sábado, 30 de enero de 2010

El timbre de una moneda de dólar

Cuando a Frances Olivier le asignaron el caso de “4L”, diminutivo que la prensa había dado a Lester Leigh Luton el Ludópata, pensó que se trataba de una broma de mal gusto.

Frances no había conseguido por casualidad que su nombre se mencionase en la firma del bufete “Albrecht, Arnold y Olivier”, pero sus dos compañeros no desperdiciaban la ocasión de enfrentarla a casos que la conducían al límite de sus posibilidades. Aunque siempre salía airosa. O casi siempre.

Sin embargo, le fastidiaba que ese par de zorros de Albrecht y Arnold hubiesen averiguado su ya superada adicción al juego. Le parecía demasiado inocente la sonrisa que curvaba los gruesos labios de Arnold cuando le entregó el expediente de 4L, y el modo sibilino en que Albrecht la felicitó por la suerte de recibir un caso “tan fácil”.

Sólo una ex-ludópata, como era su caso, podía saber lo difícil que es defender a otra persona en la misma situación. Ella se había recuperado con siete meses de tratamiento intensivo y una autodenuncia para que la prohibiesen entrar en todas las salas de juego de la ciudad. Todavía se estremecía cuando escuchaba el timbre de una moneda de dólar chocando contra el metal, recordatorio pauloviano de su afición a las máquinas tragaperras.

Por este motivo, sus sentimientos no eran muy afines al cliente que se sentaba en ese momento delante de ella, pero se obligó a estirar la boca en un gesto impersonal que hizo levantar una ceja al hombre apodado 4L. Estaban en una de las salas de visita de la penitenciería donde le recluían.

Frances había leído en su expediente que aquel hombre de 39 años llevaba el juego en la sangre. Había empezado apostando canicas cuando sólo era un crío y desde entonces había probado todas las modalidades: juegos de mesa, máquinas tragaperras, apuestas de carreras, peleas de gallos y un largo etcétera. Para conseguir financiar su vicio había robado a su familia y luego a las empresas donde se había empleado, de las cuales se había despedido después de dar el gran golpe, cambiando de ciudad y de nombre con la misma facilidad con que otro se calzaría un par de zapatos. Finalmente le habían atrapado porque en una entrevista de trabajo le reconocieron por una fotografía que llevaba años pinchada en el panel de los empleados. La policía no tardó más que unos minutos en prepararle un comité de bienvenida a su regreso al apartamento.

-Usted no quiere llevar este caso, ¿verdad? –le dijo 4L a Frances mientras ella releía la información del carpesano con lentitud, dilatando el momento de hablar con su defendido.

Frances alzó la mirada y se cruzó con los ojos grises de aquel hombre de rostro anodino, que no revelaba arrugas de preocupación ni cualquier otro síntoma de la adición que le consumía. Eso la exasperó.

-¿Nunca ha pensado en dejarlo? –le recriminó.

-¿El juego? No, ¿por qué iba a hacerlo?

-¿Quizá para evitar la cárcel, el robo y el disgusto a su familia?

El hombre cruzó las manos sobre la mesa y acercó su rostro a la abogada.

-Es que no puedo, ¿sabe? Necesito oír.

Frances estudió el rostro de su cliente. Sus ojos no parecían los de un fanático, pero ¿acaso recordaba cómo eran los suyos cuando estuvo inmersa en la pesadilla?

-¿Oír el qué? ¿El timbre de una moneda de dólar?

El hombre sonrió ampliamente.
-Creo que usted puede comprenderme. Yo no soy ludópata, en realidad.

Y añadió:
-Lo que necesito oír es el repiqueteo de las monedas, el crujido de los billetes, el choque de las fichas de casino. No sé muy bien cómo llamar a esa enfermedad… ¿fonofilia ludopática?

Así fue, en efecto, cómo la letrada Olivier defendió a su difícil cliente ante la corte el día del juicio, ganándolo contra todo pronóstico.

-¿Un cigarrillo? –le ofreció 4L (renombrado a 3L) a Frances a la salida de los juzgados, el día que el juez ratificó su veredicto exculpatorio. El sol brillaba aunque era una fría mañana de diciembre.

-Sí, ¿por qué no?

Y al observar cómo 3L frotaba entre sus dedos el cigarrillo mientras se lo acercaba al oído, comentó:

-Me alegra que haya encontrado una nueva fonofilia para el tiempo que deba permanecer en rehabilitación.

Él le devolvió la sonrisa y recordando una de las confidencias que ella le había hecho en ese tiempo le dijo:

-Yo, a mi vez, le sugiero que desarrolle otra fonofobia: a la letra A mayúscula.

Semanas después, el bufete “Albrecht, Arnold y Olivier” perdía su tercer apellido y una jugosa parte de sus clientes. Y es que nunca es bueno burlarse de las filias y fobias ajenas. Siempre pasan cuenta.

Rocío de Juan (Valladolid)

A tí sí seré capaz de cuidarte

Ignacio se despierta sobresaltado. Parece que las imágenes del accidente le perturban incluso en sueños. Lleva más de cuarenta y ocho horas sin dormir, y ni el agotamiento logra que pueda descansar tranquilo. Busca el interruptor palpando en la pared, enciende la luz y se incorpora sobre la almohada. El otro lado de la cama está intacto: la sábana blanca totalmente lisa, la almohada mullida y la manta bien metida bajo el colchón. La mesilla de Carmen está tan ordenada como siempre. No como la suya, donde se amontonan revistas de moto y envolturas de caramelos. Si ella estuviera aún, le habría ordenado la mesilla y tendría otro aspecto. Aparta las revistas para ver el despertador, aún son las dos y media.

Se levanta de la cama para despejarse, no quiere volver a dormir. Lo poco que recuerda del accidente se ha quedado grabado en su cabeza. Recuerda que es de noche, Carmen le abraza con fuerza por detrás. Salen a la Gran Vía y un todo terreno negro se estampa contra ellos. Los dos vuelan, él cae sobre la acera. A través del cristal del casco solo ve un cuadrado de carretera. No puede mover la cabeza. En su ángulo de visión ve las piernas de Carmen. Ve las botas negras que él le regaló cuando se compró la moto. Las botas no se mueven. Llama a Carmen y su propia voz retumba dentro del casco. Otras piernas aparecen, se arrodillan frente al él y una mujer de pelo negro le mira con angustia. Ya no recuerda nada más.

Ignacio se ha bebido toda el agua de la botella pero no ha desaparecido el dolor de cabeza. Ya le dijo el médico que tendría la misma sensación que al despertar con resaca. Abre la puerta cuidadosamente y se dirige a la cocina. En el suelo, sobre su manta morada, duerme Tarzán. El perro levanta una oreja, abre un ojo y, al verle, se levanta despacio, desperezándose. Se acerca a él moviendo la cola lentamente. Tarzán le mira a los ojos, mientras le lame la mano.

—Tú también crees que yo la maté, ¿verdad? —Ignacio se arrodilla frente al perro—. Nadie me lo dice, pero todos lo piensan.

Carmen siempre decía que los perros entienden el habla de las personas. Ella conversaba con Tarzán como con cualquier ser humano. Y Tarzán se sentaba sobre las patas traseras y la miraba fijamente moviendo la cola.

Ignacio decide tomarse una infusión. Siempre era ella quien las preparaba: calentaba el agua en la tetera, elegía la cajita, echaba tres cucharaditas de té y lo servía en las tazas que compraron en Almería. Él quisiera prepararlo como ella pero no sabe ni siquiera dónde guardaba Carmen la tetera. Calienta un vaso de agua en el microondas y echa un té de bolsita. El agua se vuelve negra al remover con la cuchara. Negra como el asfalto de la carretera. Negra como las botas de Carmen. Negra como su Honda. Negra como el todo terreno. Negra como su corazón.

Sale al comedor y se tumba en el sofá, frente a los cristales del balcón. Tarzán le sigue, se sienta delante de él y lo mira de nuevo a los ojos. Ignacio desvía la mirada. Sobre el mueble están apoyadas las fotos del Cabo de Gata que hizo Carmen. A ella le encantaban esas pitas en flor con el tallo gigante, muchas veces tumbado. A Ignacio le parecen puñales clavados en la tierra. En aquel viaje estrenaron la moto. Ignacio le dejó elegir a ella el destino para compensar el disgusto que se llevó cuando la compró. Recuerda el calor que pasaron, y cómo bebían cervezas en cada pueblito que paraban a echar fotos. Carmen no le dejaba beber mucho, para que no perdiera el control en alguna curva. Ignacio le decía que el peligro no estaba en él, sino en los coches que no respetan a los moteros. Maldita premonición.

Tarzán le lame la mano de nuevo. Ignacio vuelve la mirada al frente y tropieza con su propio reflejo en el cristal del balcón.

—No vi el todo terreno, Tarzán —Ignacio toma un sorbo de té—. Iba demasiado rápido y no pude esquivarlo. Pero murió en el acto, ¿sabes? En el hospital dijeron que se partió la columna al caer. Creían que no los oía pero lo escuché todo. Por eso sé que me creen culpable aunque me dicen buenas palabras e intentan animarme.

El perro mueve la cola. Ignacio le acaricia un poco la cabeza y el cuello, tiene el pelo enredado. Esas lanitas tan graciosas, como decía Carmen, están hechas un nudo. Deja el vaso en el suelo para intentar quitarle los enredos. Tarzán se acerca al vaso y se bebe el té. Ignacio no recuerda que el perro bebiera otra cosa que no fuera agua. ¿Cuándo le puso agua por última vez? Se acerca de nuevo a la cocina. El perro mueve la cola y da saltitos de alegría. Los dos recipientes de plástico están limpios en el suelo. Ignacio llena el verde de agua y el azul de bolitas de pienso malolientes. Tarzán se bebe toda el agua y mueve la cola mientras machaca ruidosamente el pienso entre los dientes.

Ignacio se sienta en el suelo, apoyada la espalda sobre la pared, mirando cómo Tarzán devora la que debe ser su única comida en los dos últimos días. Pobre Tarzán, nadie se ha acordado de él. Cuando el perro limpia los recipientes, Ignacio busca la correa y se acerca a la puerta. Tarzán da brincos de alegría. Salen de la casa y, justo en la puerta, el perro levanta la patita contra la pared.

— ¿Podrás perdonarme, Tarzán? Ella no va a volver. Pero yo no dejaré que te pase nada —se agacha para acariciarle—. A ti sí seré capaz de cuidarte.

Inés Mataix (Caravaca de la Cruz)

Oscar

A través de la ventana del aula, observé a los niños caminando lentamente hacia la escuela, con las mochilas cargadas a la espalda. Oscar venía, como cada mañana, solo. Andaba, según su costumbre, haciendo equilibrio sobre una línea imaginaria, como un pequeño acróbata. De todos los niños tímidos e inteligentes que había conocido durante mis veinte años de maestro, ninguno me había causado tanto interés como el pequeño Oscar. Su corta estatura y su nariz respingona, me recordaban más aún que su propio nombre, al niño de la versión cinematográfica de El tambor de hojalata.
Me vino a la memoria el primer día de curso, apenas unos meses antes. Al verlo entrar en mi clase, con sus cortos pasitos, pensé que se había equivocado y lo mandé con los de segundo.
—Señor, yo ya hice segundo el año pasado. No se confunda por mi forma de vestir tan infantil —me había contestado guiñándome un ojo—, es que mi madre no se da cuenta de lo que he crecido y se empeña en vestirme de este modo.
Su respuesta me sorprendió pues vestía el uniforme de la escuela, exactamente como los otros niños. Desde ese momento empezó a interesarme el pequeño. No tenía ningún amigo y andaba siempre solo, pero no parecía importarle demasiado. El resto de los muchachos no desperdiciaban ninguna oportunidad de burlarse de Oscar, especialmente por su tamaño, aunque también por sus silencios y su continuo ensimismamiento. Por las mañanas lo observaba durante el recreo. Se sentaba en algún rincón y sacaba del bolsillo un pequeño cuaderno de tapas negras, donde escribía y escribía cuando pensaba que nadie le miraba.
Se abrió la puerta del aula y los niños fueron tomando asiento en sus pupitres, inundando el aula de olor a colonia infantil. Oscar se sentó, como siempre, en la primera fila, entre la ventana y una niña pecosa que le sacaba un palmo de altura. Mientras dejaba a los muchachos retrasar el inicio de la clase ignorando sus bromas en voz alta, me preguntaba cómo sacar provecho de la última circular en sobre amarillo que había llegado de la Dirección. Esta vez pretendían que averiguáramos las profesiones de los padres de cada uno de los alumnos. Aunque no se aducía ninguna razón concreta para volver a entrometernos en la vida familiar de los chicos, yo imaginaba que la nueva Dirección quería seguir adelante con el proyecto de segregación de los alumnos.
Mandé callar a los chicos y les expliqué el trabajo que debían preparar para el día siguiente.
—Tenéis que escribir una pequeña redacción acerca de la profesión de vuestro padre. Me gustaría sobre todo que nos contarais lo que más os guste de su oficio, si queréis dedicaros a lo mismo que él cuando seáis mayores... —Los chicos pusieron mala cara, nos les gustaba nada llevarse deberes a casa, pero a mi me pareció una buena forma de hacerles escribir—. Medio folio es suficiente. Después lo leeremos en voz alta. ¿Lo habéis entendido bien?
Oscar levantó la mano para preguntar algo, pero pareció arrepentirse y volvió a bajarla.
—¿Tienes alguna duda, Oscar? —me interesé.
—Oscar no sabe nada de su padre —El comentario desde la última fila provocó la risa entre los niños. El pequeño rostro de Oscar ni siquiera enrojeció, y desvió su mirada hacia la ventana, como si no le importaran las risas de sus compañeros.
—No hay problema —Traté de improvisar—. Si alguien no tiene cerca a su padre, puede escribir la redacción acerca de su abuelo, o de algún tío… Otro día lo haremos de las madres. O de las abuelas. Lo importante es escribir.
Oscar parecía no haberme oído y seguía vuelto hacia la ventana con la mirada perdida.

Cuando al día siguiente dejaron sus redacciones sobre mi mesa, aparté el trabajo de Oscar para leerlo el primero. Su texto era sorprendente, aquellos renglones torcidos a pesar de la cuadrícula me dejaron boquiabierto.
Dedicamos la tarde a leer los trabajos en voz alta, para comentarlos entre todos. Los alumnos leían su texto desde el encerado, y el resto escuchaba tan atentamente como se les podía exigir en una tarde de viernes. Mientras los niños leían las anécdotas de médicos, tenderos y electricistas, yo iba completando el listado que me había pedido la Dirección, escribiendo a la derecha de cada alumno la profesión de su padre.
Cuando le tocó el turno a Oscar, se levantó del pupitre entre las risas de sus compañeros y, cruzando con ellos una mirada altiva, se colocó a mi lado para leer su texto. Estaba tan erguido que, a pesar de su estatura, me pareció más alto que los anteriores alumnos. Oscar empezó con su redacción.
—Mi padre es espía. Trabaja para una sociedad secreta que le encarga sus misiones a través de un enlace, que es como se llama el hombre que le envía las tareas. Para poder trabajar sin ser descubierto, mi padre vive en un escondite secreto, que solamente conoce su enlace. Sería muy peligroso si le descubrieran los enemigos de sus jefes, que son las mafias, sobre todo italianas y rusas. Un buen espía tiene que ser un hombre muy inteligente para poder descifrar mensajes en clave, y además tiene que recibir un entrenamiento especial para disparar armas incluso desde un coche en marcha, y para pilotar aviones. Mi padre es un hombre muy valiente que empezó con el espionaje de barrio, haciendo sus anotaciones en pequeños cuadernos de tapas negras, y ahora trabaja como agente para los gobiernos más poderosos del mundo. Gracias a los hombres como mi padre, que persiguen a los traficantes de drogas o a los asesinos de niños, cuando nosotros seamos mayores viviremos en un mundo más seguro.
Los chicos quedaron todos en silencio por un momento. Entonces un muchacho de la tercera fila que ya nos había hablado de su padre electricista, se levantó de su asiento y se dirigió a Oscar chillando.
— ¡Eso es mentira! Tu padre se largó hace tiempo y os abandonó a ti y a tu madre. Lo sabe todo el pueblo.
—No debería decirlo —le respondió Oscar sin inmutarse—, porque es secreto, pero precisamente tu familia fue uno de los primeros encargos de mi padre. ¿Y sabes lo que descubrió? Descubrió que tu padre había engañado a su propio hermano para quedarse él solo con el taller que os dejó tu abuelo. Tu padre es un ladrón.
— ¡Ja, ja, ja! —La muchacha pecosa que se sentaba al lado de Oscar se rió del hijo del electricista, que se sentó ruborizado—. Tu padre es un ladrón, tu padre es un ladrón.
—No deberías burlarte —Oscar se dirigió a la pecosa—, también le pidieron que investigara en tu familia, y descubrió otro secreto. Esa enfermera que tenía tu padre en la clínica como ayudante, se quedó embarazada de él y por eso la mandó a otra ciudad. Así que tienes un hermanito lleno de pecas en algún sitio.
La niña se quedó como paralizada, y se calló. Nadie dijo nada más. Pedí a Oscar que volviera a su sitio para seguir con el turno de lectura. Caminó lentamente hasta su pupitre y se sentó, con el brillo en la mirada de quien acaba de ganar una batalla.
Mientras los alumnos terminaban de leer sus redacciones en medio de un silencio irreconocible en un grupo de tercero, yo golpeaba nervioso con el bolígrafo sobre la mesa, pensando qué poner a la derecha del nombre de Oscar. Miré de nuevo su rostro infantil, con la nariz chata y los dientes aún de leche.

Pocas semanas después volvió a llegar una circular en sobre amarillo de la Dirección. Esta vez debía averiguar algunas costumbres familiares de los alumnos. Junto con las indicaciones de los datos que debía completar, habían escrito en lápiz: “Esta vez haga su trabajo y no invente nada”.

Inés Mataix (Caravaca de la Cruz)

El tiempo en sus manos

Érase una vez un matrimonio muy especial. Se llamaban Semana y mes.

Tuvieron 7 hijos maravillosos, apodados: Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Viernes, Sábado y Domingo.

Eran todos muy traviesos, todos menos Lunes, que era un trabajador excepcional.

El Martes era un hijo adoptado, su auténtico padre, el planeta Marte, lo abandonó al nacer.

El Miércoles sentía envidia del Jueves, y este ultimo, no hacia nada por impedirlo.

El Viernes fue el retoño mas deseado. El Sábado era la mismísima ambigüedad y el Domingo siempre vestía de gala.

La Semana, como madre que era, trataba de educarlos decentemente pero en ocasiones, se preguntaba si no los mimaba demasiado.

Su marido, el mes, no se cuestionaba tanto la educación de sus hijos y además, últimamente le había dado por la bebida.

Esto propiciaba nutridas broncas, a estas riñas se sumaban los gritos de sus hijos, que asustados, lloraban disgustados.

Los vecinos, al ser testigos de estas gigantescas peloteras, llamaban constantemente a la policía.

Enseguida venia el mismo sargento de siempre, uno orondo y de grandes bigotes llamado Calendario.

Llegaba, tocaba el timbre de la casa y al abrirle la puerta, su sola figura hacia poner a cada uno en su sitio.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Los sonidos de la noche

Aquella noche Rebeca intentaba dormir, pero el sueño decidió tenerla en vela. Mirando a un techo en penumbra contaba ovejitas: Una oveja... dos ovejas... tres ovejas... cuatro ovejas...

De pronto:

-Guau... guau... guau...

Los ladridos del perro de la vecina la impacientan ¡maldito can! Susurra fastidiada. Tratando de ignorarlo sigue contando ovejitas: cinco ovejas... seis ovejas... siete ovejas...

De repente:

-Tras, tras...tras, tras...

El sonido de una llave en la cerradura confirma la llegada de su padre. ¡Ya estamos todos! Se dice así misma y dispuesta a dormir sigue contando ovejitas: ocho ovejas... nueve ovejas... diez ovejas...

Entonces:

-Achisss… achisss… achisss…

La alergia al polvo de su padre la descentra,- debe haber mucho en su alcoba porque no para de estornudar- dice, segundos después, sigue con su recuento: once ovejas… doce ovejas…trece ovejas…

-Cucu... cucu... cucu...

Un antiguo reloj de pared heredado de su bisabuelo marca las tres de la madrugada. Desesperada por su sonido sigue contando ovejitas: catorce ovejas... quince ovejas… dieciséis ovejas…

De repente:

-Cri, cri... cri, cri... cri, cri...

El canto de un grillo la desconcierta de nuevo - ¿quién nos mandaría vivir a las afueras del pueblo?- se pregunta cabreada. Irritada sigue contando ovejitas; diecisiete ovejas… dieciocho ovejas… diecinueve ovejas…

De pronto:

-Buaaaa... buaaa... buaaa...


El llanto de su hermana pequeña la llena de rabia ¿no te das cuenta que necesito dormir? Le grita sabiendo que no puede oírla. Sigue contando ovejitas: veinte ovejas... veintiuna ovejas... veintidós ovejas...

De repente:

-Miauuu... miauuu... miauuu...

Un gato maullando debajo de su ventana la enfada aun mas, se revuelve dentro de la cama, da patadas y se tapa los oídos con la almohada, después, sigue con sus ovejitas: veintitrés ovejas... veinticuatro ovejas...


De pronto:

-Guau... guau... guau...

El perro de la vecina vuelve a ladrar, nunca pudo soportar a ese gato engreído que pasea de noche por el barrio ¿Qué es esto? Se dice y… sigue con las ovejitas: veinticinco ovejas... veintiséis ovejas...

De repente:

-Catacloc… Catacloc… Catacloc…

Los pasos de la pata de palo de su abuelo rompen la serie numérica de su rebaño ¡Pobre! Sufre insomnio y no oye – piensa. después, sigue contando ovejitas: veintisiete ovejas… veintiocho ovejas…

De pronto:

Cucu… cucu… cucu…

El antiguo reloj de pared de su bisabuelo marca las cuatro de la mañana. Golpea la pared y grita – ahogaré a ese pajarraco -, después sigue con las ovejitas: veintinueve ovejas… treinta ovejas…

De repente:

Sssssss…. Ssssss… sssssss…

Un fuerte viento la desorienta y la llena de pánico, cubre su cabeza con el edredón y sigue contando ovejitas: treinta y una ovejas… treinta y dos ovejas… treinta y tres ovejas…

De pronto:

- La Ramona pechugona es la mas gorda de las muuujeres del pueblo….

¡Por Dios! Ahora un hombre con la música de su coche a todo volumen, necesito dormir, grita histérica, un rato después, sigue contando ovejitas treinta y cuatro ovejas… treinta y cinco ovejas…

De repente:

Su propia voz dice de forma entrecortada: trein… ta y… seis… ovejas… trein… ta y siete… ovejas… trein... ta y ocho ovejas... trein... ta y nueve ovejas… y por fin se duerme.

De pronto:

Ring… ring… ring…

El despertador le anuncia la hora de despertar- no puedo hacerlo grita con rabia, estoy agotada y de un manotazo arroja el reloj fuera de su vista. El aparato yace en la alfombra destripado por el golpe.

De repente:

-Rebeca, vamos despierta, perderás el autobús- dice su madre.
-No puedo mama.
-¿Porque? hija
-Estoy agotada.
-¿No dormiste bien?
-No mamá
-¿Qué te pasó?
-Los sonidos de la noche me tuvieron en vela.
-Rebeca, es la excusa más tonta que conozco para no ir al colegio.
-No es un pretexto mamá dice Rebeca.
-A la escuela y no hay mas que decir.- grita su madre.
-No quiero ir.
- Irás-le dice su madre enfadadísima.
-Sí mamá- dice mientras piensa- ¡A los adultos no hay Dios que les entienda!

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

¿Hablar o callar para siempre?

... ”Que hable ahora o calle para siempre” eran las palabras que el sacerdote estaba pronunciando en ese momento.

... “Que hable ahora o calle para siempre, voces que retumbaban en su cabeza sin saber que rumbo tomar, ¿Qué hacer? tenía que decidirlo en cuestión de segundos y en cuestión de segundos, vino el recuerdo de la noche anterior, en la que el hombre que ahora se estaba casando (con otra), estaba en sus brazos.

¿Como llegó allí? Quizás, la suerte jugó a su favor, el destino se mostró generoso, unas copas de más en una madrugada… a ella siempre le gustó, pero... era el novio de su mejor amiga y... nunca tuvo suerte con los hombres, los que le atraían, estaban comprometidos o eran gays.

Anoche, estuvo en sus brazos, una serie de imprevistos variaron los hechos, no fue el amor quien los empujó con tanto ardor hacia la cama, ¿y qué? Fue suyo, a ella siempre le atrajo, a él no (no del mismo modo). Se lo dijo nada más despertar, le dijo que la situación se le había escapado de las manos, que lo sentía…

-¡Que pena!- pensó ella, sin sentirlo en absoluto.

Ahora en su boda, cuando se estaba casando con otra, tenía que decidir si hablar o callar para siempre, vuelve a escuchar al sacerdote diciendo:

…Que hable ahora o calle para siempre... optó por callar sí... por ella... por él... por su amiga… optó por callar y lo haría… para siempre.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

La amapola y la niña

-¡No me toques que mancho!- le dijo la amapola a esa niña rubia de ojos azules que quería tocar sus pétalos.
-¿Quien habla?- pregunta la cría sin dar crédito a sus oídos.
-Yo- dijo la flor.
-No puede ser ¡las flores no hablan!
-¿Quien dijo eso?- pregunta la amapola con asombro.
-Mi madre.
-¿Cuándo?
-Cada vez que riego las plantas de mi jardín.
-¿Por qué?
-Te cuento, yo visito a mis flores con frecuencia, las contemplo orgullosa, quito las hojas secas, las mimo, las riego, les hablo…
-¿Y que?
- Ella, dice que por qué os hablo, si vosotras no me vais a contestar.
-Es que los adultos no pueden oírnos.
-¿Y los niños sí?
-Pues sí.
-¿Por qué?
-Vosotros sois especiales.
-Eso ya lo sabía.
-¿Sabias que eres especial?
-Sí.
-¿Quien te lo ha dicho?
-Mi madre.
-¿Tu madre te ha dicho que eres especial?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque… soy su hija.
-¡Que graciosa! dijo la amapola- abriendo sus pétalos con sorpresa.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

La huída de Félix

Félix era el dueño del mejor sofá que había en la sala. Allí disfrutaba de su siesta diaria sin ser molestado por nadie.

Comía el primero y siempre su plato favorito. Lucía un aspecto envidiable: sano limpio y perfumado.

Vivía en el seno de una familia acomodada compuesta por un matrimonio de mediana edad y tres hijos tan juguetones como él.

Sin embargo, Félix estaba triste, no le permitían salir a la calle por temor a que no regresara y envuelto en un amor narcisista, vivió durante años.

Un día quiso tomar el sol y salió al balcón, sentía el calor de sus rayos, cuando de pronto, entre la multitud, le pareció ver a un semejante.

Se lanzó desde un tercer piso en su busca pero solo logró romperse una pata.

Se arrastró dolorido hasta el portal, esperando la llegada de algún vecino, quien llegó fue la noche, le meció entre sus brazos hasta que rendido se durmió.

Al amanecer, despertó en otros brazos, eran las lindas patitas de una gata, tan similar a él, que le entró un pánico tremendo.

- ¿Quien eres? -preguntó Félix.

- Una gata ¿no lo ves? Le contestó lamiendo su pata herida...

Nadie los vio desde entonces.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

La vida no sigue igual

Aquella mañana Pablo, un apuesto joven de apenas treinta años de edad, se encontraba esperando al autobús a la misma hora y en el mismo lugar de siempre.

Una hora y un lugar, que su trabajo de camarero en una pequeña cafetería de un pueblo cercano y la falta de un coche propio, había hecho que fuese habitual en su vida.

Era la parada del Bus. Allí había esperado: en invierno, cuando su voz tiritaba de frío, en verano, cuándo sudaba hasta calar su piel, en primavera cuando veía nacer las flores y en otoño cuando pisaba miles de hojas secas.

Allí, veía pasar las estaciones que componían su vida.
Y con las personas, le pasaba lo mismo, había visto esperar: a bebes llorando, madres sulfuradas, hombres trajeados, inmigrantes con cara de no tener papeles con los que asegurarse un hueco en nuestro país...

Por aquella marquesina del Bus, pasaba... la vida, esa misma, que una mañana de crudo invierno quiso asustarle y que por unos minutos que le parecieron horas interminables... lo consiguió.

Era un 20 de Enero, nunca lo olvidara, lunes para más señas y su viejo reloj de números romanos, regalo de su novia María en su primer San Valentín como pareja de novios formales, marcaba las seis de la mañana.

Hacia mucho frío, tanto que daba brincos y se frotaba las manos continuamente para tratar de activar la mala circulación de la sangre que desde niño tenía su endeble cuerpecillo.

Le sorprendió ver a tanta gente en la parada, unas diez personas, aproximadamente, permanecían allí, congeladas de frío y se alegró enormemente de que el autobús fuese tan puntual.

Después de un frenazo seco del autobús y detrás de que el vehículo abriera lentamente sus pesadas puertas, subió ágilmente, unas escaleras plateadas y negras.

Enseguida lo hizo el resto de los viajeros, lo hicieron atropellados por las prisas y el frío de la mañana, pagaron religiosamente, se acomodaron lo mejor que pudieron y el autobús comenzó su marcha.

Era un autobús muy antiguo, los asientos estaban opacos y su ruido era una especie de ronquido constante. Sin duda, debido al desgaste por los años de trabajo y entrega absoluta al servicio de los pasajeros.

Sin embargo, era cómodo y amplio, compartió asiento con un hombre de mediana edad, vestía un chaquetón y unos pantalones negros, en su cara lucían unas grandes barbas, enseguida abrió un periódico y se dispuso a leer.

Pablo dijo:

-Vaya frío que tenemos hoy ¿verdad?

Parco en palabras, contestó:

-Si.

Siempre admiró a las personas que a pesar de los baches y las curvas del trayecto, pueden disfrutar de la lectura, él nunca lo hacia, como tampoco, quedarse dormido durante el trayecto.

Recordó esto último, cuando vio a una mujer muy guapa y de aspecto maduro, sentada tres filas más adelante, con ademán de hacerlo, estaba colocando su cabeza sobre la ventanilla y bostezando repetidamente.

El conductor del autobús vestía un pantalón de felpa azul marino y un jersey de pico gris oscuro de la que asomaba cerca de un cuello sumamente arrugado, unos grandes cuellos de camisa blanca impolutos.

Era muy mayor, Pablo pensó que su jubilación estaba próxima, tenia una apariencia tranquila, iba concentrado en su trabajo y por cierto, lo hacia muy bien, conducía con mucha suavidad.

Fuera, mirando a través del cristal de una ventanilla bastante rayada y empañada por culpa del frío exterior, Pablo, observaba la oscuridad de la mañana y el poco trafico que circulaba a esas horas tan tempranas.

De pronto, un ruido atronador le estremece, un frenazo les desplaza bruscamente de sus asientos y el autobús se mueve sin control. Segundos más tarde, se para bruscamente al chocar contra un árbol.

El conductor, bastante asustado por las circunstancias del momento, se baja precipitadamente del vehículo y atiende, sin pensar en las consecuencias, a una mujer tumbada en el suelo.

Estaba ataviada con un vestido de grandes flores repleto de sangre y su cuerpo se encontraba retorcido de dolor en mitad de la calzada. Embarazada, chillaba enormemente.

El autobús quedó vacío de repente, todas las personas bajaron del vehículo y rodearon al chofer y a la mujer queriendo hacer algo para resolver la situación, Pablo gritó desesperado:

-¡Una ambulancia!… hay que llamar a una ambulancia…

-Soy medico… por favor… déjenme paso- dijo un joven trajeado de una forma demasiado formal para su edad.

-Pablo preguntó -¿No habrá una comadrona entre nosotros?

-Soy enfermera dijo una señora rubia y muy elegante- abriéndose paso entre la multitud.

Él medico dijo a la mujer tendida en el suelo -por favor escúcheme… respire hondo… respire conmigo… un… dos… un… dos…

La enfermera, sin pensarlo dos veces, le sujeta la cabeza, le limpia el sudor que a pesar del frío de la mañana sale a raudales de su cuerpo y le ofrece palabras de aliento.

Los pasajeros, no dan crédito a sus ojos, miran atónitos la escena en la que sin quererlo, se han visto envueltos, un hombre de pelo canoso y acento francés coge su teléfono móvil y marca el 112

-Por favor... es urgente, manden una ambulancia- se le oye decir.

Pablo, mira a su izquierda y un joven de apenas 18 años de edad, vestido con pantalones negros y chaqueta de cuero del mismo tono que mira perplejo la situación, palidece y se cae al suelo redondo.

Una chica tan joven como él, ataviada con un grueso jersey blanco de lana y un pantalón marrón de pana, trata de reanimarlo pegando leves golpecitos en su cara, Pablo les mira con sorpresa.

Su mirada vuelve a la mujer embarazada y tendida en el suelo, sigue sangrando muchísimo, grita desesperadamente y transpira por todos los rincones de su cuerpo.

Él medico dice nervioso:

-Venga un poco mas... empuja...

La enfermera, conciente de su tremenda labor, se arrodilla muy cerca, trata de ayudarla, se aproxima todo lo que su cuerpo le permite, susurra en su oído, le limpia el sudor...

-Buaaa... buaaaaa...

-¡Ya esta!- dice él medico mientras coge entre sus manos el cuerpecito de una preciosa niña de piel tostada, ¡ya esta! Repite mientras se la enseña orgulloso a una madre extenuada.

La muchedumbre enmudece y en cuestión de segundos distintas reacciones calientan la atmósfera: unos lloran de emoción, otros, cantan risueños, otros aplauden felices...

El estridente sonido de una ambulancia anuncia su llegada, aparca precipitadamente, un equipo medico traslada con extrema delicadeza a la mujer y al bebe a un hospital.

En apenas unos minutos, el único rastro que queda de la escena ocurrida, es la gran mancha de sangre que ensucia la carretera y las delicadas manos del médico y la enfermera.

Los pasajeros poco a poco recobran la calma y empujados por las órdenes de un chofer, todavía atónito, suben a un autobús bastante abollado por su frenazo repentino contra el árbol.

Se van sentando y acomodando de nuevo, Pablo se vuelve a sentar al lado del hombre que leía el periódico, aquel de las enormes barbas, el chofer, conduce con suavidad.

La mujer muy guapa y de aspecto maduro, sentada anteriormente tres filas más adelante, sigue estando allí, coloca nuevamente su cabeza sobre la ventanilla queriendo adormilarse.

Fuera mirando por el cristal de una ventanilla rayada y mucho menos empañada que antes, esta amaneciendo, en la carretera él trafico aumenta por momentos...

Recuerda la imagen de esa mujer embarazada y llena de sangre que gritaba desesperada, se acuerda de la entereza del medico, la paciencia de la enfermera, el acento del francés que pidió la ambulancia...

Pero sobre todo, se acuerda emocionado de ese precioso bebe de piel tostada que con su diminuta presencia en este gigantesco mundo, le ha demostrado que la vida... no sigue igual.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

El primero de los últimos

El reloj de Pablo siempre estaba diez minutos adelantado, pensaba que de esta forma, llegaría el primero a cualquier sitio. Pero esto nunca fue así, otros llegaban antes y lo convertían en él último.

Era el pequeño de sus hermanos porque nació él ultimo, era el último en despertar por las mañanas, él ultimo niño que entraba en clase, fue él ultimo de sus amigos en salirle barba, el ultimo en casarse...

Un día, cayó en sus manos un periódico local, anunciaba una carrera de últimos, el premio sería para él último que llegara a meta, Pablo decidió inscribirse pensando que sin duda ganaría.

El día de la carrera llegó, Pablo estaba en la pista esperando la señal de salida, su familia le animaba y él completamente emocionado, repetía una y otra vez:

Tengo que ganar... tengo que ganar...

El sonido de un silbato dió la orden y comenzó a caminar muy despacio.

-Tengo que dar pasos lentos, tengo que avanzar lentamente... -se recordaba a si mismo con cada pisada.

Nunca miraba atrás, concentrado en su propósito se decía una y otra vez- Tengo que dar pasos lentos, tengo que avanzar lentamente...

Los demás corredores apenas se movieron, entonces... llegó el primero.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Los estragos de la edad

Había una vez un costurero de mimbre muy antiguo, vivía junto a una maquina de coser llegada de Francia hacía siglos.

Los dos utensilios de costura dormían en la humilde habitación de una muchacha rubia y de ojos azules llamada Clara.

Dentro del costurero moraban: unas tijeras muy afiladas, un dedal plateado, una aguja con la punta muy fina y un gran carrete de hilo negro.

La maquina de coser francesa vigilaba sus vidas y acompañaba sus largas noches de soledad en aquella vieja canasta.

En la habitación contigua habitaba: un maniquí, una chaqueta de lana apolillada y un hombre de piel arrugada y muchos años en su cuerpo.

Ese hombre, era el abuelo de Clara y desde hace unos meses, hablaba con la figura de plástico y esa chaquetilla carcomida por la polilla.

Clara, que aun soñaba con un príncipe azul y un castillo de bellas torres de granito gris, estaba muy preocupada por su salud.

Aquel hombre, la había criado en su casa, desde que aquel fatal accidente de tráfico acabara con la vida de sus padres. De eso hacia diez años.

Una tarde, el abuelo resbaló con la cáscara de un plátano en la calle, no llegó a herirse, pero se rasgó el pantalón de pana que llevaba puesto.

Al llegar a casa, ocultó la prenda rota en el fondo de un armario, no quería preocupar a su nieta y rápidamente se vistió con un chándal.

Mas tarde llegó Clara, se saludaron cariñosamente, hablaron durante un ratito y después, la chiquilla, se dispuso a preparar la cena.

Cenaron y como era su costumbre vieron el televisor sentados en esos sillones tan sumamente cómodos comprados hacia poco tiempo.

Un ratito mas tarde, el abuelo, agotado por el enorme peso de los años en su cuerpo, da un beso a su nieta y se marcha a la cama.

Abre el armario para ponerse el pijama y con sorpresa ve el pantalón de pana con el que se había caído horas antes, perfectamente zurcido.

¡No puede ser! Le dice a ese maniquí desnudo que tan silenciosamente escucha sus conversaciones nocturnas.

¡Es imposible! Le repite a esa chaquetilla de lana convertida por el paso del tiempo en un delicioso manjar para polillas.

¡Ya esta! Dice de pronto, fue esa aguja de punta fina, las afiladas tijeras, el carrete de hilo negro y el dedal plateado quien lo cosió.

De repente, se acuerda de la maquina de coser francesa, aquella que utilizaba su mujer para zurcir la ropa y se pregunta a sí mismo ¿o fue ella?

Pero inmediatamente se contesta, ellos no se movían sin sus manos… sus delicadas manos… repite evocando el recuerdo de su esposa fallecida.

De pronto, la imagen de unas perfectas manos llena su mente, una alianza brilla en uno de sus dedos y su boda regresa por un segundo a su vida.

“Sus manos”… repite melancólico mientras vuelve a la realidad y se pregunta terriblemente intrigado ¿quien habrá zurcido el pantalón?

-Fui yo- dice una chiquilla, que abrazando a su abuelo con tristeza, contesta a esa pregunta que la edad hizo que fuese tan difícil de responder.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Sueños Cortazarianos

Esta mañana me he despertado alterada, hace poco leí en un libro que los sueños imponen una inaceptable igualdad entre las diferentes épocas de una misma vida, que no tienen en cuenta el presente negándole su posición de privilegio. No sé si el presente verdaderamente goza de privilegio porque por lo general solemos añorar el pasado, poner nuestras esperanzas en el futuro y relegar el presente a un puesto de renuncia y resignación.

Desde que recuerdo he creído tener sueños muy profundos, paradójicamente me dijeron que si recuerdas lo que sueñas es que no has descansado en la fase más profunda del sueño; como suelo acordarme cada noche de las historias que han distraído mi mente esas horas nocturnas intuyo que llevo mucho tiempo sin descansar debidamente, sin embargo cada vez que me levanto con un sueño cercano e intenso en la cabeza, las mañanas son más prometedoras porque creo estar viviendo entre dos mundos, sin importarme que uno sea más tangible que el otro.

Debo reconocer que mi predisposición a los sueños quizás esté avivada por la importancia que he dado siempre al acto de acostarme, nunca llegué a dudar de que el tiempo que permanecemos acostados es un tiempo igual de aprovechado, en algunos casos más, que las horas malgastadas frente al televisor o el ordenador, por eso mis preparativos para ir a la cama eran de vital importancia, como el equipaje para unas pocas horas, tomaba una botella de agua de la cocina, ponía un poco de música, generalmente instrumental, colocaba los almohadones, escogía como mínimo un par de libros, uno la novela que estuviese leyendo en ese momento y el otro, alguno que llamase especialmente mi atención esa noche, lo que me llevaba a acumular en la mesita de cabecera y debajo de la cama incontables ejemplares empezados que variaban según el estado de ánimo. A veces me preparaba un café o un té y comenzaba mis lecturas y reflexiones sobre ese día. Cuando estaba lo suficientemente cansada como para soñar apagaba la luz y me encerraba en la segunda parte de la noche.

Esta mañana, repito, me he levantado alterada, cansada, como si hubiera pasado un siglo desde que me acostase la noche anterior, hoy he soñado con Julio Cortázar.

Estaba sentado en el suelo apoyado en una pared, en un cuarto viciado de literatura, yo sentada en un sillón blando, de los de las salas de espera de consultas privadas, quizás verde pino o marrón, aunque no importa dónde nos encontrábamos.

Tenía papeles esparcidos por el suelo y un que otro libro. Estaba concentrado cuando yo aparecí, pero no concentrado en algo de dentro de la habitación, sino que su concentración parecía escaparse por la ventana de enfrente, pero aún así concentrado.

Yo llego sin previo aviso y llevo un libro en la mano, hasta la mitad del sueño no sé de qué libro se trata pero por su peso y tamaño calculo que no es un libro de bolsillo.

No se ha sorprendido de mi presencia y ha comenzado a hablar como si ya llevase un rato a su lado. Primero ha hablado de literatura, de autores que yo desconocía y desconozco, del tiempo y de otras cosas sin importancia.

Luego me ha mirado, su mirada llegándome desde la esquina izquierda ha producido en mí una sensación de sosiego, ha sonreído y parecía más un padre dando consejos que el intelectual colorista y músico que era.

A partir de esa mirada he sido consciente dentro del sueño de con quién estaba hablando, era Julio Cortázar, y aun dándome cuenta del anacronismo e imposibilidad de esa conversación, hemos seguido charlando como amigos, casi como confidentes, o peor, como amantes que recién empiezan a conocerse.

Me pidió el libro que yo llevaba en la mano y se lo di, era un viejo ejemplar de “Ultimo Round”, con una portada amarilla y una foto suya mirando al atrevido lector que en ese preciso momento se dispone a abrir el libro y sumergirse en ese Mundo- Cortázar donde una vez has entrado es imposible salir.

En un momento de la conversación estábamos de repente en la calle, pero en idéntica posición, realmente lo único que cambiaba era una de las paredes, había desaparecido y podíamos ver el campo y las carreteras. Estábamos en algún lugar de Castilla entre mi pueblo y sitios desconocidos. Por una de las carreteras ha pasado velozmente un automóvil gris, aunque no logro acordarme de quién iba conduciendo, tengo la sensación de que conocía a los viajeros. En cuanto el coche ha desaparecido de nuestra vista ha derrapado y se ha estrellado con algo, más bien creo que explotó debido a la velocidad a la que iba, es un sueño y los accidentes imposibles son posibles, porque allí no había ningún obstáculo a la vista con el que chocar.

Nos hemos mirado desconcertados, asumiendo el accidente como algo tan natural que no ha merecido la pena levantarse e ir a avisar a una ambulancia o a la policía, cuya sirena parecía oírse por otra de las carreteras. Como si ese mundo no fuera el nuestro, conformándonos con el papel de espectadores lejanos e impasibles.

Con la pequeña catástrofe ya formando parte del pasado Julio ha leído en alto alguno de sus cuentos, poemas e incluso partes de diarios. Me seguía mirando tranquilo, y mi tranquilidad iba en aumento. Le pregunté qué tal se encontraba su imaginación, y me confesó que seguía mejor que nunca, que desde que tenía recuerdos su imaginación había sido casi su mejor aliado y que cuando era joven solía derrocharla escribiendo sobre cualquier cosa con la que se topase. Me aconsejó que hiciese lo mismo “sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante y los atás con ayuda de palabras” el resto es sencillo, pero no te alarmes si más del 90 % de lo que consigues escribir acaba en la papelera.

En un punto de la conversación, entre los cronopios y los seres que nunca llegaran a libros tangibles, percibo que mi presencia en la recuperada habitación comienza a desvanecerse.

Lo último que recuerdo son sus ojos, sonriéndome, y sus enormes manos divertidas con mi ejemplar amarillo entre ellas. Las largas piernas rozando casi la pared de enfrente. Me fijo en su chaqueta, detalle que hasta entonces había pasado desapercibido, es una chaqueta de pana que va alternándose entre marrón claro y marrón oscuro según si me mira y hablamos o se concentra en su mundo de migas de pan e hilos azules.

Cristina Salán (Barcelona)

Noticia de última hora

“Mueren por inanición miles de hormigas en un pueblo de Albacete. Las autoridades competentes aseguran de que se ha tratado de un suicidio colectivo. La falta de migas de pan y de restos de semillas llevaron a muchas de ellas al paro y a la búsqueda de comida por cuenta propia. Tras la nula escucha de las organizaciones después de las manifestaciones de los últimos días, decidieron que la gran solución al problema sería llamar la atención de dichas organizaciones con un gran suicidio. Al final se salieron con la suya y satisfechas desde el cielo podrán contemplar cómo las principales empresas han dejado de lado la Campaña de trozos de turrón y mazapán de las próximas Navidades y se han puesto manos a la obra en la creación de verdadero empleo.”

Oye Luís, ¿y si hacemos nosotros lo mismo? Ya somos viejos y quizás así nuestros hijos y nietos puedan encontrar trabajo e independizarse de una vez.

No creo que nosotros nos convirtiésemos en mártires, Paquita, los hombres no aprendemos de nuestros errores y a diferencia de las hormigas preferimos no escuchar y hacer oídos sordos ante los problemas. Y ahora calla que empiezan los deportes.

Cristina Salán (Barcelona)

La realidad nos mata

Creo que solamente me dará tiempo a pasarme por la oficina a entregar los informes, lástima porque me gustaría cambiarme de ropa y ponerme el vestido verde que me sienta tan bien, pero la tintorería está a más de veinte minutos y ya es la una del mediodía.

En la boca del metro me tropiezo con un tipo que interpreta una desgastada versión de Summertime, por poco piso sus monedas, es él quien me mira pidiéndome perdón, “¿En qué me convertí?” le pregunto extrañada, “Sinceramente señora, no lo sé”, saco mi monedero y le ofrezco un par de monedas de dos euros, las acepta con la condición de que me quede escuchando la canción unos minutos.

Yo quería ser pintora, soñaba con Klee y Mondrian, con ver expuestos mis cuadros en las galerías de la ciudad, con que me colgaran alguna obra en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Pero papá me convenció para que estudiara Derecho, “ya tendrás tiempo para pintar cuando hayas terminado la carrera”, repetía cada noche. Y me vine a Madrid, no regresé a Buenos Aires y no volví a veros.

Pasaron los años y me conformé con observar el arte desde el otro lado. Aún recuerdo las primeras tardes, nada más llegar, en que recorría las galerías de El Prado en busca de aire, ¿y ahora?, ¿cuándo me perdí a mí misma?

Y qué me decís de tus sueños, eran tan locos como las canciones de rock con las que nos dormíamos. Empezaste queriendo ser el rey del mundo, luego te hubiese valido con ser el creador de una corriente filosófica, y yo me reía de vos porque la Historia ya nos había regalado muchos Alejandros. Acabaste metido en la Facultad de Ciencias Políticas luchando por ideales perdidos.

Recuerdo nuestra despedida a finales de agosto en San Fernando, yo no quería mirarte a los ojos y vos, lleno de rabia, me juraste que no volverías a hablarme, me gritaste que no sería feliz estudiando leyes, que yo era una artista y no una abogada, que así sólo conseguiría destruir lo que me hacía única y qué razón tenías.

La última vez que hablamos fue cuando te casaste, llamaste de madrugada, habías encontrado a una mujer que te comprendía, que te amaba. Acabamos llorando como unos viejos resignados y deseándonos buena suerte. Estuviste siete años casado, yo llevo casi el doble. Me enteré de tu divorcio por Lucas y Alma, coincidí con ellos cuando estuvieron en Madrid por la presentación del nuevo libro de Lucas. “Te recordaba más pequeña, Luci”- me dijo Lucas “Y yo más alto, primo”- le respondí. Me contaron también que abandonaste la política, pero que tuviste suerte porque conseguiste una plaza como funcionario en una de las miles de oficinas repartidas por la metrópoli y que nunca volviste a ser el mismo.

“La está sonando el teléfono señora”- me dice un joven, lo miro y le guiño un ojo, me sonríe con picardía, probablemente aún me vea bonita. Descuelgo el móvil, “Lucía ¿dónde estás?, llegamos tarde a la función, ¿te pasas por casa o nos vemos en el colegio?”, “Esperáme en casa, que no quiero llegar allá sola, ya sabés lo nerviosa que me pongo con todas esas madres histéricas. Te prometo que no me demoro, cariño.”

Era Ignacio, siempre con ese carácter suyo, en quince años no ha dejado de ser puntual, riguroso, correcto. Y yo sigo igual de distraída e informal que cuando te dejé.

Llegaré tarde, aún no he pasado por la oficina, busco el paquete de tabaco dentro del bolso, qué pena no poder lucir el vestido verde. El Summertime sigue escuchándose detrás de mí mientras me alejo de la boca del metro y entre la gente la realidad me mata.

En ese preciso instante, a miles de kilómetros de Madrid, vos andás de camino al laboro en tu viejo auto blanco. Fumando tabaco negro, mientras el semáforo se torna verde, te permitís un momento de duda, porque, como decías, basta un segundo para cambiar el mundo, pero eso lo pensabas con veinte años, ahora con más de cuarenta, perdiste la cuenta de los días, todos insulsos e iguales y arrancás el coche con el cigarrillo en la boca y ese rayado disco de Janis Joplin que escuchás es lo único que nos queda, con resignación asumís que la realidad nos mata, lentamente.

Cristina Salán (Barcelona)

El sonido de las gaviotas

Acaba de encender un segundo cigarrillo, es la única luz que puede distinguirse en cientos de metros. Ha terminado acostumbrándose a la oscuridad y al silencio nocturnos y ya es incapaz de imaginar su vida de otra manera.

A su lado el otro se ha quedado dormido, Luís lo envidia, todas las noches se lo queda mirando unos instantes mientras duerme, plácido, como si esos ratos de sueño lo transportasen a su pasado.

A lo lejos, muy a lo lejos, como de otro mundo están las demás tiendas, el hospital, un búnker, las armas que resuenan, las brasas aún calientes del menú de arroz, y sólo la certeza de esas cenizas que se queman entre sus dedos y el olor a alquitrán que le llena la boca, le recuerdan que está vivo y solamente durante unos segundos, sin nostalgia ni resignación, echa de menos el sonido de las gaviotas, porque desde la base número quince de ese campamento español en Afganistán no se escuchan, ni se escucharán nunca, las gaviotas.

Cristina Salán (Barcelona)

El Mosso d'Esquadra

Era alto, fuerte y más guapo que los dos amigos con los que iba, los tres me miraban fijamente, desde el otro lado de la calle, como si me conociesen de hace años pero no se atreviesen a saludarme por haber olvidado acaso mi nombre. Los tres iban vestidos con una camisa azul claro y unos pantalones ajustados, sin embargo él llevaba algo distinto, algo que lo hacía especial. Comenzó a caminar hacia mí, despacio, sin apartar sus ojos de los míos, imponente, decidido, hipnotizado o quizás intentando hipnotizarme, pareciéndome cada vez más perfecto, más hombre, más cercano.

Sin dejar de mirarlo fui arrimándome hacia la pared, escondiendo mis manos manchadas tras la espalda, arrepintiéndome de no haberme cambiado de ropa, él, resuelto, valiente, se colocó delante y me cogió del brazo.

No se mueva, está detenida por asesinato.- Fueron sus únicas palabras, pero los nervios me traicionaron, mi mano derecha se relajó y dejó de apretar las tijeras manchadas de sangre que resonaron como un mal presagio contra el suelo.

Cristina Salán (Barcelona)

El “limitado” poder de la imaginación

Mi amiga Celia me dijo que pelar una manzana invisible de una vez era mucho más sencillo que desprender la piel de una manzana real.

Me sugirió que lo primero que debía hacer era poner un disco de música clásica porque la imaginación se estimula con los genios, fuese a la cocina y respirara hondo.

Debía tomar la manzana más grande del frutero, sería más sencillo si escogía una grande y verde porque tienen las curvas menos cerradas y la piel dura. En el frutero de mi imaginación no tuve problemas en encontrar la manzana perfecta porque solamente había tres frutas y dos de ellas eran un plátano y una mohosa naranja.

Cogí un cuchillo afilado del primer cajón y comencé dando un pequeño corte, sin terminar de desprender la piel, en la parte superior de la manzana, cerca de donde estaría enganchado el rabo. Deslicé suavemente el cuchillo, dejando que fuese él quien condujese la situación, él el que cortase finamente la peladura y permaneciendo, según me aconsejó Celia, en un segundo plano disfrutando de Vivaldi. En menos de un minuto, tenía la manzana pelada, dispuesta a que la devorase, claro que imaginar su sabor fue mucho más complicado.

Cristina Salán (Barcelona)

Capacidad de abstracción

Piensa en un color, escoge, por ejemplo el rojo, las otras tonalidades se escapan, se empañan, se mezclan, desaparecen y deja que la imaginación haga el resto.

No te despistes, no es rosa, ni naranja, ni siquiera el magenta entra en el juego; es el color de la sangre, de la pasión y del comunismo.

El Rojo de la vieja furgoneta de papá, cuando papá y mamá aún estaban juntos y pasabais los fines de semana riendo, comiendo frutos secos y recorriendo el país en el destartalado furgón grana y aún erais felices.

Es sencillo, la realidad se transforma, dejas de ser tú para convertirte en un gran charco de vino borgoña, en una señal de stop, en un brazalete nazi.

Tu cerebro comienza a llenarse de latas de coca cola, de coches de bomberos atestados de extintores usados y cangrejos despistados, de labios intensos y carnosos que te gustaría besar y de ese esmalte de uñas de la vecina del quinto ¿cuál era su nombre? ahora lo recuerdas, se llama Laura, pero no consigues acordarte de su rostro porque la visión de Marte se te cuela en el cerebro. Así piensas que la vida se resume a un matiz, la vida, iluminada con las intensas luces de neón carmesí del club El Volcán Rojo, número 40 de la antigua carretera de Burgos, tan cerca del pueblo, está reducida en una tomadura de pelo escarlata.

Al cabo de varios minutos, o quizás horas, estás al borde de la enajenación, intentas poner la mente en blanco pero los tonos te juegan una mala pasada, despistado, y casi por inercia, entras en la frutería de la esquina, y de repente en un solo instante, es como si ya no existiese el rojo. Sales de allí recuperado, con una compra de dos kilos de verdura, pero al llegar a casa y entrar en la cocina te sorprende la ausencia de tomates, cerezas y fresas, en tu bolsa de plástico solamente hallas una lechuga, tres pimientos y dos calabacines de un triste tono verde oliva.

Cristina Salán (Barcelona)

Una gota muy traviesa

Se gestó como se gestan todas las gotas de agua, brotó un buen día en la tripa de una preciosa nube.

Su padre, un joven y apuesto rayo, se enamoró de ese nimbo, tan rápido como su propio nombre indica.

El amor que sentían mutuamente, fue tan maravilloso, que velozmente nacieron miles de gotas de lluvia.

De esa pasión, nació una gotita especialmente traviesa.

Poco a poco creció y se convirtió en una bellísima gota, pero en contra de lo esperado, siguió siendo revoltosa.

Pasaron varios días y uno de ellos, dice la nube:

-Hijas, sois adultas. Debéis vivir la vida. Cuando venga un tifón os iréis.
-¿A donde mama? Pregunto la gota traviesa.
-Bajareis a la tierra.-contestó su madre.
-¿Por qué? Volvió a preguntar la gotita.
-Ley de vida
-Yo no quiero ir- dijo la gota rebelde.
-No hay elección, iras a un río, luego a una bahía y después al mar.
-¿Que es eso? madre
-Una inmensidad de agua sobre la tierra ¡preciosa! Ya veras.
-No quiero ir.
-Debes ir…
y antes de poder acabar la frase, una borrasca se la llevó.

De pronto, la gotita traviesa apareció en el cristal de una puerta que cerraba un balcón repleto de rosas y empezó a deslizarse por él.

-¡Que divertido!- pensó.

Una vivaracha niña de 5 añitos la vio y gritó asombrada:

- ¡Mira mama!, Una gota juguetona.
-Si hija, no la toques.
-¿Por qué? Mamá.
-Déjale divertirse- contestó su madre mientras seguía cosiendo.

La curiosa niña quiso tener la gota entre sus dedos y desobedeciendo la orden de su madre la cogió.

-¡Que húmeda!- pensó

Y la gota lentamente… se secó.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Una estrella fugaz en la tierra

La luna estaba radiante y una multitud de estrellas abrazándola hacían que fuese una noche especialmente mágica.

Paula, esa mujer de aspecto menudo y piel arrugada por la edad, lo sabía, y desde la ventana de su alcoba disfrutaba del panorama.

Desde niña, vivía en una casita situada en la montaña y desde cría, los paisajes ofrecidos por la propia Naturaleza la llenaban de paz.

De pronto, el llanto de su nieta rompe el silencio, rápidamente la coge en brazos y trata de calmarla:

-¿Qué te pasa nena mía?-le pregunta inquieta -no puedes tener hambre, ni sed, tampoco frío ¿te duele algo? Si pudieses decírmelo sería más fácil.

Estrella, esa niña rubia de ojos claros y luminosa sonrisa, era demasiado pequeña para poder hacerlo, sus pocos meses de vida no se lo permitían.

La noche comenzó a nublarse, las estrellas perdían brillo y la luna frunció el cejo preocupada.

La cría no paraba de llorar, su abuela, queriendo espantar esas lágrimas tan feas, decidió contarle un cuento.

Verás, lucerito- le dijo mientras le acunaba.

-Había una vez un cielo repleto de estrellas, unas tenían un brillo sobrenatural, otras contaban con el destello adecuado y las menos dichosas apenas tenían luz.

Una noche, la luna, quiso hacerse una foto junto a ellas y preguntó:

- ¿Quiénes queréis haceros una foto conmigo?

-¡Yo! -dijeron todas.

-Todas no cabéis –contestó la luna-, haremos una cosa, creareis grupos de estrellas con un brillo similar y cada uno, tendrá que elegir un motivo por el que la foto saldrá bien, me ladearé por las que me convenzan ¿de acuerdo?

-De acuerdo, - dijeron todas.
A la noche siguiente, agrupadas delante de la luna, esperaban a que les otorgase la palabra. Comenzó el grupo de estrellas que más brillaba en el firmamento.

-Nosotras, te daremos el brillo que jamás has tenido en tu vida- dijeron..

Esta bien, dijo la luna, que pasen las siguientes, pasó el grupo de estrellas que contaban con el brillo adecuado.

-Nosotras, te ofrecemos una iluminación perfecta.-Dijeron contentas.

Esta bien, dijo de nuevo la luna, que pasen las siguientes, pasó un puñado de estrellas con muy poca luz.

-Nosotras, te regalamos una luz tenue y romántica.-Dijeron muy tímidas.

Elección difícil- comentó la luna- ¿Con qué grupo de estrellas quedará mejor la foto? ¡ya esta! Dijo, me quedaré con las que brillan menos.

-¿Por su luz tenue y romántica? Eso es una cursilería- dijeron muchas.

- No, porque con ellas... brillaré aún más –contestó la luna orgullosa.

-¡Yo sé de alguien que podría eclipsarte- Se oyó decir a lo lejos.

-¿Quién?-Preguntaron todas...

Fuera, el cielo se cubrió de nubes, la presencia de un fuerte viento enfrió la atmósfera, las estrellas dejaron de brillar y la luna palideció.

La niña estaba callada, callada y fría, en algún momento del relato había dejado de respirar.

-¡Estrella!... ¡Estrella!... –gritó la abuela al percatarse.

Fue inútil... la noche se la llevó.


Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Un regalo para el viento

Sentada en su vieja mecedora color caoba, María recibía los últimos rayos de sol de aquel atardecer. Se encontraba junto a la ventana, meciendo sus 70 años de edad.

Sus recuerdos acumulados en este tiempo iban y venían al compás de la vieja silla, alante, atrás, alante, atrás… podríamos decir, que su vida se mecía aquella tarde.

Aquel extraño compás, le hacia reflexionar durante horas, sobre el misterioso funcionamiento de nuestra mente, este hecho la tenia completamente embobada.

Le parecía curioso que muchas veces, nos cueste tanto recordar qué comimos ayer y sin embargo, seamos capaces de acordarnos claramente de grandes pedazos de nuestra infancia.

Y lo hacia justo ahora, cuando su memoria comenzaba a jugarle malas pasadas, a menudo se le olvidaban las llaves de casa, apagar el gas o el número de su propio teléfono.

Se cansaba sin motivo aparente, sentía dolencias en su espalda, su carácter se tornó arisco, comía sin apetito y comenzaba a ver nubes donde no las había.

Alarmada acudió al médico, le dijo que estaba perfectamente, que esos síntomas se debían a desgastes propios de la edad, ella intuía que era el principio de algo más serio.

Vivía en una pequeña casa situada en la montaña, rodeada de vegetación, del alegre canto de los pájaros y del mágico silencio que aportan las estrellas.

Este había sido su sueño. Desde que era una chiquilla de escasos años, se sintió extrañamente atraída por la Naturaleza y no paró hasta conquistar su corazón.

Le acompañaba su hija divorciada recientemente y una nieta preciosa de 7 años llamada Rocío, tan traviesa como Zipi y Zape juntos y tan alegre como la propia risa.

Con ella, jugaba y a través de esos juegos, disfrutados en su mayoría al aire libre, trataba de infundirle ese amor por el medio ambiente que ella misma sentía.

Le enseñaba los distintos nombres de las flores, escuchaban atónitas el canto de los grillos, contemplaban a las mariposas e imaginaban figuras mirando las nubes.

Por las noches, siempre le contaba un cuento.

Aquel anochecer, María quiso contarle uno, que muchísimos años atrás, le había contado su madre a ella. La recordaba a menudo… su pelo rubio… su olor a fresa… su ternura…

Lo cierto, es que con su nieta atenta como un búho y tumbada en la cama de nogal que ella misma le había comprado por su último cumpleaños, comenzó a decirle:

Este cuento que te voy a narrar se titula “Un regalo para el viento” y es que… hace muchos, pero que muchos años, existió un país muy bello en el que vivían los colores.

El azul moraba en el cielo, el blanco habitaba la luna, el verde cubría los campos, el rojo teñía las amapolas y el amarillo observaba la vida sentado en los mismísimos rayos del sol.

Era por tanto, un país muy especial, lleno de luz, alegría y color.

Sin embargo, una mañana de Enero, el color negro quiso adueñarse de él y llegando en forma de tormentosas nubes, atemorizó tanto a los colores que se escondieron debajo de la tierra

El país lloraba agónico, sin la luz de sus colores moriría sin solución, esperaba la muerte, cuando un viento huracanado sopló tan fuerte que en cuestión de segundos, alejó su negrura.

El azul salió de las entrañas de la tierra y volvió a su cielo querido, el blanco le siguió y subió a la luna, el verde regresó a las praderas, el rojo buscó las amapolas y el amarillo corrió hacia el sol.

Entonces, el viento orgulloso de haber devuelto la alegría a aquel país que lloraba desconsolado, se dispuso a marcharse discretamente.

-Espera- le dijeron los colores- queremos hacerte un regalo.

Y un gran Arco de colores apareció ante sus narices, era el Arco Iris, ese mismo Arco que hoy, millones y millones de años más tarde, sigue presente en nuestras vidas.

Al acabar el cuento, la niña estaba dormida, su aspecto era angelical, no quiso darle un beso por no despertarla, la cubrió levemente con la sabana y se marchó a su habitación.

Vestida con el camisón rosa de satén que le compro su hija por su ultimo aniversario y tumbada en esa cama tan blandita que tanto le gustaba, recordaba la imagen de su nieta.

Fue lo ultimo que hizo María antes de entregarse a los brazos del sueño, recordar a ese pequeño ser: bello, diminuto y frágil, después, tan solo unos minutos después... se fue de este mundo para siempre.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Pascual

Pascual siempre estuvo lleno de vida. Desde su nacimiento en aquel sórdido hospital situado en Burgos, sorprendió a propios y extraños.

Su potente llanto de recién nacido, llamó enormemente la atención de médicos y enfermeras, precisamente, por la fuerza con que se manifestaba.

Y esta fue su tónica general en la vida: la fuerza el ímpetu y el descaró con que la vivía. Pascual, disfrutaba viviendo, de eso no cabía la menor duda.

Disfrutó de una niñez alegre, de una juventud llena de ilusiones, disfrutó de su esposa, de unos hijos leales y de una profesión perseguida desde niño.

Fue un escolar lúcido, dominaba idiomas, tenia nociones de informática, estudió música, viajaba mucho y daba conferencias sobre el medio ambiente.

Su vitalidad, era algo fuera de lo común, también ahora, a sus 80 años de edad.

Le gustaba caminar y sentir en su cara el aire fresco del amanecer. Era un gran lector, le gustaba escribir, publicó una recopilación de versos.

Lo que más llenaba a Pascual, era disfrutar de sus nietos, en especial, de Pablo, el más chiquitín y el que más se parecía a él: inquieto, alegre, vivaz...

Con él, compartía mañanas divertidísimas en las que jugaban en los columpios del parque, enredaban con los Naipes o simplemente hablaban.

Era entonces, cuando pensaba con tristeza, que su nieto preferido, ya era todo un hombre, sus nueve años lo confirmaban.

Aquella mañana llovía y queriendo evitar el tedio del chico en casa, Pascual decidió narrarle un cuento, cogió a Pablo entre sus brazos y dijo:

“Cuenta una leyenda, que hubo una vez un niño que no veía bien, su madre inquieta, le llevó al oculista. Le hicieron pruebas y le pusieron gafas.

El niño no se las quería poner, se sentía incomodo, la gente le miraba extrañada e incluso, le señalaban con el dedo.

Al cabo de un mes, la madre volvió a la consulta pidiendo lentillas, así, su hijo vería, sin la necesidad de llevar un recurso que evidenciara su ceguera.

Así lo hicieron, pero el niño no se las quería poner, decía que le irritaban los ojos. La madre pensaba: ¿vivirá casi ciego por no querer llevarlas?

Un día su hijo llevó a casa una lupa, explicando que con ella veía todo muy bien, incluso aumentado de tamaño, su madre estaba fascinada.

Pablo sintió una curiosidad tremenda por la vida y con la lupa siempre encima, se convirtió en el hombre con mejor vista del planeta:

Veía: palomas y cocodrilos, risas y llantos, luces y sombras, veía desiertos y rascacielos, alegría y desolación, estrellas, desiertos y flores.

Pero al ver absolutamente todo y con tanta minuciosidad, pronto comprendió que el mundo no era justo:

Las palomas vivían en el desierto, los cocodrilos bañaban los ríos, escaseaban las sonrisas, los llantos atraían al pesimismo.

Las sombras espiaban a los crios, los rascacielos eran colosales, la desolación se adueñaba de las estrellas y las flores carecían de olor.

No es justo, decía y sin perdida de tiempo quiso cambiar todo, se le ocurrió regalar lupas a todos los habitantes del planeta.

Cuenta la leyenda que, desde entonces, el planeta tierra rota feliz en el espacio, y lo hace, porque sus habitantes se empeñan en que así sea.

Pablo, con los ojos como platos dijo:

-Abuelito ¿Seguro que hablas de la Tierra?

Pascual, quedó sin palabras. Observaba como la infancia de Pablo, huía poco a poco, sin que pudiera evitarlo y con lágrimas en los ojos exclamó:

-Abrázame Pablo… Abrázame.

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

Manos que hablan

Nació sorda. Sus manos fueron su principal recurso comunicativo, las movía en el aire a tal velocidad, que solo unos pocos podíamos entenderla, yo fui una de ellas... fui su amiga.

Murió el año pasado. Tengo en mi memoria, muchos momentos compartidos. El día en que la conocí, por ejemplo: tumbada en la piscina, tomaba el sol con su bikini de topos rojos.

No supe que era sorda hasta que una tarde y de forma precipitada por mis habituales agobios, le pregunté la hora, entonces, al ver las dificultades que tenia para responderme... lo descubrí.

Días después, coincidimos en un bar, era de noche y llovía, mi ropa estaba empapada, nos saludamos cordialmente y meses más tarde, fuimos presentadas formalmente a través de unos amigos comunes.

Era guapa y avispada, estudió Derecho, miraba fijamente a las personas cuando le hablaban, leía en los labios y llevaba siempre encima una libretita azul, donde escribía, cuando no conseguía hacerse entender de otro modo.

Entre eso y los signos que aprendí en una Academia de Zaragoza a la que asistí, para comprender su idioma, nos entendíamos muy bien. Tanto, que nos hicimos inseparables.

Compartíamos hobys: la natación, ir a la peluquería, caminar kilómetros y kilómetros por las sencillas carreteras de nuestro pueblo... la afición más curiosa fué la de resolver jeroglíficos.

Ella me enseñó, me mostraba el camino que llevaba a la solución del enigma, acabé “seducida”, tanta era nuestra afición, que hacíamos apuestas, nos jugamos una comida en un Restaurante.

Una tarde me dijo:

Durante una semana, compraremos el periódico, resolveremos el jeroglífico diario que publican en la sección de pasatiempos y el domingo pagará la comida quien pierda ¿Qué te parece?

-Bien-contesté.

El lunes lo resolví yo, el martes ella, el miércoles yo, el jueves ella, el viernes yo, el sábado ella, empatadas, esperábamos impacientes el periódico del domingo.

Finalmente gané yo.

-Está bien -dijo –pago yo, pero... elegiré Restaurante.

-De acuerdo- respondí.

Así fue, como me llevó a “Manos que hablan”. Llamó mi atención la fachada, decorada con vivos colores, la amplitud del comedor, la extremada limpieza que había y el silencio que se respiraba.

Mis ojos se centraron, en sus inmensas paredes, cuantiosos cuadros con manos de gran tamaño y colocadas en distintas posiciones, cubrían su extraordinaria blancura.

Por el movimiento de sus manos, pude comprobar que todos los comensales eran sordos, ¡me encontraba en un Restaurante adaptado a sus necesidades!

Nos situamos en una mesa, un jarrón con flores la adornaba, la vajilla estaba impecable y los cubiertos relucían. En el borde había un discreto pulsador de luz para llamar a los camareros.

Nos sentamos en unas sillas de madera, nos miramos un instante, sonreímos orgullosas de nuestra hazaña y pulsamos para llamar al camarero. Enseguida llegó y nos ofreció la carta.

Pedimos, aún me acuerdo del menú: Paella con marisco, pescado en salsa y Flan. Fuimos servidas. Mientras comíamos, miraba con detalle a los comensales cercanos.

Había un chico solitario en una mesa, era muy guapo y estaba muy triste, me fije que desdobló su propia servilleta para volverla a doblar y dejarla en el mismo sitio. Pensé:

-¡Será maniático!

Acto seguido, llegó a mi mente mi manía por conservar el orden en mi alcoba, ¡no tolero que toquen mis cosas! Mi madre, dice extrañada, que sus amigas se quejan porque sus hijos no recogen nada.

En otra mesa, había una pareja sentada muy junta, sus ropas elegantes me gustaban, tomados de la mano apenas comían, por sus arrumacos, miradas de complicidad y cariñosos gestos, debían estar enamorados.

Alejadas de nuestra mesa, un grupo de chiquillas celebraban un cumpleaños, sus risas rompían el silencio de aquel callado comedor y una enorme tarta de chocolate con velas adornaba su mesa.

Yo pensaba que despertarían al bebé que dormía en una sillita junto a sus padres, una pregunta llenó mi mente ¿ese bebé sería sordo? No me atreví a mencionarla.

Casi de manera inconsciente, mi mirada volvió hacia el chico solitario. Vestía ropa informal, tenía el pelo canoso y... me cautivaba. De pronto, me sonreía, ruborizada, le devolví la sonrisa.

Miré a mi amiga, me encontraba cómoda, comenzamos a planear las vacaciones. Una hora más tarde, dimos al pulsador para llamar al camarero, llegó, pedimos la factura, pagó y nos marchamos.

Al salir, el ruido acaparó mí atención. El rugido de los coches, el gorgoteo de la lluvia, los murmullos humanos... estrambótica sinfonía que mi amiga…nunca oyó.

Estaba dándole vueltas a esta reflexión, cuando siento que, alguien guarda algo en mi gabardina ¡el chico solitario de la mesa del restaurante! reconocí su espalda al girarme.

En casa, desplegué el papel arrugado y mojado por la lluvia, era su correo electrónico. Nos escribimos durante un tiempo. Hoy, ese chico: melancólico, solitario, cautivador, sordo, maniático… es mi pareja.

Hemos aprendido mucho en estos meses que llevamos conviviendo en nuestra pequeña casa de Barcelona. Una vivienda comprada con ilusión y mucho esfuerzo económico por nuestra parte.

Aprendimos a dialogar, a respetarnos, a ser pacientes, aprendimos a enfadarnos, a discutir, a disfrutar juntos... aprendimos a ser felices entrelazando su silencio y mi ruido

Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)