El mar estaba en calma aquella cálida mañana de mayo. Sobre el horizonte, el capitán del buque insignia podía contemplar la bruma que hacía que se difuminara la línea entre el mar y el cielo, haciendo casi indistinguibles la una del otro.
Ellos, el buque insignia y los demás acorazados se dirigían hacía esa bruma que parecía rodearles como un horizonte circular a modo de lazo. Esto lo había visto el Capitán, cuando salió de su camarote y giró la cabeza para comprobar, también, que hacía mucho que zarparon de tierra firme. Fue la última vez que salió de su camarote. Desde entonces y después de ver todo esto, decidió meterse otra vez en su habitáculo y delegar toda la responsabilidad de guiar el buque y los demás barcos al contramaestre.
Desde el pequeño habitáculo, junto a la estufa de gas y mientras agarraba con sus dos grandes manos la taza de ponche, fantaseaba con grandes batallas, se imaginaba ordenando disparar los cañones y sentir todo el fragor de la lucha. Seguidamente, él mismo esbozaba una sonrisa, dándose cuenta de que casi ninguno de esos cañones funcionaban y que no eran más que un montón de chatarra oxidada. Se daba cuenta de lo destartalada que estaba la flota que le seguía y su propio buque.
Esto le hacía quedarse mirando las llamitas azules de la estufa un buen rato que haciendo que se le encendieran otra llamas a él en la cabeza. Pensaba luego que la solución era una gran derrota y se decía a si mismo “Es preciso, seré entonces como el Almirante Pierre Villeneuve en la batalla de Trafalgar y haré que uno a uno se vayan hundiendo todos los barcos que me siguen y el mío propio, elegiré la peor táctica de combate y será tragado todo por el mar, en esta cálida mañana de mayo”. Abstraído miraba la llamita azulada. En ese preciso instante se abrió la puerta y entró el contramaestre para decirle que no había ninguna novedad a bordo, mientras permanecía firme y decía: “¿alguna orden mi capitán?” El capitán apartó la mirada de la estufa y con una extraña sonrisa le dijo al contramaestre: “Hijo, lo mejor es que os vayáis todos a casa, algún día este mar nos transfigurará a todos y podremos estar al lado de los ángeles de la guarda y presencias que invisiblemente nos acompañan. Tú también tienes una y al final podrás verla. Coge todas tus cosas y mételas en tu macuto, no le des más vueltas, la guerra ha terminado”. Con estas enigmáticas palabras terminó el extraño viaje del buque insignia y la flota que le seguía. Después de esto, todos se fueron a casa.
Ellos, el buque insignia y los demás acorazados se dirigían hacía esa bruma que parecía rodearles como un horizonte circular a modo de lazo. Esto lo había visto el Capitán, cuando salió de su camarote y giró la cabeza para comprobar, también, que hacía mucho que zarparon de tierra firme. Fue la última vez que salió de su camarote. Desde entonces y después de ver todo esto, decidió meterse otra vez en su habitáculo y delegar toda la responsabilidad de guiar el buque y los demás barcos al contramaestre.
Desde el pequeño habitáculo, junto a la estufa de gas y mientras agarraba con sus dos grandes manos la taza de ponche, fantaseaba con grandes batallas, se imaginaba ordenando disparar los cañones y sentir todo el fragor de la lucha. Seguidamente, él mismo esbozaba una sonrisa, dándose cuenta de que casi ninguno de esos cañones funcionaban y que no eran más que un montón de chatarra oxidada. Se daba cuenta de lo destartalada que estaba la flota que le seguía y su propio buque.
Esto le hacía quedarse mirando las llamitas azules de la estufa un buen rato que haciendo que se le encendieran otra llamas a él en la cabeza. Pensaba luego que la solución era una gran derrota y se decía a si mismo “Es preciso, seré entonces como el Almirante Pierre Villeneuve en la batalla de Trafalgar y haré que uno a uno se vayan hundiendo todos los barcos que me siguen y el mío propio, elegiré la peor táctica de combate y será tragado todo por el mar, en esta cálida mañana de mayo”. Abstraído miraba la llamita azulada. En ese preciso instante se abrió la puerta y entró el contramaestre para decirle que no había ninguna novedad a bordo, mientras permanecía firme y decía: “¿alguna orden mi capitán?” El capitán apartó la mirada de la estufa y con una extraña sonrisa le dijo al contramaestre: “Hijo, lo mejor es que os vayáis todos a casa, algún día este mar nos transfigurará a todos y podremos estar al lado de los ángeles de la guarda y presencias que invisiblemente nos acompañan. Tú también tienes una y al final podrás verla. Coge todas tus cosas y mételas en tu macuto, no le des más vueltas, la guerra ha terminado”. Con estas enigmáticas palabras terminó el extraño viaje del buque insignia y la flota que le seguía. Después de esto, todos se fueron a casa.
Eduardo Candil Fernández (Madrid)
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