martes, 12 de enero de 2010

Dias sombríos

Pudo sentir los rayos del sol rasgándole la cara, inmisericorde penetraba la luz entre los parpados inflamados, ahí se dio cuenta de que le dolía el cuerpo, los huesos eran como un palo astillado, se retorció lentamente; como una salamandra que agoniza. Tampoco recordaba mucho, hasta que intento incorporarse y entonces una punzada en las costillas la devolvió de un solo golpe al suelo. Mientras regresaba de aquel sueño, trato de reconstruir los acontecimientos, la mente divagaba como un punto único perdido en la pared blanca, recordó que aquel espacio era su habitación, miro en la repisa una fotografía de ella sonriente. Detrás de esa imagen parecían escondidas sombras distorsionadas, se pregunto entonces cuanto tiempo llevaba ahí, no sabía que día era, ni la hora o la estación del tiempo; le parecía como si hubiera permanecido una eternidad durmiendo, perdida en el limbo de la mente, con los sentidos ralentizado y el corazón autista a su entorno. La cabeza le comenzó a punzar, eran como dos manos invisibles ejerciendo presión en las sienes; después de luchar contra su propio cuerpo pudo finalmente sentarse en medio de aquella habitación primorosamente decorada, por primera vez en mucho tiempo aquel lugar le pareció horrendo. Se tallo los ojos, por ahí intentaron fugarse algunas lagrimas, era tal la inflamación que apenas y podía divisar el entorno, maldijo en voz baja. Hasta su voz parecía diluirse con el aire frio que penetraba por debajo de la enorme puerta de madera.

Ahí entendió como había llegado hasta ese lugar, de un solo soplo se colapso su mente de recuerdos, como pudo se arrastro por el piso hasta alcanzar con la mano temblorosa un espejo, se contemplo, era la margarita desojada después de una golpiza, nunca se considero hermosa; por el contrario, se avergonzaba de ir a las cenas de empresa enfundada en un traje brillante y subida en los diáfanos tacones, estaba medio desnuda, la bata raída hacían que un frio le devorase, pensó en los veranos de aquella ciudad costera, el olor a salitre del mar traído a sus fosas nasales como perfume embriagador de las profundidades, esos días eran mejores que el puñado de hielo en forma de joyas. Giro la cabeza y vio el reloj sentenciándole con sus manecillas, -es tardísimo- pronuncio apenas. Pero ¿tarde para qué? Le susurro su conciencia desvencijada. Entonces apuro sus movimientos como un felino herido.

-él vendrá pronto-. Se decía mientras temblaba de miedo, anticipándose a su mal destino, ya no quedaba nada de la niña menguante que solía ser, del violín y sus nostalgias o la sonrisa tersa decorando el marco impecable de su cara larga. Siempre le tuvo pánico, un terror que le recorría los poros y le vaporizaba cualquier ansia de mujer liberada, desde la primer bofetada supo que aquel irremediable amante jamás podría refrenar sus impulsos, al principio era un dolor de mejillas, una fiebre en la frente, una herida en la boca que sanaban en una semana y con una enorme caja de bombones. Después vinieron las patadas, los primeros huesos rotos, la humillación y finalmente el que quedar inocente. –Todo por un maldito plato de comida-. Exclamo escupiendo el último rescoldo de sangre en la boca.

Se metió a la ducha, con la esperanza de que con el agua se expiaran sus dolores. Ya no pensaba ni siquiera en denunciar, sumergida en la bañera se imaginaba frente a un oficial de policía mayor, siendo analizada como la rana de laboratorio, destajada hasta el tuétano, eso era lo que le faltaba que otro desconocido le mutilara lo poco que le quedaba del sentido, se cuestionaba de lo que podría lograr, una semana de cárcel, una orden de alejamiento y después que, más que el miedo a su verdugo le temía a la vida, habría que buscarse un trabajo, salir, entrevistarse, asistir a la inmensa fila de desempleados en busca de un sueño. Todo eso le parecía engorroso, vergonzoso para una simple mujer que ha pasado toda la vida recluida en los muros de su casa, ya era parte de los muebles, un jarrón mas que de vez en cuando daba problemas al hombre frustrado en el que se convirtió su esposo. La historia de aquella mujer era la de siempre, un numero más en la lista de víctimas de la violencia que vive la ciudad recóndita, una cara marcada por las circunstancias, un cuerpo señalado a saber por qué mala suerte.

Cuando salió de la ducha se vistió con lo primero que encontró, un cómodo pantalón negro y la camisa enorme que dejaba oculta su figura vencida. No paraba de mirar al reloj quien no detenía su marcha, la herida añeja de su brazo izquierdo, era una advertencia que el fuego de un cuchillo había dejado para recordarle que no intentara hacer tonterías. La miraba, la tocaba tratando de descubrir alguna nueva piel naciéndole de los adentros. Así llego hasta la cocina, aquel refugio de olores y utensilios domésticos era su única dedicación, se esmeraba, se aferraba a aquella labor como un naufrago a una tabla. Ni siquiera probaba sus delicias culinarias sazonadas por el tibio calor de las lagrimas y no entendía a bien porque esa obsesión de cocinera se cernía sobre sus aspiraciones, pero era un deshago, un escaparate pera dejar de existir al menos por los minutos en que durase la elaboración de copiosas recetas. El sin embargo odiaba todo lo que ella hacía, ya fuese con esmero o sin él, lo que sus manos tocasen por mínimo que fuera quedaba entonces contaminado por la fragilidad de la mujer pálida. ¿Por qué esta con ella? Ni el mismo lo sabía, a lo mejor costumbre, la necesidad de sentirse poderoso, o por un amor enfermo que solo servía para escasas caricias de cianuro que caían a cuenta gotas sobre los cuerpos resecándoles hasta el espíritu.

Mientras la mujer desierta preparaba una dulcísima tarta de fresas (la favorita del esposo) el rechinar de la puerta sonó como un estruendo rompiendo la atmosfera de esa casa, el aire denso que entraba en sus pulmones le dolía como alfileres. Tembló sin querer como un cataclismo, el sabia donde encontrarla y fue hasta la cocina posándose como escarabajo en el marco de la puerta, los dos se miraron tan profundamente que ella pudo ver al niño estúpido dentro de el babeando, y el miro a la mujerzuela de mandil tiritando, una ligera sonrisa traída de otro mundo se dibujo en el rostro hinchado de la mujer, el frunció las cejas y se aproximo con los puños cerrados, se desvaneció de nuevo en el interminable sueño, desdoblada de su eje como un papel que cabalga el viento, llego a la conclusión de que el la quería muerta.

En el piso la tibia sangre aun se mezclaba con el café humeante intentando ver quién de los dos llegaba finalmente a escapar por el piso tersamente matizado de violencia.

Tania Daniela Salazar Morales (Madrigal de la Vera, Caceres)

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