella a escucharlas, por toda la eternidad.
– Admito que es un castigo formidable. Yo no conseguí llegar a la tercera página de ninguno de sus libros.
– ¿Qué otra cosa esperabais? Es una pena digna del maligno.
– ¿Y quiénes son aquellos seres que se quejan con voz tan lastimera? – indagué refiriéndome a unos que arrancaban páginas de libros, que después ingerían, no sin afectadas lamentaciones.
– Esos son los lectores de las editoriales, condenados a tragarse todos los manuscritos que rechazaron por pura desidia o presunción. Lloriquean tanto porque los libros tienen el sabor de la amargura que su rechazo produjo en los autores ¿Ves a ese que se traga uno entero? –asentí con la cabeza– Le corresponde así porque no llego a leerlo, le disgustó el título.
– Le está bien empleado ¿Y ese? –requerí en referencia a otro que, mientras que se embutía el libro, era flagelado por dos demonios.
– Ese tiene más delito, porque, además de no leer el manuscrito, doblaba las puntas de las hojas, una cada treinta o cuarenta páginas, para que diera la impresión de que lo hubiera hecho.
– ¿Y estos de allá? –añadí en referencia a otros que, inmersos en un inmenso albañal, pugnaban por salir de el en vano; de cuando en cuando eran absorbidos y, al emerger de nuevo, al cabo de unos instantes, lo hacían tosiendo y escupiendo grandes bocanadas de inmundicia.
– Son los editores. Están condenados a permanecer ad infinitum entre toda la mierda que han publicado.
– Por todo lo visto, Maestro, no parece ni por asomo que Satanás sea la criatura cruel y malvada que nos han hecho creer. Más bien me parece un juez justo que otorga a cada cual lo que se merece. En algunos casos, incluso se me antojó algo indulgente.
– Así es, amigo, la fama es un estigma difícil de desterrar.
– Sólo una cosa más, Maestro: no me ha dicho nada Usted de los agentes ¿No merecerían también estar aquí?
– ¿Los agentes, decís? –prorrumpió carcajeando de nuevo– ¿No sabéis, acaso, que son los mejores servidores de Lucifer? En cuanto que uno muere, se reencarna de inmediato, en edad adulta, con agencia y cartera de clientes ¿Conocéis, quizá, alguna madre que tenga algún hijo agente?
Reconociendo cuánta verdad encerraban sus palabras, no podía despedirme de él, al que por cierto ya se le veía apresurado por hacer lo propio conmigo, sin preguntarle una cuestión más que me reconcomía.
– ¿Y a mí que me corresponde, Maestro?
– ¿A vos? Lo peor, imbécil, vivir, que ni para mataros servís.
Mientras que todo se desvanecía, aún alcance a oír un último grito suyo.

– ¡Probad a escribirlo! ¡Seguro que son tan necios que pensarán que lo habéis inventado vos!
Mientras que se desvanecían las últimas carcajadas, aparecí de nuevo en mi cuarto, donde, ni corto ni perezoso, seguí su consejo y, con la cabeza repicando como las campanas de la catedral a causa del Soberano, levanté testimonio cabal todo lo acontecido, sin omitir ni agregar palabra, punto o coma, para que tú, lector, si existes o llegas hasta aquí, sepas, a ciencia cierta y de primera boca, qué es lo que nos aguarda no a mucho tardar.


Da fe de todo lo dicho quien suscribe, y si algo de lo aquí relatado no se ajustase exactamente a la verdad de los hechos –si tal felonía fuera posible– da su consentimiento para que lo premien, lo publiquen, lo entrevisten, lo ensalcen y llegados al punto, hasta que lo representen.

Juan Carlos Garrido de Pozo (Paracuellos de Jarama, Madrid)

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