El hombre secuestró a aquella persona, creyendo que recibiría una importante suma de dinero a cambio de su vida, pensando que pertenecía a una adinerada familia, que sin duda pagaría el rescate exigido.
El día que llevó a cabo el rapto, todo pareció demasiado sencillo, teniendo en cuenta que nunca antes había hecho nada igual. Pero necesitaba el dinero urgentemente y no se le ocurrió nada mejor. No tenía las suficientes agallas para robar un banco o a una persona por la calle, tras una amenaza navaja en mano.
Acompañado por dos amigos, salió del coche, en plena noche. Estaban en la calle por donde solía pasear su víctima. Le agarraron y consiguieron inmovilizarle. Pero él no dejaba de pensar que todo estaba resultando mucho más fácil de lo esperado. Aunque no necesitaban el cloroformo, hicieron uso de él para introducirle en el coche con mayor facilidad y sin problemas. Pero lo peor era el silencio del secuestrado, que ni gritaba, ni pedía socorro ni se zarandeaba para escapar de sus captores. Se limitaba a sonreír, mientras el cloroformo le hacía efecto.
Una vez en la casa de las afueras que había alquilado, se quedó solo con el secuestrado. Trató de hablar con él, para que no se preocupase, pues sólo quería el dinero, no hacerle daño. Y él seguía sin mediar palabra, lo cual alertaba al secuestrador hasta límites insospechados.
Llamó a la casa familiar, donde le dijeron que no conseguiría nada de ellos, que no vería ni un céntimo. Su preocupación era tremenda, puesto que había cometido un delito y encima no iba a recibir recompensa. Mas creyó que se trataba de una estrategia por parte de la familia, pero que al final acabarían pagando lo pedido. Tenía miedo de que hubieran recurrido a la policía, pero en los medios de comunicación no salían noticias de lo sucedido: la familia no había denunciado el secuestro y nadie parecía echar en falta a esa persona. Pasaban los días y empezaba a convencerse de que lo mejor era soltarle.
Su “invitado” no hablaba, no comía y simplemente sonreía. Era una situación asfixiante. Un día, el secuestrador entró en la habitación de aquel hombre y se encontró con que sus amigos se habían matado entre ellos, con sus pistolas. El susto fue tremendo y cuando miró al raptado, supo que había sido él, de alguna manera. No dejaba de observarle, de modo horrible, hasta que estalló en carcajadas. El secuestrador también rompió a reír, pero era una risa insana, de loco. Sacó su arma, se apuntó a la sien y apretó el gatillo sin dudar.
El secuestrado se desató con facilidad, se levantó y salió de la vivienda. Y todo ello sin dejar de sonreír.
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
El día que llevó a cabo el rapto, todo pareció demasiado sencillo, teniendo en cuenta que nunca antes había hecho nada igual. Pero necesitaba el dinero urgentemente y no se le ocurrió nada mejor. No tenía las suficientes agallas para robar un banco o a una persona por la calle, tras una amenaza navaja en mano.
Acompañado por dos amigos, salió del coche, en plena noche. Estaban en la calle por donde solía pasear su víctima. Le agarraron y consiguieron inmovilizarle. Pero él no dejaba de pensar que todo estaba resultando mucho más fácil de lo esperado. Aunque no necesitaban el cloroformo, hicieron uso de él para introducirle en el coche con mayor facilidad y sin problemas. Pero lo peor era el silencio del secuestrado, que ni gritaba, ni pedía socorro ni se zarandeaba para escapar de sus captores. Se limitaba a sonreír, mientras el cloroformo le hacía efecto.
Una vez en la casa de las afueras que había alquilado, se quedó solo con el secuestrado. Trató de hablar con él, para que no se preocupase, pues sólo quería el dinero, no hacerle daño. Y él seguía sin mediar palabra, lo cual alertaba al secuestrador hasta límites insospechados.
Llamó a la casa familiar, donde le dijeron que no conseguiría nada de ellos, que no vería ni un céntimo. Su preocupación era tremenda, puesto que había cometido un delito y encima no iba a recibir recompensa. Mas creyó que se trataba de una estrategia por parte de la familia, pero que al final acabarían pagando lo pedido. Tenía miedo de que hubieran recurrido a la policía, pero en los medios de comunicación no salían noticias de lo sucedido: la familia no había denunciado el secuestro y nadie parecía echar en falta a esa persona. Pasaban los días y empezaba a convencerse de que lo mejor era soltarle.
Su “invitado” no hablaba, no comía y simplemente sonreía. Era una situación asfixiante. Un día, el secuestrador entró en la habitación de aquel hombre y se encontró con que sus amigos se habían matado entre ellos, con sus pistolas. El susto fue tremendo y cuando miró al raptado, supo que había sido él, de alguna manera. No dejaba de observarle, de modo horrible, hasta que estalló en carcajadas. El secuestrador también rompió a reír, pero era una risa insana, de loco. Sacó su arma, se apuntó a la sien y apretó el gatillo sin dudar.
El secuestrado se desató con facilidad, se levantó y salió de la vivienda. Y todo ello sin dejar de sonreír.
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