Juan, Joseba e Iván tenían muy bien pensado el atraco al banco. Lo llevaban estudiando desde hacía meses. Sabían cómo entrar, cómo robar y cómo salir del lugar. Limpia y rápidamente, sin víctimas y sin dar tiempo a la policía. Pero como cualquier buen plan, todo se fue al traste nada más empezar.
Los tres ladrones aparcaron el coche frente al banco, como tenían pensado desde el principio. Se colocaron unas máscaras que cubrían la cabeza al completo y salieron del coche, dispuesto a dar un golpe memorable, que les haría ricos, sin tener que delinquir nunca más. Previamente, Joseba, el informático y “manitas” del grupo, había subido a la azotea del edificio, con el fin de desactivar las alarmas del banco. Por otro lado, habían colocado barreras de una obra en la entrada y salida de la calle, para asegurarse una huida rápida del lugar, con una ruta definida que les haría llegar a la estación de autobús más cercana, de donde partirían hacia sus respectivos sueños. También se habían asegurado atracar en la entidad bancaria más alejada de las comisarías de la ciudad. Todo estaba matemáticamente planificado, hasta el más mínimo detalle, pero el asunto salió mal.
Cuando entraron en el edificio, tras sellar la puerta para que nadie escapase, se percataron de que en su interior había dos policías, que enseguida desenfundaron sus pistolas. Todo se convirtió en pura confusión durante unos instantes, en los cuales los tiros se sucedieron, mientras la gente gritaba e intentaba salir sin resultar herida. No obstante, las balas alcanzaron mortalmente a dos personas, e hirieron de gravedad a otras cinco. Uno de los policías fue alcanzado por un disparo efectuado por Juan, el cabecilla de la banda, pero el otro agente consiguió esconderse tras una ventanilla. Iván, un asesino sin compasión, un amante de la adrenalina, siguió disparando con su pistola hacia el lugar donde se ocultaba el policía, sin lograr nada; sólo asustaba más a la gente y arriesgaba sus vidas sin necesidad. El agente, con su walkie, dio la señal de alarma, explicando lo sucedido, cuando Iván le reventó la cabeza de un balazo. Ahora no había vuelta atrás e iban a ser perseguidos hasta su captura. Juan y Joseba intentaban hacer entrar en razón a su colega, que salpicado de sangre de su víctima, permanecía quieto frente a esta, con los ojos perdidos y los dientes apretados. Parecía sentirse orgulloso por lo que había hecho.
Los clientes del banco habían logrado desatrancar la puerta de salida y muchos ya se hallaban fuera. Los tres ladrones corrieron también hacia la calle, siendo conscientes de que las sirenas de policía pronto se oirían en las inmediaciones. Se marchaban del lugar sin haber conseguido su objetivo: sacar la mayor cantidad posible de dinero, sin lamentar víctimas y sin que la policía tuviese pistas sobre ellos. Al estar fuera, pudieron divisar a lo lejos los coches de policía que se acercaban a su encuentro, por lo que corrieron hacia su coche, aparcado en el mismo sitio donde se quedaron sus esperanzas. Se metieron dentro con premura y arrancaron. La policía les pisaba los talones y ellos hacían caso omiso de semáforos, peatones y señales de tráfico. Las calles se hacían cortas a su paso, mientras Juan pisaba el acelerador hasta que no daba más de sí. Los agentes habían reconocido el coche y sabían quién era el propietario; no tenían escapatoria. Si no les daban alcance en ese momento, tarde o temprano lo lograrían, pues no tenían dónde esconderse. Su futuro estaba maldito y sus sueños de prosperar con el dinero hurtado habían muerto en el banco. Estaban huyendo, ellos que deseaban un atraco limpio, pero que se encontraron con dos agentes en el banco. Irónico, puesto que se habían encargado de robar en un lugar alejado de todo peligro, para no acabar desenfundando las armas, en una sangría similar a las provocadas en el salvaje Oeste.
No sabían qué hacer para dejar a los coches de policía atrás y poder escabullirse en lugar seguro, salvo acelerar hasta los límites del automóvil. Llegaron a salir de la ciudad, con las sirenas sonando a su alrededor, pero con la mente puesta en la gente asesinada minutos antes. Todos estaban pensando en su crimen, excepto Iván, que necesitaba algo así para sentirse vivo; carecía de remordimientos. No paraba de mirar hacia atrás, como si eso bastase para dar esquinazo a sus perseguidores.
Lo que ellos no sabían es que uno de los policías en el coche de atrás, era hermano del primer agente asesinado en el banco, y el otro lo había comunicado por su walkie antes de morir a manos de Iván. Estaba tan furioso que tampoco podía despegar su pie del pedal del acelerador, con la cara tornada en un gesto de rabia y ansiando alcanzar a los asesinos de su hermano, con el cual estaba muy unido desde que eran niños. Tanto él como Iván estaban rabiosos y eran capaces de todo en ese instante.
La peligrosa persecución no cesaba y parecía que se iba a prolongar por otra ciudad, acabando en el momento en que alguno de los coches se quedara sin gasolina o sufriera un aparatoso accidente. Y así fue. Los coches cada vez se alejaban más de la ciudad, en una carrera sin fin, adentrándose en el campo que rodeaba la civilización. Pero en determinado momento, tras pasar una zona de la carretera que se elevaba un poco, el primer coche de policía volcó, debido a la velocidad que llevaba, obligando al resto de autos a detenerse al llegar a ese lugar. Por fortuna para los atracadores, ellos lograron pasar sin problemas y se alejaban del montón de coches a sus espaldas. Durante unos segundos, los tres ladrones fugitivos estallaron en un sinfín de alegres vivas y hurras, por haber salido de esa embarazosa persecución sin un rasguño. Incluso llegaron a olvidar por unos momentos lo acontecido minutos atrás, gracias a la alegría que les producía haber escapado de sus captores. Pero pronto se dieron cuenta de que estaban perdidos fuera de la ciudad, sin un lugar al que ir y sin un plan B que llevar a cabo.
Repentinamente, el coche se encontró dentro de un bosque, el cual rodeaba la ciudad y del que los niños y abuelos contaban historias terroríficas. Era de día y un resplandeciente sol brillaba en lo alto del cielo, en contraste con la oscuridad del bosque, que no permitía que se filtrara ni un ápice de luz en su interior. Los árboles eran enormes y formaban grandes curvas, como si tuvieran vida y tratasen de asustar a todo aquel que osara entrar en el bosque. El camino por el que circulaba el coche parecía no tener fin, resultaba brusco para la conducción, lleno de barro, y estrecho; se bifurcaba en mil caminos más, que hacía que los ladrones se perdieran una y otra vez. Parecía de noche dentro de aquel paraje, mientras cientos de ojos animales les observaban entre las gigantescas sombras producidas por el siniestro bosque; unas sombras inhumanas, como dibujadas por el Surrealismo más enfermizo.
Juan, Joseba e Iván permanecían callados en el coche, su único escudo frente a lo desconocido del lugar que les envolvía. No sabían adónde se dirigían por esos angostos caminos, sólo querían salir de allí lo antes posible. Estaban sintiendo auténtico miedo, incluso más que durante la persecución, ya que ahora temían por sus vidas, perdidos en un lugar desconocido. Ahora no se preocupaban por su nuevo destino tras el atraco, sino por escapar de esos árboles, que con sus ramas parecían querer atraparles. Y lo peor es que se estaba haciendo realmente de noche, aportando una imagen aún más horrible al lugar.
Todos se sentían inseguros incluso dentro del coche, pero peor sería parar y bajarse, por el miedo a lo desconocido que representaba aquel tétrico lugar. Las sombras formas por los árboles y las cosas desconocidas parecían perseguir al auto, como si pudieran atraparlo o engullirlo en sus fauces. De pronto, una oscura y peligrosa figura apareció delante del coche, en medio del camino húmedo, como un fantasma. Había surgido de la nada y ocupaba todo el lugar. Juan hubiera dicho que era un ciervo o un animal del estilo, pero no pudo asegurarlo al cien por cien, debido a la negrura que impregnaba todo. La figura, que ni se inmutaba ante la cercanía del vehículo, miraba con sus ojos rojizos y brillantes a los tres fugitivos, acusándoles de su delito, olvidado entre las paredes infranqueables de ese tremendo bosque. Obligó a Juan a dar un volantazo y desviarse a través del bosque, entre los horribles árboles, dejando atrás un camino que podía haberles llevado a salir de allí. Pero por culpa de ese ser inamovible, tuvieron que introducirse por otra parte y conducir por la parte más oscura, donde la luz no se atrevía a tocar el suelo. El coche se movía hacia todos lados, ya que el lugar era angosto y complicado. Nadie había estado allí en años, debido a las historias de terror que contaban y a las leyendas que custodiaban el lugar. Eran historias horribles, donde gente que simplemente tuvo la osadía de penetrar allí para orinar, no regresó jamás. O aquella otra de los hermanos Romero, que fueron una mañana de caza y se internaron en la espesura del bosque, desapareciendo, hasta que días después encontraron sus cadáveres despellejados, como si ellos hubieran sido los cazados. Pero estos tres ladrones, por cuestiones de necesidad, se habían visto obligados a entrar en él, a pesar de que su mente les instaba a abandonar. Pero su corazón decía lo contrario y necesitaba un sitio en el que esconderse, hasta decidir qué hacer, cómo salir de allí sin que la policía fuera a por ellos. Nadie se atrevía a entrar allí, salvo tres ladrones, incautos asesinos que no sabían lo que se les avecinaba.
Tras atravesar durante unos angustiosos minutos los gigantescos árboles que poblaban aquel lugar maldito, salieron a un claro que para ellos fue todo un oasis. Con la luna llena en medio del negruzco cielo, pudieron conducir más tranquilamente, a pesar de estar rodeados aún por la vegetación del bosque. Después de unos segundos de euforia por haber salido del oscuro lugar, sus esperanzas se disiparon, pues aquello tampoco tenía salida. Sin embargo y para su sorpresa, tras una zona escarpada, divisaron una pequeña cabaña en mitad del camino, que les saludaba. Los tres se alegraron por aquello, mas significó una sensación vacía, pues aún no habían logrado salir del bosque. De todos modos, aquel lugar sería un buen refugio para meditar acerca de su situación actual, donde descansar hasta que el sol saliera de nuevo y pudieran así encontrar con facilidad la salida.
Aunque aquel lugar parecía tranquilo, con la noche en calma y el bosque a lo lejos, a ninguno de los compañeros les hizo gracias el hecho de tener que pasar la noche en semejante lugar, que a cada minuto que pasaba, se iba llenando de una espesa y profunda niebla. No obstante, no tenían más remedio y ninguno pretendía penetrar de nuevo en el bosque para buscar una salida, que quizá no existiese. De modo que todos salieron del coche y se dispusieron a entrar en la cabaña.
Era una cabaña típica, fabricada en madera de roble, con un tejado oscuro y varias ventanas alrededor. Una chimenea en lo alto despedía grandes bocanadas de humo, lo que les hizo pensar en que alguien habitaba aquel lugar. La idea no les agradaba, pero a lo mejor se estaba preparando comida en el interior y se percataba del hambre que tenían, debido al esfuerzo al que habían sometido sus cuerpos las horas anteriores. La pequeña casa contaba con un buen porche que daba a la entrada del lugar, con un columpio en uno de los lados y sendos maceteros cerca de la puerta. A pesar de este aspecto tan común, la cabaña rezumaba miedo por los cuatro costados, y los tres hombres lo sintieron dentro de ellos.
Lentamente se fueron acercando al porche, mientras la niebla les envolvía igual que un manto tenebroso. Joseba fue el primero en acercarse a la puerta y llamar con sus nudillos. A su lado, el columpio, atado al techo, empezaba a moverse de un lado a otro, a pesar de que no había nada de viento. Como consecuencia del golpe de llamada, la puerta se abrió ligeramente, dejando entrever el interior de la casa. Una intensa luz salía de dentro; un haz profundo y llamativo, que casi obligaba a ser observado, como por efecto de una terrible hipnosis. Finalmente, Joseba se armó de valor y abrió por completo la puerta, dispuesto a entrar de una vez por todas. Pero algo le impedía pasar allí, algo llamado miedo, ante un sitio desconocido, donde no había nadie, pero que a la vez resultaba tan tentador. Se quedó inmóvil en la entrada, mirando de un lado a otro, para ver si veía algo malo, algo que pudiera hacerles daño. Se dio cuenta de que la casa estaba vacía, a pesar de un puchero que hervía en la chimenea, donde las llamas repicaban y saltaban en todas direcciones. La decoración era inexistente y todo resultaba vetusto. Los únicos motivos decorativos eran unas cabezas de animales que yacían inertes en las paredes, cosa muy desagradable. Entonces, Iván empujó a Joseba, que al fin entró allí, muy a su pesar. Los tres ya estaban dentro y se disponían a revisar todo, para no encontrase con nefastas sorpresas.
Iván alcanzó deprisa el puchero y lo sacó de la chimenea, con la intención de llenar la barriga y acabar con las preocupaciones. Por su parte, Joseba y Juan se dedicaron a investigar el lugar, habitación por habitación. La cabaña tenía una sala principal, la de la entrada, donde estaba la chimenea y los bustos de animales, además de un dormitorio, un baño y una cocina. El lugar era pequeño y no contaba con grandes detalles ni habitaciones de sobra. Todo era muy normal y corriente, quizá demasiado.
Y es que había algo perverso allí dentro, algo que quería a esos hombres fuera, o mejor muertos. Cuando Iván estaba sacando el puchero de las brasas, oyó un sonido, una especia de voz extraña y que sonaba lejana, pero que él percibió detrás suya. Miró hacia dicha dirección, extrañado, pero no pudo contemplar nada, salvo la puerta de fuera que permanecía entreabierta y se balanceaba, como consecuencia del viento aullante del exterior. El ladrón quedó inmóvil mirando la puerta, durante unos breves instantes, y cuando volvió su mirada hacia el caldero donde se calentaba una sabrosa sopa, vio en el interior del caldo, gusanos y una rata muerta, todo lleno de sangre. Del susto, Iván soltó el puchero, que derramó todo su contenido por el suelo, mientras él, a gatas, se alejaba de la chimenea, que ahora parecía más viva que antes. Sus dos compañeros llegaron a la habitación principal, preguntando qué había pasado, pero Iván se había quedado mudo, sin palabras, mientras observaba la sopa humeante expandirse por el suelo, sin sangre ni animales en su interior. Todo había sido una mala jugada de su mente, o eso pensaba él, pues estaba muerto de miedo desde la entrada en el bosque. Poco o nada quedaba de ese aguerrido hombre que había disparado al policía a quemarropa. Ahora sólo era un chiste, un niño asustado por una simple visión, causada por el miedo o algo peor.
Juan y Joseba se enfadaron con el tercero, por el hecho de haber desperdiciado una comida tan rica y caliente, con la que haber pasado la noche con el estómago lleno. Pero este se rebeló contra ellos y comenzó a insultarles sin sentido. Se marchó con premura a la cocina, buscando algo de alimento en los cajones, armarios y en la encimera. Estaba muy excitado por lo ocurrido y lo hacía todo deprisa y corriendo, nervioso. Abrió el frigorífico y se encontró de bruces con una gran cantidad de carne podrida, que parecía humana, llena de sangre. Gritó de nuevo y se apartó de la puerta de la nevera. Enseguida llegaron sus colegas, que le vieron con los ojos blancos, señalando la puerta del frigorífico, como si una maldición se escondiese tras ella. Joseba se quedó a su lado, notando que algo malo rondaba su cabeza. Mientras, Juan se armó de valor y abrió de par en par el frigorífico, cuyo interior encontró vacío. Sin embargo, Iván seguía viendo la carne, que caía al suelo a pedazos. En ese montón, llegó a vislumbrar ojos y manos humanas, lo cual le llevó irremediablemente a la locura extrema. Comenzó a chillar con todas sus fuerzas y acabó desplomándose en el suelo, ante los inútiles esfuerzos de Joseba por sujetarle y hacer que se incorporase. Juan cerró la nevera y se acercó a su compañero, que ahora se hallaba inconsciente y soltando espuma por la boca. Le colocaron hacia un lado, para que no se ahogase e intentaron reanimarle. Una vez recuperado y despierto, el hombre no sabía ni dónde estaba ni quién era; además, estaba tiritando de frío. Por ello, sus compañeros le llevaron al dormitorio de la cabaña y le acostaron en la cama que había, justo en el centro de la estancia. Esta parte de la casa era muy oscura y sólo disponía de una mesa, una silla, la cama y una mesita de noche con una lámpara de gas encima. Juan y Joseba metieron a Iván en la cama y le arroparon bien con las mantas, para que el frío abandonase su cuerpo. Temían no recuperar jamás a Iván, a pesar de que él fue quien disparó al policía. Siempre le habían temido, ya que la venganza y el odio nublaban su mente en numerosas ocasiones, pero ahora sufrían por su posible pérdida. En ese momento le necesitaban, pues él era audaz y no tenía miedo a nada, y si se encontraba en ese estado, era porque algo poblaba la cabaña y les intentaba atacar, por haber invadido su refugio: el bosque.
Ambos salieron de la sala, tras comprobar que Iván dormía, y se sentaron en la habitación principal. Cerraron la puerta y permanecieron varios minutos en silencio, sin saber qué hacer y pensando en qué había hecho que Iván acabase así. Juan creía que había sido la presión de todo lo acaecido durante la jornada: el robo, los asesinatos, la persecución, el no saber qué hacer ahora…, mas también manejaba otras ideas aún más horrendas, relacionadas con aquel lugar tan misterioso y solitario. Joseba no paraba de mirar la puerta de la habitación, esperando gritos o la muerte de Iván, sin una razón aparente. Finalmente, Juan se decidió y rompió el incómodo silencio imperante, preguntando qué iban a hacer cuando llegase el día. Joseba pensó que a lo mejor no llegaban vivos al amanecer, pero acalló esos tétricos pensamientos, diciéndose a sí mismo que dejara de pensar en tonterías sin sentido. Acordaron coger el coche en cuanto la primera luz del día entrase en la cabaña, para dejar a Iván en un hospital si no se había recuperado, y escapar hacia Francia, donde la policía no les persiguiese. También pensaron, con temor, que los agentes quizá estuvieran peinando el lugar, sabiendo que allí habían entrado, y que les podías dar caza esa misma noche, pero prefirieron centrarse en la huida por la mañana y en qué hacer con Iván.
En la casa no había agua corriente, así que Juan pensó en coger la cantimplora que tenía guardada en la guantera del coche. Salió de la casa y se encaminó hacia él, que estaba aparcado no lejos de la entrada. Su sorpresa fue mayúscula al ver el vehículo, reflejado por la luz de su linterna: se encontraba totalmente destrozado. Las ventanas estaban rotas, los neumáticos pinchados, los espejos retrovisores en el suelo, la parte delantera como si hubiera sufrido un accidente, las luces inexistentes, el depósito de la gasolina vacío y el interior destruido por completo. No había manera de arrancar el coche, que fue lo que intentó Juan al verlo en semejante situación. Y cuando fue a buscar la cantimplora, se encontraba vacía. Sólo quería huir de aquel extraño lugar, aunque lo hiciese él solo, pero no podía dejar a sus compañeros allí, y tampoco tenía cómo hacerlo. La situación era desesperada y desesperante para todos.
Juan entró en la cabaña, con la preocupación de tener que comunicar la nefasta noticia a Joseba, pero no lo encontró en la entrada. Miró en la cocina, pero tampoco estaba allí dentro. Después abrió la puerta del dormitorio, y se lo encontró estrangulando a Iván, subido encima de la cama. Iván tenía los ojos muy abiertos y no podía defenderse, mientras Joseba, con el rostro desencajado, apretaba más y más el cuello del otro. Juan corrió hacia la cama y propinó un potente empujón a Joseba, que al fin soltó a Iván, el cual pudo respirar libremente. Juan comprobó que Iván seguía vivo y agarró a Joseba, que movía la cabeza de un lado para otro, como despejándose. Al abrir los ojos, no sabía qué había sucedido. Juan le preguntó, pero Joseba sólo supo responderle que lo último que recordaba era estar sentado junto a la chimenea, esperando la cantimplora. Parecía que algo había poseído a Joseba, tratando que matase a Iván. Juan no podía creer esa versión, pero confiaba en Joseba, con el que había pasado tantas cosas y tantos momentos complicados. Probablemente el de ahora era el peor de todos.
Los dos salieron del dormitorio y llegaron a la conclusión de que algo intentaba acabar con ellos, que ese sitio estaba maldito y poseído. Por tanto, lo más inteligente en ese caso era salir del lugar, aunque tuvieran que entrar en el bosque, pero no podían seguir allí ni un segundo más, pues sus vidas peligraban. Preferían entregarse a la policía, antes que quedarse ahí, sin saber qué sucedería después. Entre ambos consiguieron sacar a Iván de la cama, que continuaba delirando y apenas podía caminar por su propio pie. Atravesaron la cabaña y abrieron la puerta, con salida hacia la libertad. Pero cuando estaban en el porche, dispuestos a encaminarse hacia lo profundo del bosque, pudieron divisar una figura a lo lejos, que se acercaba con rapidez. Juan y Joseba, quietos, pensando quién podía estar allí a esas horas, no alcanzaban a ver quién o qué se les estaba acercando tanto. Por culpa de la oscuridad imperante, no pudieron distinguir la escopeta que portaba el hombre que se dirigía hacia ellos. Tampoco pudieron ver que les estaba apuntando. Y solamente se dieron cuenta cuando el hombre disparó hacia ellos, impactando en la pared de la cabaña, pero sin dañarles. Ninguno se lo esperaba, de modo que se sobresaltaron e Iván cayó al suelo. Volvieron a recogerle y le metieron a rastras en la cabaña. Juan sacó su pistola del bolsillo y lanzó dos tiros. Estaba seguro de que al menos una de las dos balas, había impactado en el pecho del loco, pero este ni se había inmutado, sino que seguía corriendo a por ellos, mientras gritaba que estaban en su propiedad y que iban a morir.
Consiguieron meterse dentro y cerraron la puerta con rapidez. Acto seguido, colocaron un sofá delante, con la intención de frenar el paso del hombre con la escopeta, que seguía voceando en el exterior. Transcurrieron uno segundos, sin que pudieran oír nada procedente de fuera. Pero de repente apareció tras una de as ventanas que daban al bosque. Su cara era la de un anciano decrépito, repleta de arrugas, granos y heridas. Sus labios eran inexistentes, pero su lengua estaba negra y sus dientes, podridos. Llevaba una camisa roja y unos pantalones vaqueros, muy sucios y rotos. Y lo peor de todo, lo primero que vieron Juan y Joseba: las cuencas de sus ojos estaban vacías. Con un cabezazo rompió la ventana y pegó un tiro, que impactó en la pared, sin herir a nadie. Se deslizó por la ventana y entró en la cabaña, que era la suya pues seguía diciendo que aquello era su propiedad. Juan volvió a disparar y esta vez el tiro alcanzó su cabeza, mas el cazador no murió, sino que seguía en pie tras sus víctimas.
Arrastrando a Iván, se introdujeron en la pequeña cocina y cerraron la puerta tras de sí. De un disparo, el hombre reventó el pomo y abrió la puerta, con los tres desdichados a su merced. Pero Juan tomó un hacha que permanecía colgada en la pared y le asestó un golpe en el cuello, sin darle tiempo de reacción, que le perforó hasta la mitad. Con otro golpe, la cabeza voló por los aires y el hombre, o lo que fuera, cayó inerte al suelo. Joseba y Juan se miraron, felices por haber triunfado, pero confusos por aquello. Ellos eran hombres que no creían en esa clase de cosas, pero se habían dado de bruces con un suceso que no alcanzaban a comprender, que les superaba y que no podían explicar racionalmente. De pronto, Juan, que aún conservaba el hacha entre sus manos, comenzó a mirar fijamente y con odio a Joseba, mientras apretaba sus manos en torno al arma.
Ajeno a todo lo que estaba ocurriendo en el interior de la cabaña, el agente de policía cuyo hermano había sido asesinado horas atrás, en el transcurso del atraco, se acercaba peligrosamente a los alrededores de la casa, oculto por la oscuridad nocturna del bosque. Haciendo caso omiso a las órdenes de sus superiores y a los consejos de sus compañeros y amigos, se había metido en el bosque tras el accidente, antes del anochecer, para dar caza a los ladrones, pero sobre todo para vengarse del asesinato de su hermano, con el que estaba profundamente unido. Se había largado del lugar del accidente, donde se habían amontonado los coches patrulla, y sin ninguna compañía más que su pistola y su odio, había caminado durante horas por el bosque, soportando el frío de la noche y los misteriosos ruidos procedentes de la maleza. Él conocía lo que se decía acerca de ese lugar maldito, todas las historias que se contaban a los niños para que no entrasen en él, todas las de desapariciones y muertes horribles, provocadas por no hacer caso de las recomendaciones. Sólo había oído el sonido de pasos a su alrededor y otros ruidos extraños, pero ni tan siquiera había visto un pájaro u otro animal por ese campo, labrado por el demonio. Y tras mucho cansancio y mucho miedo, había escuchado bastante cerca unos disparos y unos gritos, y había visto humo volando hacia el cielo, proveniente de una chimenea. Había deducido entonces que sus futuras víctimas no se hallarían lejos de esa situación, hasta que por fin, tras unos arbustos, accedió al claro donde estaba la cabaña. Fuera estaba el coche de los atracadores y dentro había luz, así que no había más que pensar. Tenía unas enormes ansias de vengarse y lo iba a hacer; no pensaba detener a los malhechores, sino hacerles sufrir de la manera más agónica posible.
El policía justiciero se fue acercando con lentitud, para no hacer ningún ruido, a la puerta de la casa. Su objetivo era inspeccionar los alrededores, para cerciorarse de que ninguno de los tres estuviese fuera, esperándole para darle una sorpresa desagradable. Posteriormente, entraría en la casa y les cogería uno por uno, siempre y cuando estuvieran desarmados o durmiendo. Y si tenía que usar su pistola antes de tiempo, ello no le remordería la conciencia ni mucho menos, pues quería verlos muertos, no en la cárcel, comiendo y viviendo bien. Desenfundó su potente arma y se fue acercando más a la puerta, aunque primero observó el deplorable estado del coche. Pensó que habrían tenido un accidente y siguió caminando paso a paso. Al estar al lado de la casa, miró a través de una ventana, que estaba rota. Como no vio nadie dentro, le pareció realmente sospechoso y se dirigió a la entrada con más dudas que antes. De pronto y sin darse cuenta hasta que la vio, una espesísima niebla comenzó a envolver la casa y alrededores, incluyendo al agente de policía. En un momento dado, dejó de tener una visibilidad clara, pues la niebla tenía un color muy fuerte y era tan densa, que no permitía ver más allá de un palmo. No sabía ni dónde estaba la cabaña, si estaba cerca o se había alejado. Tan profunda resultaba, que ni alcanzaba a contemplar el cielo o la luna llena. Se empezó a desesperar y apuntó con su arma de fuego hacia la niebla, sin ser consciente de la estupidez que estaba cometiendo. Pero el temor se acrecentó, cuando notó que estaba siendo rodeado por unas figuras pardas, que se movían con rapidez y que emitían unos sonidos muy desagradables. Una de esas figuras comenzó a aullar y el policía pensó que se trataba de lobos, y así era. Algunos dejaron de correr a su alrededor y empezaron a mantener sus posiciones, esperando a una orden de ataque contra el hombre. Otros continuaban corriendo a ambos lados, para despistarle. Varios lobos se pusieron a aullar, en el instante en que el policía se puso a correr, a pesar de no saber la dirección que seguía. Sin él percatarse, estaba alejándose de la casa y acercándose a la espesura del bosque, donde la niebla desaparecía. Pero cuando se iba a meter dentro, no pudo, ya que los árboles no permitían su entrada. Estaban unos tan cerca de otros, y eran tan enormes, que el policía no encontraba la salida por la que había entrado en esa zona. Impacientado y con prisa, intentaba colarse entre las ramas, pero ni por esas; no tenía escapatoria. Cuando volvió a oír los inquietantes aullidos de los animales, se dio la vuelta y vio a todos los lobos detrás, esperándole, casi riéndose de él por tener tan cerca la salida, pero sin hallarla. Se puso a llorar igual que un niño y en ese momento, como si fuera la orden, los animales corrieron hacia él enseñando todos sus dientes. El policía comenzó a dispararles sin apenas verles, pero todos se abalanzaron sobre él y pronto se nubló su vista, entre los mordiscos de esos lobos infernales. Lo último que vio fue la luna, una vez disipada la niebla, que se había tornado en el rojo de su propia sangre.
Los últimos tiros efectuados por el agente, fueron escuchados dentro de la cocina, donde Juan seguía sosteniendo el hacha con fuerza. Como consecuencia del ruido, el ladrón soltó el hacha, que cayó al suelo con gran estrépito. Joseba le miraba extrañado, ya que había adivinado sus intenciones homicidas. Juan explicó que notaba que algo le había poseído, una voz que le obligaba a usar el arma contra sus amigos, para así poder salvarse él. Carecía en esos segundos de toda claridad y realmente quería hacerlo, pero el disparo en el exterior le motivó a volver a la realidad y a evitar el mal que estaba a punto de cometer.
Salieron de la cocina sin una idea clara de qué hacer, salvo esperar un rescate o una detención. El hecho de que la policía entrase por la fuerza en ese lugar, les parecía una idea maravillosa, pues así podrían salir de allí sanos y salvos. Pero en lo más profundo de sus mentes, sabían que eso era muy poco probable. Al entrar en la habitación del inicio, percibieron unos ruidos procedentes de las paredes. Al principio miraron, pero no supieron de qué se trataba. Poco después, notaron que eran los gruñidos de los animales, cuyas cabezas estaban allí colgadas. El ciervo, el jabalí, el toro…, todos gruñían, intentando escapar de esas paredes, para atacar a los incautos que habían entrado en el lugar. Los tres comenzaban a volverse locos ante aquello, así que salieron de la cabaña, pero cuál fue su sorpresa al encontrarse con toda la jauría de lobos frente a la puerta, impidiendo su huida. Cuando uno de ellos empezó a correr al ataque, entraron nuevamente y cerraron con fuerza. Por la ventana que había roto el cazador, otro lobo gris y grande entró de un salto. Derribó a Juan y se puso sobre él, a punto de morderle, mas Joseba cogió una silla y se la rompió en el lomo. El animal cayó al suelo, herido, pero pronto se levantó. Entonces, Juan agarró su pistola y le reventó el cráneo de un tiro a bocajarro. Se encargaron de tapara el agujero dejado por la ventana, mediante un armario alto, y reforzaron la puerta con el sofá de aquella estancia; poco más podían hacer. También miraron por la casa, para comprobar que no hubiera ningún sitio por el que los lobos pudieran entrar. Mientras, Iván yacía, con los ojos en blanco, sin enterarse de nada, encima de un sillón. Los otros dos inspeccionar el lugar palmo a palmo, pero no encontraron ninguna parte potencialmente insegura. Sin embargo, no se dieron cuenta de que el mal estaba muy cerca.
Una vez hubieron recorrido todas las habitaciones, Juan y Joseba volvieron al salón, donde Iván estaba acostado, pero no lo encontraron en el sillón descansando, sino al lado de la chimenea, con los ojos todavía en blanco. Con su mano ardiendo, tomó un listón de madera y lo lanzó hacia una de las paredes, que enseguida empezó a arder, al igual que el sillón a su lado y las cortinas. Iba a hacer lo mismo con otro palo, pero Joseba pegó un salto hacia él y le detuvo. Iván y Joseba estaban forcejeando en el suelo, pero Iván era más fuerte y empujó a su antiguo compañero hacia las brasas de la chimenea. La espalda de Joseba empezó a arder, y él chillaba de dolor, intentando quitarse la ropa. Juan trató de ayudarle, pero Joseba tropezó y cayó sobre el fuego que se había iniciado en la pared. Juan corrió hacia la cocina, para coger agua y apagar el fuego en la espalda de su amigo, pero impidiéndole el paso estaba Iván, completamente poseído, con el hacha en sus manos. Con una voz de ultratumba que no era la suya, Iván le dijo que iba a morir, como todos sus amigos. No tuvo más remedio que sacar su pistola y apuntar hacia Iván, para que se apartara de su camino. Iván intentó darle un hachazo, pero Juan fue más rápido, lo esquivó y le dio un golpe en la cabeza con la culata del revólver. Entró en la cocina y probó el grifo, pero de éste no salía ni una gota de agua. Miró hacia la situación de Joseba, que yacía muerto en el suelo, quemado y asfixiado por culpa del humo. No tenía ninguna salvación.
Al salir de la cocina, con su arma aún en la mano, vio a Iván levantarse. Al fijarse en él, descubrió que ya no tenía los ojos en blanco y que volvía a ser él, que ya no se encontraba bajo ninguna clase de posesión. Iván dejó el hacha en el suelo y mirando a su alrededor, viendo a Joseba en llamas, se puso a llorar por lo que había hecho. Juan se acercó hasta él y le abrazó, diciéndole que eso no lo había cometido él, que saldrían de esa situación y que todo estaba bien, aunque en su mente no se engañaba de tal manera. Ahora tenían que extinguir las llamas de un fuego que cada vez era más potente y vivo, y que se extendía por la cabaña, convirtiendo la madera en simples cenizas.
Entre los dos cogieron todas las mantas y toallas que pudieron encontrar en la casa, y trataron de apagar el fuego. Estaban entre la espada y la pared: dentro de la casa las llamas les estaban acorralando, mientras que fuera les acechaba un grupo de lobos sedientos de sangre humana. Gastaron todas sus fuerzas en apagar las lenguas de fuego de ese incendio, pero al final lo lograron y acabaron con él. De cualquier modo, la casa estaba maltrecha y podía caerse en cualquier momento. Pero no podían salir de allí, así que decidieron quedarse custodiando aquello hasta el amanecer, creyendo sinceramente que los rayos solares expulsarían a los lobos del lugar, y a lo mejor la maldición de aquella cabaña. Lejos quedaban entonces las preocupaciones acerca de la policía y su futuro, pues si habían sobrevivido a aquello, serían casi inmortales. Les importaba poco el hecho de pasar años en la cárcel, siempre que las celdas les mantuvieran alejados de aquel infierno de pesadilla sin final. Estaban agotados y esos pensamientos fueron los últimos antes de dormirse en la sala principal. El cansancio era más profundo que la idea de los lobos o de la cabaña asesina, con lo que ambos terminaron por cerrar los ojos.
Iván, paradójicamente por lo que habían experimentado, soñó que el robo había salido bien y que vivía en una mansión con todo tipo de lujos. Por el contrario, Juan tuvo una horrible pesadilla, en la que tenía que enfrentarse él solo al fuego que engullía la cabaña, un fuego que cada vez era más grande y potente, y que le asfixiaba. Cada vez que estaba a punto de apagarlo definitivamente, algo hacía que se avivara de nuevo y vuelta a empezar. Era un sueño angustioso, que le hizo despertarse sobresaltado y sudando. Pero lo peor vino en ese momento.
Cuando Juan, antaño líder del grupo, abrió los ojos tras una pesadilla tan real, se encontró con Iván enfrente de él, que alzaba el hacha por encima de su cabeza, a punto de caer sobre él. Instintivamente, se tiró del sillón, mientras el filo se clavaba en el reposacabezas, con mucha fuerza. Juan estaba en el suelo, recién despierto, gateando, pues sus piernas apenas le respondían. Aún no se había recuperado de la pesadilla y ahora otra le perseguía por la cabaña. Iván tenía otra vez los ojos en blanco, ya no era el hombre que antes había llorado y se había arrepentido de todo. Era un monstruo que quería matar a su jefe, a su compañero. Juan respiraba entrecortadamente, mientras se arrastraba por el suelo de madera, buscando una salida o un arma para escapar con vida. Justo cuando Iván le iba a propinar el golpe definitivo, sus ojos volvieron a ser normales, con su color marrón habitual, algo que llenó de alegría al pobre Juan, que ya se veía en el otro mundo. Juan sonrió mirando a Iván, pero éste dijo que no podía permitir que eso pasara más, así que asió con fuerza el palo del hacha, y se la clavó hondamente en la cabeza, mientras gritaba. Escasos segundos después, Iván cayó muerto al suelo, con un estrepitoso golpe, que hizo aullar a los lobos en el exterior de aquel “hogar”.
Juan se hallaba solo ahora, sin nadie en quien confiar y con el peligro dentro y fuera. No sabía si podía confiar siquiera en su propio cuerpo, que se podía rebelar contra él mismo en cualquier momento. Su cabeza daba vueltas buscando una salida, pero no había forma de encontrarla. Tenía la impresión de que el techo y las paredes se cerraban en torno a él, para aplastarle. Prefería eso a que los lobos le devorasen o a morir quemado por las llamas. Miraba a Joseba, con el cuerpo carbonizado y su mirada vacía, igual que la de Iván. Meses antes había estado planeando con ellos el golpe del Siglo, que les haría ricos en pocos minutos, pero la mala suerte del destino provocó que acabasen allí. Quizá era un castigo divino, pero también creía que esa cabaña estaba allí desde tiempos inmemoriales, matando a todo aquel que pisara el bosque. Ahora creía en esas historias que contaban los borrachos y de las que él siempre se burló. Consideraba que eran cuentos de niños, pero ya no. Sus amigos habían fallecido a manos de esa casa, aunque no lo pareciera en una autopsia; ese sitio maléfico les había obligado a matarse y ahora le estaba volviendo loco a él.
En su mente, Juan veía cadáveres putrefactos que le rodeaban. La suciedad y las larvas se arremolinaban junto a estos muertos. Dichos cadáveres pertenecían a gente que Juan conocía. Se empezaron a levantar y a caminar lentamente hacia Juan, diciendo que le querían con ellos. Juan, asustado, cansado y medio loco, se puso a correr en todas direcciones, pero los muertos le tenían a su merced, estaban por todas partes e iban a por él. Juan dio un grito de esos que hielan la sangre y se metió en el dormitorio. Pero cuando miró la cama, el zombie de su madre se levantó de la cama y fue hacia donde él estaba. Abrió la puerta de la habitación y se puso a correr de nuevo, evitando a los cadáveres a su lado, que en realidad eran producto de su mente, creados por la casa para volverle loco. El ladrón, sin saber qué hacer, en un último acto de desesperación, corrió con todas sus ganas hacia la puerta de salida. Mientras chillaba, la abrió y salió al exterior. Donde los lobos le estaban esperando aún, puesto que sabían que no podría aguantar mucho entre aquellas cuatro malditas paredes. Se abalanzaron sobre él y mataron a Juan, que sufrió una inmensa agonía. Pero a él le pareció mejor que permanecer dentro de la cabaña.
Unas semanas más tarde, la policía encontró los cadáveres del policía y de los tres ladrones. Según los diagnósticos finales, Juan y el policía habían sido devorados por los lobos, Joseba había muerto por el incendio en la cabaña, e Iván se había suicidado con un hacha. En parte, los informes no se equivocaban, pero no mencionaban nada del influjo de la cabaña en todos ellos, nadie pudo datar lo sucedido aquella noche. Por otro lado, no se encontró el cadáver decapitado de ningún anciano, ni el rastro de los lobos. La situación era extraña y no había explicación para muchas de las cosas allí ocurridas, pero a nadie le interesaba la muerte de un policía vengador y de tres ladrones asesinos. Incluso la gente se alegró al enterarse, pero nadie se preguntó qué había ocurrido dentro de la casa, y qué hacían allí unos lobos, sin ser su territorio habitual. El caso quedó archivado, no se hicieron más indagaciones y los nombres fueron olvidados con el paso del tiempo.
En cuanto a la cabaña, unos meses después de los acontecimientos narrados, se volvió a reconstruir por parte de una compañía privada. Poco tiempo después, una familia compuesta por padre, madre y dos hijos pequeños, la compraron para vivir allí. Ellos eran forasteros y no conocían las leyendas del bosque ni lo que sucedió con los ladrones, pues la constructora les ocultó esta información, para vender con más facilidad.
El día que la familia feliz llegó al lugar y vieron la cabaña, exclamaron aquello de “hogar, dulce hogar”, sin saber el calvario que les esperaba.
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
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