domingo, 10 de enero de 2010

Un tresillo de escay verde

Al abrir la puerta le sorprendió verle de pie, pisando el felpudo que había comprado hacía mucho, en una época en la que aún esperaba de la vida unas pinceladas de felicidad. Cuando su juventud le empujaba a buscar la emoción en forma de fama o de aventuras amorosas, por pequeñas que fueran. Entonces, en un mercadillo de la playa se quedó con la esterilla porque tenía escrito BIENVENIDOS y le pareció una sugestiva invitación a los visitantes de su casa. Pagó unas monedas a un gitano tonante de Torrevieja y guardó bajo su cama aquel rectángulo azul marino con letras blancas. Como de costumbre su madre, inaccesible a las debilidades humanas, criticó su iniciativa y consideró el felpudo caro y feo o, por usar su propia contundencia verbal, una frivolidad, un gasto inútil, una mamarrachada.

— Pero mamá, déjame que lo ponga en la casa de Murcia. Verás lo bien que queda.


Pensaba que con esa compra su casa iba a abrir la puerta a la alegría, al sentimiento, a la espontaneidad, a la carcajada, tal vez al amor. Por fin, un día de navidad, contagiado del espíritu festivo, lo puso en la entrada y desde entonces el felpudo se fue desgastando, pisada a pisada, mes a mes. Al compás de esta degradación, Isabel fue olvidando el asunto y Bernardo admitía con tristeza que lo obvio se había hecho realidad, que el felpudo no les había convertido en personas felices, ni alegres ni vividoras. A pesar de todo, la vieja estera seguía guardando la entrada de la casa.


A sus cuarenta años, Bernardo vivía con su madre Isabel, una setentona menuda y enérgica cuyo marido murió víctima de un cáncer de estómago a los pocos meses de nacer el niño. A la madre y al hijo se les había sumado desde hacía poco un hermano de Isabel, el tío Santi. El hombre sufría algún tipo de demencia senil y no era plan dejarlo solo en su piso del centro, aunque el alquiler fuera muy barato y diera lástima desaprovecharlo. De modo que decidieron traerlo a casa para que estuviera acompañado durante sus últimos años.


Había sonado el timbre y Luis Alberto, su antiguo compañero de facultad, apareció, inopinadamente, en el umbral de la puerta, pisando su felpudo, ajeno al simbolismo de aquel gesto. Desde que dejaron la universidad la relación de amigos se hizo distante. Mientras Bernardo parecía caminar por la vida a paso lento, abrir un despacho donde colgar el título y esperar la lluvia lenta de clientes en esta tierra seca de Murcia, Luis Alberto salió a la carrera en su fórmula uno y se perdió en lontananza, escalando puestos importantes. Nada más licenciarse en Derecho, se casó con la hija del alcalde de la ciudad. Unos años más tarde fue elegido concejal. Le otorgaron la delegación de urbanismo justo cuando se estaba elaborando un plan nuevo. Creó su equipo de abogados y arquitectos. Su fama y su familiaridad con los políticos de los ayuntamientos de la región le consiguieron nuevas clientelas entre grandes promotores urbanísticos. Como una cosa llama a la otra, el dinero y los conocimientos que había amasado, le permitieron publicar libros anunciados a bombo y platillo, redactados por su equipo de abogados. En realidad no tenían profundidad ni rigor jurídico, pero trataban temas de actualidad para el mundo del derecho. Con lo dicho, no queda duda de su personalidad: extravertido, dicharachero, embaucador. Más vale una buena cena con un juez que una demanda sesuda, solía afirmar entre risas. Vividor, mujeriego, gran comensal, se hizo un chalet lujoso y descomunal en una conocida urbanización de lujo a donde llevaba a jueces, concejales y promotores inmobiliarios a pasar veladas entre jaurías de ninfómanas, que según él animaban el cotarro. Luis Alberto era fornido, ligeramente alto y ligeramente gordo, pero su garganta no era ligera sino potente, capaz de dar una conferencia ante un auditorio numeroso sin necesidad de micro. Era un tío simpático, un triunfador desinhibido, que se había separado de su mujer para poder disfrutar su vida de éxitos. No tenía todavía los cuarenta y desde hacía dieciocho no había puesto los pies en casa de Bernardo.


Y allí estaba, sonriente. Desde los años de facultad se habían visto sólo en congresos, en el colegio de abogados, en conferencias y actos. Luis Alberto le había tratado con una simpatía que no conseguía, sin embargo, ocultar la disparidad de sus trayectorias, al contrario se imponía al primer cruce de miradas. Yo soy una estrella, tú eres un humilde picapleitos, mi voz es un huracán, la tuya una flauta rota, y como a Luis Alberto le aburrían los aburridos enseguida se despedía calurosamente pasándole el brazo por los hombros, bueno Bernardo, ya sabes, como en los viejos tiempos, para lo que quieras.


Y ahora estaba allí, encima del felpudo. La Fama visitando a la Humildad. La Fama en el extrarradio de la ciudad, en una vivienda que hacía las veces de despacho a las horas de visita. Esta aparición debía explicarse, pero Luis Alberto no decía nada, parecía un tendero bonachón esperando la petición de Bernardo. O mejor, se diría que buscaba ayuda, como si se estuviera refugiando en sus orígenes, en su viejo y seguro amigo de la facultad mientras huía de alguna desgracia.


Todavía no era hora de cenar, pero desde la cocina ya llegaba el efluvio de la coliflor. Ese olor a pava avergonzó a Bernardo porque imaginaba que Luis Alberto no solía cenar hervido de verduras sino marisco o buenos pescados o solomillos de ternera con salsas maravillosas. De un momento a otro, su madre saldría en bata y sin su peluca, con esos cuatro pelicos enroscados sobre el cráneo, avisando que la cena estaba ya preparada. Bernardo sintió unos deseos irreprimibles de despedirlo y cerrar tranquilamente la puerta, volviendo a la seguridad del hogar representada por ese olor del hervido al que luego habría de llegarle la acidez del vinagre para alcanzar el ápice del placer al juntarse ambos en la boca con la solidez tibia del pan.


— Pero, pasa, no te quedes ahí, hombre, Luis Alberto. Qué bueno tú por aquí. ¿De dónde vienes?

— Del centro, de presentar mi libro sobre la ley del suelo murciana, ya sabes.

Bernardo se dio cuenta de que a Luis Alberto le pasaba algo, porque en condiciones normales habría dicho algo más cachondo, por ejemplo: de presentar ese bodrio sobre la ley del suelo. Ya sabes que sembrar la confusión me pone, ja, ja. Aquella vez no, en ese instante parecía inocente, casi bobalicón. En cualquier caso, era Luis Alberto, y ahí estaba, en su casa, husmeando sus privacidades, aquellas que Bernardo no quería mostrar al gran triunfador ni a nadie. Y lo irremediable se produjo y apareció Isabel ataviada con una bata azul de paño grueso y tan calva como los años la habían dejado, para vergüenza de Bernardo. Sin embargo Luis Alberto se mostró indiferente y sólo contestó con un ahogado murmullo de afirmación cuando Isabel le sugirió que se quedara a cenar. Mientras la mujer se arreglaba un poco y ponía la mesa, pasaron a una pequeña habitación que llamaban, pomposamente, sala de visitas, y que daba a un patio de luces. Bajo una luz mortecina, se sentaron en un tresillo de escay verde. Lo había comprado el tío Santi en los sesenta a un huertano-tapicero de Puentetocinos, y se le notaba que había sido hecho artesanalmente. Sus defectos fueron siempre el orgullo de Santi, y de nadie más. Cuando acogieron al tío, quiso traerse su tresillo y, para complacerle, quitaron unos viejos muebles y lo pusieron en la sala donde el anciano solía pasar las largas tardes de invierno.


El anciano repetía las ideas, como si estuviera volviendo a la infancia, ese mundo donde está permitida la fantasía y el juego, donde el rigor no sobrevuela aún las cabezas, ni aletea como un cuervo negro para agriar la vida. Las mismas historias, siempre las mismas historias, narradas de la misma forma, arañaban el silencio de la sala y los amigos o parientes procuraban irse pronto bajo cualquier pretexto. Sin embargo, Bernardo, era la excepción de la familia, porque se sentía bien a su lado, en el tresillo de escay verde de la sala de visitas, arrullado por la lenta salmodia que parecía no tener fin.


— No crea usted que aquella novela me llevó mucho tiempo, no, por favor, no. Sencillamente me cargué de café y
una botella de vino de Jumilla, que entonces era un vino para camioneros, amargo y fuerte, y me senté ante mi Underwood y clap, clap, clap, toda la noche estuvo fluyendo la historia de mi mente, sí, sí, bueno, mire usted, así fue.


Todas las tardes que podía, Bernardo escuchaba pacientemente a su tío, celebraba por enésima vez sus chistes y, cuando el anciano se dormía, agotado por la febril conversación, le colocaba un cojín bajo el cuello. Parecía un muñeco delicado iluminado por el trasluz de la tenue ventana de la sala. Si se muriera ahora, tendría la muerte ideal, tranquila, indolora, colofón de una vida intensa, solía pensar mientras salía silenciosamente para respetar al máximo su sueño.


El tío Santi fue de joven un agente de seguros de la Aseguradora Italiana, pero a los cuarenta años dejó de trabajar y se dedicó a escribir, a hacer, por fin, lo único que le gustaba en realidad. Ahora vivía en un permanente estado de tertulia o visita de cortesía con todo el mundo y hablaba de su mundo favorito a los acompañantes. No importaba quiénes fueran, él los convertía automáticamente en personajes, no se sabía si ficticios o reales, le hacían la visita y le oían, como si todavía estuviera en la tertulia del casino o del café Gran Vía. Había sido un escritor de póquer. Cuatro libros como cuatros ases: La venganza, un libro de relatos, ambientados en el mundo huertano; La cuerda floja, una antología de sus sonetos; La Isla, una novela que ganó un premio en un concurso de un ayuntamiento de Guadalajara, cuyo tema giraba en torno a una isla ideal, fantaseada y deseada por un enfermo terminal que muere atrapado por un león de la isla mientras muere de verdad en el hospital. Y, por fin, La Memoria, un libro autobiográfico, de importancia meramente familiar, y que ninguno leyó con agrado por la sinceridad de sus páginas. A estas obras hay que sumar algunos artículos en La Verdad de Murcia, de motivos locales, por lo general.


Sentado en su sofá favorito, el tío Santi se había despertado de su cabezada y le contaba a Luis Alberto una historia antigua. La de su amigo Arturo, el inventor sedicente, el que vivía en una buhardilla, en el barrio de San Andrés. El que salía de noche para darse a la bohemia por las calles de la Murcia de principios del siglo XX y se acostaba al amanecer. Siempre había sostenido que podía vivir de su oficio y solamente se le conocía un invento: la radio de galena, sólo que muchos años después de que Marconi la presentara al mundo.


— Nadie sabía qué comía o si había comido alguna vez, claro que beber sí que bebía, el tío. Pues por ahí andaba con su capa negra, desgastada.


Luis Alberto le miraba sonriente. Alguna vez asentía con su vozarrón como diciendo qué cuentos tan disparatados los de Don Santiago.


— ¿Y de verdad conoció a Don Arturo?

— Ya lo creo.
— Pero sería usted muy pequeño.
— Ya, ya.

Durante la cena, el invitado no fue fiel a su imagen de macho alfa. Ningún chascarrillo, sarcasmo o barbaridad. Al contrario, se interesó de forma cariñosa por la salud de Isabel y por las comidas de tío Santi. Miramiento de Luis Alberto que incluyó interés por las historias familiares. Hasta hizo un esfuerzo por recordar anécdotas de la universidad. Por ejemplo, la historia de Los Porculeros en la que Bernardo estuvo implicado. Con unos estudiantes de Medicina, organizaron una función absurda, contracultural, muy del gusto de aquellos años, en la que aparecía un burro en el escenario. El acto se les fue de las manos. El caso es que el animal se escapó corriendo y se organizó un follón enorme. Luis Alberto lo había visto desde su butaca y recordó a Bernardo su maravillosa actuación.


Isabel sacó a los postres un pacharán, un whisky con hielo y ginebra para hacer cubatas. Esta invitación a continuar la velada fue la perdición de Bernardo, que al día siguiente tenía un acto en el juzgado de instrucción número uno de Murcia. Se estaba haciendo tarde para cumplir con sus rituales de lavarse los dientes, escoger la ropa del día siguiente, colocar un vaso de agua en la mesilla, ponerse el pijama, leer un poco y, con la radio bajo la almohada, esperar el sueño que llegaba siempre antes de dar las doce. Luis Alberto bebía y les sonreía cortésmente una y otra vez.


Conforme avanzaba la noche el invitado dio muestras de estar borracho y se quedó dormido en el comedor. Isabel dispuso que pasara la noche en la casa y durmiera con Bernardo en su propia cama que era muy ancha, porque Isabel no quería que le sudara y manchara de babas el sofá, donde veía sus telenovelas y magazines de frivolidades todas las tardes mientras se tomaba el café. También descartó el tresillo por pequeño e incómodo. Bernardo hizo un amago de oposición.


— Pero mamá, ¿Cómo vamos a dormir juntos?


Luis Alberto se puso un pijama del tío Santi tan pequeño que no podía abotonárselo, y el vientre blanco, grasiento y abultado, le sobresalía como un bombo. Se lo agarró sonriendo y le dijo a Bernardo:


— Algún día esta tripa será un ciprés. ¿Sabes por qué? Porque debajo ocultará un muerto, al que dará sombra. Pero ese día está muy lejano y el muerto está vivo y coleando…y funciona de puta madre, por mucho tiempo, amén.


Se metió en la cama ocupando el lado izquierdo y Bernardo se tumbó en el hueco que quedaba, fastidiado por tener su mesilla al otro lado. Transigió para no alargar la charla. Eran las dos y aún tardaría en dormirse. Pensaba que, en el juzgado, estaría al día siguiente espeso y sin reflejos.


Le daba vueltas el pensamiento, se preguntaba si Luis Alberto roncaría. Si aquella situación era normal. Nunca había pensado que llegaría a dormir con un hombre y menos con Luis Alberto.


— ¿Sabes una cosa que me preocupa?

— No.-Contestó Bernardo molesto por tener que mantener la conversación-.
— Me preocupa la perviviencia del apetito sociosexual.
— ¿Qué me estás contando Luis Alberto?
— Seguro que nunca te has parado a pensar qué sería del mundo si de repente desapareciera el apetito sexual de todos los hombres y mujeres.
— ¿Qué quieres que te diga?, pues no.
— Me imagino que ya nadie podría levantarse por las mañanas ilusionado y mira lo que te digo, nadie se arreglaría con esmero al vestir. Total, ¿Para qué? ¿Pa ver cuatro espigas arroyás y pegás a la tierra?
Bernardo calló expectante.
— ¿Para qué luchamos en la vida? Para conseguir la mayor satisfacción sexual posible. Como los animales, porque somos animales, sí Bernardo, tú también. Somos putos animales, eso sí, más evolucionados que los demás y además no sólo follamos en temporada de celo, no. Lo hacemos todo el año. De modo que ímaginate qué situación tan extremadamente grave. La vida no tendría mucho sentido. No habría bodas, ni embarazos. Bueno, tal vez se pudiera fecundar artificialmente a las mujeres para perpetuar la especie. Pero lo peor sería que no habría puti-clubs, ni sex-shops. ¿Te imaginas? Sería un país de viejos, sin viejos verdes siquiera.
— Pero tampoco habría violaciones, ni pedofilia, ni abusos y toda esa violencia sexual tan horrorosa. Y, joder, Luis Alberto ¿por qué se iba a producir esa circunstancia?
— Imagínate un fogonazo, como en El día de los trífidos de Wyndham, solamente que ahora se trataría de un experimento de la guerra nuclear, que dejara a todos los hombres inapetentes
— Bueno, no me parece que sea posible. Es inverosímil porque el resplandor ese o lo que sea no podría afectar a todo el mundo.
— ¡Claro! Quedarían unos pocos a los que el fogonazo no habría alcanzado por varias circunstancias. Esos serían unos enfermos, solitarios en la sociedad casta y pudorosa, buscando sexo. Imagínate qué papelón. Disimulando la atracción por los cuerpos ajenos. ¡Qué más da! La sociedad seria y puritana te condenaría al menor atisbo de alegría.

Bernardo calló un rato repasando con preocupación esas elucubraciones


— Y eso ¿tiene que ver con tu vida? ¿Es que te sientes así de verdad? El llanero solitario sexuado, ¡como si tú fueras el único que tuviera pulsiones en las venas! A veces me pareces un poco egocentrista, no te lo tomes a mal, pero eso es lo que pienso...y lo que piensa mucha gente.


Luis Alberto no le contestó porque estaba ya durmiendo. Enseguida comenzó a roncar con un ritmo constante, como una ola, un vaivén estridente, un batán horrísono de obediencia telúrica.


Al cabo de una hora de soniquete, resignado al insomnio y fantaseando con su isla abandonada donde él era un Robinson Crusoe viviendo una vida maravillosa, a Bernardo le sorprendió su compañero de cama, le sorprendió su extraño juego. ¿Qué hacía? De pronto Luis Alberto, sin dejar de roncar abrió los ojos, le sonrió y le asió el vientre como si hiciera una mamola, burlonamente.


— ¿Qué haces?, ¿qué haces?


Y como no dejaba de tocarle el vientre, le empujó con todas sus fuerzas hasta que cayó al suelo: la Fama, hecha un pelele, dejó de roncar. Luis Alberto se levantó, sonrió como el gato de Cheshire y enseguida se metió en la cama y volvió a roncar, como si no hubiera pasado nada, con la misma cara de inocente y bobo que tanto había extrañado a Bernardo cuando le abrió la puerta de su casa, porque aquella fisonomía resultaba la de una persona sin poder, la de un perdedor y el gran Luis Alberto siempre había sido la insoportable y petulante personificación del éxito.

Al poco, volvió al jueguecito, la mano revoltosa de Luis Alberto amasaba su vientre, hundía sus dedos en sus michelines hasta que Bernardo, indignado la rechazaba. Al segundo embate, Bernardo respondió con una bofetada. Al tercero agarró la papada de Luis Alberto, hermosa y oronda y se la retorció con una violencia inusitada en él, incluso le dejó las huellas de su mano, unas señales rojas. Al cuarto le golpeó la cabeza con el despertador y le abrió una herida en la ceja. Todas las veces, Luis Alberto se levantaba del suelo sonriente y estúpido. Eran las cuatro y el ruido había sido exagerado. Isabel entró en la habitación.

— Bernardo ¿qué pasa?

— Nada, mamá.
— ¿Qué ha sido ese ruido?
— Nada, mamá, que Luis Alberto se ha caído.
— ¿Y esos insultos?
— Nada, que habla en sueños.
— Bueno, duerme cariño.
— Adiós mamá.
— Adiós Bernardo.

El tío también se había despertado, y se había acercado a la puerta de la habitación de Bernardo, oyendo los gritos y los golpes. Se había sentado en una silla del pasillo junto al mueble del teléfono, mientras lloraba recordando algunos lances tristes de su oscura historia. Los gritos y los golpes le habían despertado de su permanente estado de visita, de cortesía y encaraba la realidad con su propia crudeza. Se sintió viejo y débil.


— Vamos, Santi, acuéstate, son cosas de los chicos que son bromistas.


Bernardo quiso acabar con el asunto:


— Luis Alberto, ¿por qué haces eso? Te he pegado fuerte, no me has dejado otra opción, no me gusta que me manosees la barriga, que me molestes, aunque estés borracho. Has despertado a mamá y es posible que también al tío Santi. Así que duerme un poco y si no estás a gusto, te puedes ir de casa. Luis Alberto ¿Me has entendido?


La contestación tomó la forma horrísona del ronquido.


Cuando Bernardo, una vez sosegado del nerviosismo, empezaba a descender por el dulce talud del sueño, Luis Alberto volvió a tocarle la barriga con su sonrisa pueril


Nuevamente, después de múltiples súplicas y protestas, Bernardo le golpeó con fuerza y lo tiró al suelo. Y para garantizar definitivamente su silencio, le selló la boca con la cinta de embalar que utilizaba para empaquetar los papeles y periódicos destinados al contenedor de reclicaje. Le ató pies y manos. Se metió en la cama, acalorado y nervioso, dominado por una ira que no podía retener aunque era un maestro en la represión de sus propios impulsos. Mientras se tapaba con el embozo de la cama vio a Luis Alberto agitarse en el suelo como un gusano de seda, luchando por salir de esa situación.


— Vamos a ver si ahora me dejas en paz, ¡coño!, que me queda sólo un par de horas, ¡joder! No te comprendo, no te comprendo Luis Alberto, qué pedo tan tonto has pillado. Es como si el fogonazo que decías te hubiera afectado no al sexo, sino al entendimiento. Pues así vas a descansar. Incómodo, pero vas a descansar, ¡pijo!

Se interesó Isabel a través de la puerta del dormitorio.
— No mamá, no te preocupes ya estamos bien. Lo hemos arreglado. Luis Alberto estaba indispuesto por la cena y eso, pero ya está bien. Descansaremos por fin, adiós mamá.

A la mañana siguiente, el destino le propuso a Bernardo un nuevo camino que no tenía vuelta atrás: Luis Alberto estaba muerto. Se había asfixiado con la cinta de embalar, muy ancha y muy recia para sus orificios y, a pesar de su corpulencia y de su vigor físico, la respiración se le había hecho imposible.


— Luis Alberto, ¡por favor! Despierta, no hagas tonterías, venga, venga, no sigas jugando a tus juegos estúpidos que ya no estás borracho y yo me tengo que ir al juzgado. ¿Por qué no abres los ojos?


Luis Alberto era un muñeco en pijama, con la barriga peluda y blanca al aire, atado de pies y manos, tirado en el suelo de mala manera. Bernardo, aceptando lo irremediable de la tragedia, se sentó en la cama, abrumado por el fogonazo de la angustia. Sentía punzadas de dolor en la cabeza, una corona de espinas clavada en sus sienes. Era el miedo a la cárcel y al reproche social. No sentía dolor por Luis Alberto, apenas le tenía afecto. Además, pensaba que había muerto por su culpa. Si no me hubiera molestado tanto y tan estúpidamente, si no tuviera que ir hoy al juzgado tal vez no me hubiera puesto tan nervioso, si no hubiera despertado a mamá y al tío…


— Mamá, no limpies el cuarto, que lo arreglo luego, cuando venga. Luis Alberto se ha marchado, tenía prisa, ya sabes cómo es él, siempre liado. Y dile al tío que le compraré el periódico.

Bernardo había resuelto deshacerse del cadáver una vez volviera del juzgado, pero Isabel anunció que llevaba a su hermano a la calle. Entonces, Bernardo reconsideró su plan y decidió quedarse en casa para hacer el trabajo sucio., Cuando salían su madre y su tío, intentando disimular su estado de agitación, les habló con una voz débil.

— Tío Santi, te vas al centro, ¿no?


Se trataba del centro de día, un hogar del pensionista donde los viejos podían pasar las horas en compañía, mientras los familiares hacían sus cosas.


— Sí, me voy, te dejamos la casa libre todo el día. Ya no sé si volveré.

— ¿Estás triste?
— Sí. Sé que esto es el fin, que me ha llegado ya.
— Venga, venga, tío no digas eso. Tú vas a vivir muchos años más todavía. Deberías escribir otra novela…
— No, no y no.

Una vez solo, Bernardo hizo unas llamadas. Un colega le sustituyó en el juzgado. Pasó todo el día haciendo la obra para emparedar a Luis Alberto. Condenó parte del cuarto ropero. Colocó el cadáver de pie, sujeto por las axilas y el vientre mediante los pulpos del coche. A Bernardo le impresionó especialmente verle colgado de la barra, amarrado a la pared como un maniquí realista y, conmovido por la injusticia de su muerte accidental, paró la obra y, con las manos sucias y enrojecidas todavía, le dedicó un minuto de silencio y recogimiento. La Fama inmóvil y presa, se iba a quedar sola y a oscuras, como los muertos del cementerio, pero de pie, acompañada de paletadas de mortero y de ladrillo, de su querido ladrillo, al que tanto debía.


— Adiós, Luis Alberto, es duro morir, tú sabes.


Levantó una pared nueva. Volvió a pintar el ropero. Finalmente, agotado, somnoliento y con las manos destrozadas echó a un contenedor de la calle, los ladrillos y masa sobrantes.


En la cena, la angustia de la tragedia le impedía aún paladear el hervido. El tío Santi había regresado con vida del centro, pero su fisonomía era otra. Estaba cansado y sin ganas de ver a nadie, concentrado en mirar la agonía de su alma. Tal vez mañana volvería a despedirse para siempre. Isabel se quedó en silencio oyendo el noticiario de la noche. La Guardia Civil detuvo esta mañana en Villanueva de la Panocha a ocho personas supuestamente relacionadas con la presunta trama de corrupción urbanística que se habría desarrollado en el Ayuntamiento murciano desde hace cuatro años. La investigación ahora en marcha fue impulsada por la Fiscalía, a raíz de una denuncia en la que se acusaba al alcalde de haber montado una red de tráfico de influencias, favoreciendo a varios promotores urbanísticos. También han sido detenidos, entre otros, el arquitecto municipal. Se busca así mismo al célebre abogado Luis Alberto Buendía Gómez, que se encuentra en paradero desconocido. Se sospecha que fue alertado por una filtración y ha conseguido eludir la acción de la justicia.


Isabel no hizo mención al olor de pintura y Bernardo no consiguió que la coliflor le supiera tan buena como siempre. No importaba, intuía que mañana todo habría de volver a su ser.


Santiago Romero Portilla. Orihuela (Alicante)

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